Estados Unidos podría perder para siempre su posición
de superpotencia mundial
Por Patrick
Cockburn
REBELIÓN
03/04/2020
Fuentes: CounterPunch
Traducido para
Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Estados Unidos
podría estar alcanzando su “momento Chernobyl” al ser incapaz de liderar el
combate contra la epidemia de coronavirus. Como ocurrió en 1986 con el
accidente nuclear de la Unión Soviética, un cataclismo está sacando a la luz
los fallos sistémicos que ya han debilitado la hegemonía mundial
estadounidense. Sea cual sea el resultado de la pandemia, hoy en día nadie está
mirando a Washington para buscar soluciones a la crisis.
La pérdida de
influencia de Estados Unidos fue perceptible esta semana en la reunión virtual
de líderes mundiales donde Estados Unidos se dedicó a intentar convencer a los
demás de que firmaran una declaración que hacía referencia al “virus de Wuhan”,
como parte de una campaña para culpar a China de la epidemia de coronavirus.
Uno de los rasgos principales de las tácticas políticas del presidente Trump es
demonizar a los demás para desviar la atención de sus propias limitaciones. El
senador republicano por Arkansas Tom Cotton redundó en el tema afirmando que
“China desencadenó esta plaga mundial y hay que exigirle responsabilidades”.
El fracaso de
Estados Unidos va mucho más allá del estilo político tóxico de Trump: La
supremacía mundial estadounidense posterior a la Segunda Guerra Mundial ha
estado basada en su capacidad única para conseguir sus objetivos mediante la
persuasión, la amenaza o el uso de la fuerza. Pero la incapacidad de Washington
de responder de forma adecuada ante el coronavirus demuestra que las cosas han
cambiado y cristaliza la percepción de que la competencia de EE.UU. está desvaneciéndose.
Este cambio de actitud es importante porque las superpotencias, como el Imperio
Británico, la Unión Soviética en el pasado reciente o Estados Unidos en la
actualidad, dependen para el mantenimiento de su supremacía de cierto grado de
fanfarronería. No pueden permitir que su imagen todopoderosa se cuestione
demasiado a menudo porque no pueden permitirse el lujo de fracasar: la crisis
del Canal de Suez de 1956 hizo pedazos la exagerada imagen de fortaleza del
Imperio Británico, y lo mismo ocurrió con la Unión Soviética tras la guerra en
Afganistán en la década de los 80.
La crisis del
coronavirus es el equivalente de Suez y Afganistán para los Estados Unidos de
Trump. En realidad, esas crisis se empequeñecen cuando se las compara con la
pandemia del Covid-19, que tendrá un impacto mucho mayor porque cualquier
persona del planeta es una víctima potencial y se siente amenazada. Enfrentada
a una megacrisis de este volumen, la incapacidad de la administración Trump de
responder y asumir el liderazgo de manera responsable está resultando
extremadamente destructiva para la posición de EE.UU. en el mundo.
La decadencia
de Estados Unidos suele contemplarse como la otra cara de la moneda del ascenso
de China –y China, de momento al menos, ha logrado controlar su propia
epidemia. Son los chinos quienes están enviando respiradores y equipos médicos
a Italia y mascarillas a África. Los italianos se han dado cuenta de que los
otros estados de la Unión Europea han ignorado su petición desesperada de
equipo médico y solo China ha respondido. Una organización de beneficencia
china envió 300.000 mascarillas a Bélgica en un contenedor
que llevaba escrito el lema: “La unión hace la fuerza”, en francés, flamenco y
chino.
Es posible que
estos ejercicios de “poder blando” tengan una influencia limitada una vez se
pase la crisis, aunque probablemente aún falte mucho para eso. Pero, mientras
tanto, el mensaje que se percibe es que China puede proporcionar equipo y
expertos médicos esenciales en un momento crítico y Estados Unidos no. Estos
cambios en la percepción no van a desaparecer de la noche a la mañana.
Desde que
Estados Unidos destacó como superpotencia mundial tras la Segunda Guerra
Mundial ha habido a montones de profecías anunciando su declive. Sin embargo,
la proclamada caída del Imperio Americano ha ido posponiéndose o ha sido
testigo de otras decadencias más rápidas, especialmente la de la Unión
Soviética. Los críticos de la hipótesis de la “decadencia estadounidense”
explican que, aunque Estados Unidos ya no domine la economía mundial tanto como
anteriormente, todavía mantiene 800 bases en todo el mundo y un presupuesto
militar de 748.000 millones dólares.
Sin embargo, la
incapacidad de Estados Unidos de ganar las guerras en Somalia, Afganistán e
Irak a pesar de su destreza técnica muestra lo poco que ha conseguido a pesar
del descomunal gasto.
A pesar de su
retórica belicosa, Trump no ha comenzado ninguna nueva guerra, pero ha utilizado
el poder del Tesoro de Estados Unidos en lugar del Pentágono. Al imponer duras
sanciones económicas a Irán y Venezuela y amenazar a otros países con la
guerra, ha demostrado hasta qué punto Estados Unidos controla el sistema
financiero mundial.
Pero estos
argumentos sobre el ascenso o declive de Estados Unidos como potencia económica
y militar olvidan un punto fundamental que debería ser obvio. Su auténtico
declive como superpotencia tiene menos que ver con las armas y el dinero (como
muchos piensan) y mucho más con el propio Trump, que representa tanto el
síntoma como la causa de dicho declive.
Dicho de forma
sencilla, Estados Unidos ya no es un país al que el resto del mundo quiera
emular o, en todo caso, quienes lo desean suelen ser demagogos o déspotas
autoritarios y nativistas (xenófobos –N. d. T.). Su admiración es por
tanto bien recibida: y si no, fíjense en el caluroso abrazo que dedicó Trump al
primer ministro nacionalista indio Narendra Modi y su relación con la nueva
generación de tiranos como Kim Jong-il de Corea del Norte o el príncipe
heredero saudí Mohamed bin Salman.
Los gobernantes
demócratas y los despóticos saldrán reforzados de la pandemia, al menos en una
primera instancia, pues en épocas de crisis agudas las personas quieren confiar
en sus gobiernos, pensar que van a salvarles porque saben lo que están
haciendo.
Pero los
demagogos como Trump y sus equivalentes en todo el mundo no suelen ser muy
buenos resolviendo verdaderas crisis, porque han accedido al poder explotando
odios étnicos y sectarios, usando a sus adversarios como chivos expiatorios y
dando bombo a sus supuestos logros míticos.
Un ejemplo de
ello es el presidente de extrema derecha brasileño, Jair Bolsonaro, quien acusa a sus oponentes y a
los medios de comunicación de “engañar” a los brasileños sobre los peligros del
coronavirus. Es tal la laxitud del gobierno a la hora de forzar algún tipo de
confinamiento en Río de Janeiro que, al menos en tres favelas, los narcotraficantes locales han intervenido para
declarar un toque de queda a partir de las 8 de la noche que ellos mismos se
encargan de hacer cumplir.
Trump siempre
se ha destacado por saber explotar y acentuar las divisiones de la sociedad
estadounidense y por proponer soluciones simplonas para crisis ficticias, como
la construcción del famoso muro para detener la entrada de inmigrantes
centroamericanos en el país. Pero ahora que debe afrontar una verdadera crisis,
está apostando a que será de corta duración y menos grave de lo que la mayoría
de los expertos predicen. Las encuestas afirman que su popularidad ha aumentado,
probablemente porque las personas asustadas prefieren oír buenas noticias antes
que malas. Hasta ahora, los peores brotes de la epidemia se han producido en
Nueva York, Boston y otras ciudades en las que Trump nunca gozó de mucho apoyo.
Si se propaga con la misma intensidad a Texas y a Florida, incluso la lealtad
de sus más fervientes seguidores podría evaporarse.
Estados Unidos
se ha debilitado como país porque está dividido, y esa división se profundizará
mientras Trump esté al mando. Hasta la fecha ha evitado provocar crisis graves
y su mala gestión de la epidemia de coronavirus demuestra que hacía bien en
evitarlas. Está polarizando un país ya bastante dividido, y esa es la verdadera
razón por la que Estados Unidos está en decadencia.
Patrick Cockburn
es un periodista irlandés galardonado con numerosos premios internacionales
(entre otros el premio Orwell en 2009, al Reportero del Año 201 de, Gran
Bretaña). Ha escrito tres libros sobre Irak, el último de ellos The Rise of Islamic State.
Ilustración: Nathaniel St. Clair.
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