En cualquier bar o tasca de la península
ibérica existen seres parecidos a los Marhuenda, Inda o Rojo, que vienen a ser
como los millones de descerebrados e incautos que desde siempre se han
encargado de sostener el edificio de la transición política.
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Su franquismo militante e ignorancia supina acerca de
las normas más elementales de la democracia, hacen que los medios de
comunicación borbónicos les tengan como obligados tertulianos, para que un
simple centrista pueda parecer, al lado de los arriba mentados, como un
admirable progresista.
En el país de los ciegos, el tuerto es el Rey; y en el
territorio pantanoso de la televisión el aserto adquiere toda su dimensión.
En el pequeño pueblo donde vivo, los bares están
repletos de personas para quienes la TV es un referente al que conceden
credibilidad, sea cual fuere la cadena conectada en ese momento.
Nada más adecuado para aumentar el desconocimiento que
clavar la mirada y dirigir el oído hacia el televisor, ya de alta definición.
Así, lejos de las 625 líneas del pasado, las manipulaciones y mentiras han
ganado en color y verosimilitud.
En el terreno del debate, los jerifaltes de la calaña
de Ignacio Corrales (TVE), Alejandro Echevarría (Tele-5 y La Cuatro), o
Jaume Roures (La Sexta), saben que el ambiente de tertulia tabernaria puede
trasladarse a un set de TV, donde los Marhuenda, Inda o Rojo, puedan decir, al
menos, mú, guau o miau. Luego les darán 500 euros por el espectáculo.
Para llevar a cabo la representación debe llamarse,
ante todo, a ciudadanos/as-domadores/as, cuyo látigo sea un conocimiento
elemental acerca de la reciente historia española, y preferentemente elegidos
entre quienes respetan la monarquía y la Constitución, pero dicen preferir una
república, aunque nunca expliquen el por qué.
La presencia de estos/as últimos, es el
secreto del éxito a la hora de proclamar que “la libertad de expresión” se
cumple en el citado medio.
Tanto en la fenecida Intereconomía, como la 4, Tele-5,
la Sexta o la RTVE, se ha demostrado que quienes disparan el rating son
los ultramontanos disfrazados de demócratas, porque representan a la perfección
la incultura, la intolerancia, agresividad y desconocimiento que el
neofranquismo confiere a sus monaguillos.
Lo malo es que quienes han aceptado sentarse y
balbucear su discurso mesurado, razonado (pero interrumpido mil veces) y
con cierto matiz progresista, quedan en evidencia no sólo ante una gran mayoría
de quienes disfrutan o padecen desde el sofá, sino ante los asistentes al
esperpento, a quienes se les indica cuándo, dónde y cómo hay que
aplaudir: para eso les regalan un bocadillo y una Coca-Cola.
La educación, la parsimonia, la sonrisa comprensiva,
el talante conciliador, no tienen futuro ante Marhuendas, Indas y Rojos.
Y ese es el problema y la trampa de los medios. Los
ejecutivos agresivos de esas plataformas saben que no habría audiencia si la
derecha estuviera representada por otros actores, menos proclives al aspaviento
y el vozarrón, el salivazo involuntario y el denuesto a flor de labio.
José Luis Balbín fue maestro del debate bien
organizado y con elenco preciso, en torno a un filme que servía de punto de
partida a la hora de emitir “La Clave” (“Le Dossier de l’écran” en la
ORTF). Y ese programa ha quedado para la historia.
Sus imitadores del siglo XXI no han podido superar ni
los mínimos exigibles, en un mundo en el que, curiosamente, la técnica ha
avanzado un enorme trecho; el mismo que han retrocedido la libertad, el rigor,
la honestidad y la profesionalidad en los medios de difusión.
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