La cuestión UE: dilemas y fantasmas
Sociología Crítica
Rafael Poch
14.03.2019
La cuestión de la UE divide y lastra a las fuerzas progresistas
europeas hasta la impotencia. ¿Por qué? Por un lado, cada vez se acepta
más el hecho de que, por lo menos desde los años noventa, la UE se
construyó y se concibió como la franquicia de la mundialización
neoliberal en esta parte del mundo. Es una construcción blindada porque
toda la política neoliberal, de austeridad, privatización, de supremacía
de las finanzas y las empresas sobre los Estados, de destrucción del
estado social, de deslocalización e incremento de la desigualdad en
beneficio de los ricos, todo eso, está metido en los tratados
fundamentales de la UE.
Esos tratados, que nadie ha votado, son prácticamente inamovibles
porque cualquier cambio exige el voto de todos los Estados miembros,
algo prácticamente imposible. Cualquier proyecto de transformación choca
con los tratados. Los tratados blindan la política y las instituciones
del neoliberalismo en Europa, porque colocan a esa política y a esas
instituciones fuera del alcance del parlamentarismo y de la soberanía,
es decir fuera de la democracia.
Esta estúpida y retrógrada construcción de cemento alemán no tiene
marcha atrás. Como dijo Jean-Claude Juncker en su famosa entrevista con Le Figaro de
hace un par de años, “no hay democracia fuera de los tratados”. Así
que para cambiar las cosas y hacer posible una política social en los
Estados europeos es necesario romper la actual arquitectura germana de
la UE. Reforma aquí es igual a ruptura. Y ahí es donde nos topamos con
la Iglesia.
La sacralización de la UE, factor de su desintegración
Para un gran sector de la progresía europea, romper la UE es anatema.
La UE está sacralizada. No ya romperla, sino únicamente criticarla es
hacerle el juego a algo a lo que esa progresía le tiene mucho más miedo
que al neoliberalismo: el nacionalismo, generalmente capitalizado por la
extrema derecha, xenófobo y ultramontano que nos trae ecos de la Europa
parda de Estados enfrentados entre sí de los años treinta. Antes que
apuntarse al soberanismo, que es nacional-estatal, porque ese es el
marco de la única democracia (de baja intensidad) que tenemos y
enfrentarse a la UE, esa progresía, por miedo a ese espectro, prefiere
seguir comulgando, como dice Frederic Lordon, con el internacionalismo europeísta,
es decir, “el internacionalismo de la empresa, de la economía
neoliberal, de la moneda, del comercio y de las finanzas”, en otras
palabras: con todo aquello que ha deteriorado la vida de la mayoría
social en las últimas décadas.
Evidentemente, todo eso no tiene nada que ver con el
internacionalismo social de la izquierda, ni con el humanismo “de los
que aún creen en el legado de Erasmo, Dante, Goethe y Comenio”, como
afirma el manifiesto “Europa en llamas”
lanzado por el patético Bernard-Henri Lévy “en defensa de la
civilización”. Este temeroso alineamiento con el neoliberalismo y sus
autopistas institucionales europeas de la progresía mediática y
política, generalmente acomodada, es lo que ha hecho que las clases
populares desfavorecidas huyan como de la peste de los discursos de la
izquierda europeísta y de su (neo) liberalismo social que va en el mismo
paquete. No es que los de abajo se hayan vuelto locos. Lo que pasa es
que esto dura ya muchos años, que ya hay una experiencia vivida que ha
generado alergias masivas a esa mezcla de avalar la degradación
socioeconómica y potenciar cuestiones de género e identidad para
compensar lo anterior que está en el discurso progresista-europeísta.
Así que muchos antiguos votantes de la socialdemocracia o bien no
votan, o bien lo hacen, cabreados, por opciones que venden rupturas,
aunque sea por la puerta falsa.
Todo esto tiene diversas concreciones y lecturas en diferentes
países. Ahí está buena parte de la explicación del brexit, de la Hungría
de Orbán, de la intoxicada Polonia, del extraordinario auge que el
Frente Nacional experimenta desde hace tantos años en Francia, de que el
cinturón rojo de Barcelona se haya pasado a Ciudadanos, o del éxito
general que se vaticina a la nueva ultraderecha en España –Cataluña
carlista incluida– sin ir más lejos. Pero si hay que hablar de
tendencias generales, yo diría que la sacralización de la Unión Europea
para protegerla de la crítica es cada vez más insoportable para más
gente.
¿Cómo solucionar esto? ¿Qué tiene que hacer la izquierda para afirmar
un europeísmo que valga la pena, que no sea una estafa neoliberal, que
no le obligue a comprar en el mismo paquete a Erasmo, Dante con el Banco
Central Europea, Goldman-Sachs y la creciente desigualdad? ¿Es posible
una reforma social en la UE sin salir del corsé de la moneda única? ¿Es
posible una reforma social de la UE, sin que Alemania y otros
beneficiarios del euro, rompan el club? Muchas preguntas y una sola
certitud: continuar así, avalando el europeísmo sacralizado, es seguir
alimentando la Europa parda. El razonable miedo de la progresía europeístaa
la extrema derecha, solo puede engordar a la bestia. ¿Qué aportará a
esta paradoja una nueva crisis como la del 2008, que muchos observadores
ya consideran ineludible?
Había una vez un circo
A falta de respuestas, el establishment y sus papagayos
mediáticos señalan al culpable: Rusia. La mayor noticia falsa de los
últimos años, la elección de Donald Trump como consecuencia de la
injerencia rusa, no solo se impone cuando aún está húmeda la anterior
(las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein), sino que crea
escuela en Europa. La estupidez complotista alcanza niveles grotescos y
afecta a los máximos líderes europeos. Merkel y Macron advierten de la
injerencia rusa en las elecciones europeas, pese a que su teléfono no
está controlado por el Kremlin sino por la NSA y pese a que el único
embajador que flirtea descaradamente en Berlín con los fachas de la Alternative für Deutschland y
se inmiscuye abiertamente en la política local es el de Estados Unidos.
Macron suelta que Moscú manipula a esos “chalecos amarillos” que ya han
invalidado la posibilidad de toda política socialmente regresiva en
Francia bajo el actual presidente (por eso sostengo que Macron está
acabado, incluso si gana las europeas).
En El País,
un diario español que años atrás fue serio, pueden leerse cosas como:
“Uno a uno, día tras día, como en un aterrador relato mitológico,
polimórficos tentáculos se extienden desde la impenetrable atalaya del
Kremlin y alcanzan y ciñen el hermoso cuerpo de Europa”. El artículo
viene ilustrado con la foto de la hija del portavoz del Presidente
Putin, que trabaja de becaria para un diputado ultra francés en
Estrasburgo. En La Vanguardia, otro diario serio, se afirma sobre el grotesco procés que
en Barcelona, “hay quien sostiene que el enemigo es España sin ponderar
que podemos ser una pieza de tablero de ajedrez que se maneja a
distancia desde Moscú”.
Lo de menos es que los periodistas hayan perdido el miedo al
ridículo. Lo peor es que, en toda Europa, toda esta estupidez va de la
mano de un rearme militar muy serio con incremento de las tensiones
bélicas, incluidas las nucleares. Todo esto es un aviso de que la
próxima crisis tendrá un marco de tensión internacional que apenas
existía en la anterior crisis de 2007/2008. ¿A quién le importan las
elecciones europeas en medio de este quilombo?
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