La guerra de los comerciantes
El VIEJO TOPO
19 octubre, 2020
El conflicto[1] austro-serbio
es una mera bagatela –como si Hoboken le declarara la guerra a Coney Island–
pero toda la civilización de Europa se ve involucrada.
La verdadera
guerra, de la cual este repentino estallido de muerte y destrucción es sólo un
incidente, se inició hace mucho. Ha estado librándose durante decenas de años,
pero sus batallas han sido tan poco publicitadas que apenas se ha tomado nota
de ellas. Se trata de un choque entre comerciantes.
Es bueno
recordar que el imperio alemán empezó como un convenio de negocios. La primera
victoria de Bismarck fue el Zollverein, acuerdo tarifario entre una veintena de
minúsculos principados alemanes. Esta liga comercial se consolidó en un Estado
poderoso por medio de victorias militares. No debe sorprendernos que los
hombres de negocios alemanes crean que el desarrollo de su comercio
depende de la fuerza.
«Ohne Armee,
kein Deutschland» («Sin ejército no hay Alemania») no sólo es la divisa del
Kaiser y la casta militar. El éxito de la propaganda militarista de la Liga
Naval y otras organizaciones patrioteras parecidas depende del hecho de que
nueve de cada diez alemanes leen la historia de esa manera…
Después de
la guerra franco-prusiana de 1870 vino el «Gründerzeit» (el «periodo de
fundación»). Todo lo alemán saltó adelante en un impulso impresionante de
crecimiento.
La retirada
de los océanos de la marina mercante alemana nos ha recordado la importancia
mundial de sus servicios de transporte. Todas esas grandes flotas alemanas de
cruceros y buques mercantes surgieron a partir de 1870. En la industria
acerera, en la producción textil, en la minería y el comercio, en cada rama de
la moderna vida industrial y comercial, y también en términos de población, el
desarrollo alemán ha sido igualmente asombroso.
Pero
geográficamente todos los campos para el desarrollo se habían cerrado.
En los días
en que no había un ejército ni una unidad alemana, los ingleses y los franceses
se habían apoderado de la tierra a manos llenas.
Inglaterra y
Francia veían el desarrollo alemán con desconfianza y falsas intenciones de
paz. «No intentamos ya apoderarnos de más territorio. La paz de Europa exige el
mantenimiento del statu quo.»
Con estas
palabras todavía frescas en los labios, Gran Bretaña tomó Sudáfrica. Y fingió
infinita sorpresa y pesar cuando los alemanes no aplaudieron esta clausura de
otros mercados.
En 1909, el rey
Eduardo –gran amigo de la paz–, luego de largas conversaciones secretas,
anunció la Entente Cordiale, por la que Francia prometió apoyar a Inglaterra
para absorber Egipto, e Inglaterra apoyar a Francia en su aventura de
Marruecos.
Las noticias
de este subrepticio «acuerdo de caballeros» provocó una tormenta. El Kaiser,
con frenética indignación, gritó: «Nada puede suceder en Europa sin
mi consentimiento».
Los amantes
de la paz en Londres y París convinieron en que esta amenaza de guerra era muy
descortés. Pero estaban obteniendo lo que querían sin mancharse las manos de
sangre, así que consintieron en celebrar una conferencia diplomática en
Algeciras. Francia prometió solamente no anexionarse Marruecos, y sobre todo
juró que se encargaría de mantener «la puerta abierta». Todo el mundo iba a
tener iguales oportunidades comerciales. La tormenta se disipó.
Un ejemplo,
entre miles, de cómo los franceses observaron su promesa de mantener una
puerta abierta en Marruecos lo proporciona el método de comprar telas para
uniformar al Ejército Moro.
De acuerdo
con el »Acta de Algeciras», que estipulaba que todos los contratos debían
someterse a subasta internacional, se anunció que el sultán había decidido que
los uniformes de sus soldados se hicieran sobre un gran pedido de caqui. Las
«especificaciones» se publicarían cierto día –de acuerdo con la ley se
invitaría a los fabricantes de tela del mundo para que estuviesen presentes.
Las
«especificaciones» exigían que la tela fuera entregada en tres meses y que
fuera de un cierto ancho de tres yardas, según recuerdo. «Pero», protestaron
los representantes de una firma alemana, «no hay telares de esa anchura en el
mundo. Tomaría meses construirlos». Pero se descubrió que un precavido (o
alertado de antemano) fabricante de Lyon había instalado las máquinas
necesarias hacía unos pocos meses. Consiguió el contrato.
El embajador
en Tánger tuvo que contratar enviados especiales para trasmitir a Berlín las
quejas de los mercaderes alemanes en protesta contra la impracticabilidad de la
«puerta abierta» de Francia.
Quizá lo más
exasperante de todo haya sido la pelea por el ferrocarril de Bagdad. Un grupo
de capitalistas alemanes consiguió una concesión para un ferrocarril que
abriera Asia Menor por el camino de Bagdad y el Golfo Pérsico. Se trataba de un
país no desarrollado que ofrecía justamente la clase de salida comercial que
ellos necesitaban.
El plan lo
bloqueó Inglaterra con el pretexto de que ese ferrocarril podía usarlo el
Kaiser para enviar sus ejércitos a medio mundo de distancia para robarse la
India. Pero los alemanes comprendieron muy bien que los mercaderes y navieros
ingleses no querían ver amenazado su monopolio comercial índico. Incluso al
anotarse esta gran victoria comercial –el bloqueo del ferrocarril de Bagdad–,
los diplomáticos ingleses juraron su amor a la paz y su deseo, de todo corazón,
de preservar el statu quo. Fue en esta coyuntura cuando un diputado del
Reichstag dijo: «El statu quo es una agresión».
En pocas
palabras: la situación es ésta. Los capitalistas alemanes quieren más
beneficios. Los capitalistas ingleses y franceses lo quieren todo. Esta guerra
comercial se ha librado durante años. No hay nadie que aborrezca tan
completamente el militarismo como yo. Nadie desea tan fervientemente que esa
vergüenza sea borrada de este siglo. «No es con oratoria parlamentaria ni con
los votos de la mayoría que podrán resolverse las grandes cuestiones del
momento, sino con sangre y hierro» –»durch Blut und Eisen»–: estas palabras de
Bismarck son la divisa de la Reacción. No hay obstáculo más claro en el camino
del progreso democrático.
Y no ha
habido declaraciones recientes que me parecieran tan ridículamente
condescendientes como el discurso del Kaiser a «su» pueblo en el que dijo que
en esta suprema crisis él perdonaba libremente a todos cuantos se le habían
opuesto. Me avergüenza que en nuestros días, en un país civilizado, alguien
pueda decir tan arcaicas tonterías.
Pero peor
que el «gobierno personal» del Kaiser, peor aún que los ideales
embrutecedores que se jacta de defender, es la descarada hipocresía de sus
enemigos armados, que vociferan por una paz que su codicia ha hecho
imposible.
Más
nauseabundo que los disparates ampulosos del Kaiser es el coro editorial, en
Estados Unidos, que pretende creer –y hacemos creer– que el Blanco e Inmaculado
Caballero de la Democracia Moderna está en marcha contra el Monstruo
Indeciblemente Vil del Militarismo Medieval.
¿Qué tiene
que hacer la democracia en alianza con Nicolás el zar? ¿Es liberalismo lo que
viene desde el Petersburgo del pope Gapón[2],
desde la Odesa de los pogroms? ¿Nuestros editorialistas son lo bastante
ingenuos para creer esto?
No. Hay
desavenencias entre rivales comerciales. Un lado ha observado las formas
corteses de la diplomacia y ha hablado de «paz», confiando, entre tanto, en la
eminentemente pacífica marina de Gran Bretaña y en el ejército francés y en los
millones de semisiervos que le han sobornado al Zar de Todas las Rusias (y a La
Haya) para lanzarlos contra los alemanes. En el otro lado ha habido malos
modales, y el horrible Evangelio de la Sangre y el Hierro.
Nosotros,
los que somos socialistas, debemos desear –debemos incluso esperar– que del
horror de la matanza y la siniestra destrucción saldrán trascendentes cambios
sociales y un gran paso adelante hacia nuestra meta de paz entre los hombres.
Pero no debemos engañamos con esta palabrería editorial sobre el Liberalismo
que emprende una Guerra Santa contra la Tiranía.
Esta no es
Nuestra Guerra.
Notas:
[1] Este texto, «Toe Trader’s War», fue publicado en The
Masses en septiembre de 1914, trad. de David Huertas.
[2] Sacerdote ruso que se volvió agente de la policía. Condujo a los
trabajadores a presentar una petición al zar en el Palacio de Invierno de San
Petersburgo, el 22 de enero de 1905 y fueron masacrados por las tropas
provocando de esta manera la crisis revolucionaria de 1905, considerada por
Trotsky como el «ensayo general» de 1917.
Texto incluido en el libro Rojos y rojas.
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