(Entre Don Quijote y Sancho. ¡Que lástiam de hombre, Dios nuestro! Algo escorado a su izquierda)
He salido a la calle, con un frío que pelaba, y he visto a un amigo mío de los de antes, de cuando la rojería era de un rojo a más no poder.
El es de fuera, llegó a Zaragoza hace años, lo mismo que yo.
Lo recuerdo en la residencia de estudiantes, en una calle cortita que hay cerca de la Plaza de San Francisco, en el mismo portal donde algunos le prendieron fuego al consulado francés, en cuyo incendio murió el Cónsul.
Yo justo aquel mismo día, más contento que unas Pascuas, iba con mi caja de cartón nueva en la que llevaba mis botas de futbol recién estrenadas. Acababa de jugar en el campo del distrito universitario, un cesped puta madre de bueno que tenía, cuando al entrar al portal, un par de maderos grises, pistola y fusta al cinto (¡Dios santo, que tíos más grandes; que feos y que cara de mala leche tenían aquellos servidores del Estado!) me echaron el alto para preguntarme que dónde iba y que qué llevaba en aquella caja.
Adónde coño iba a ir más que a la residencia y qué coño iba a llevar en una caja de botas de fútbol más que unas botas de fútbol. De la muerte del Cónsul francés me enteré minutos después.
Eran otros tiempos. Eran los tiempos de cuando le estábamos zarandeando a Franco su Régimen y el régimen de la banca y el régimen de los americanos, que a fin de cuentas era el mismo régimen total. Era como el antioxidante de ahora de tres en uno, que le pegas el chufletazo al tornillo oxidado y te lo deja más ligero que la alegría en la casa de un pobre.
De un modo específico, que posteriormente derivaría en una amplia gama de variedades contra el Régimen de Franco, nosotros, entre los que estaba el amigo al que acabo de ver, se la teníamos liada a Martín Villa (que luego llegaría ser ministro y la biblia en verso de ganar dineros) que era el franquista del SEU (Sindicato Español Universitario). Y allá que estábamos grita que te grita y panfleto va y panfleto viene pidiendo libertad sindical.
Eran aquellos tiempos, como digo, otros tiempos. Tiempos de rojos, en los que si se veía que una pluma volando podía representar una injusticia, allá que nos plantábamos contra la pluma cabrona, fuera de gallina o pato, y que se la liábamos, ¡anda, que no!
Hoy es otra cosa. Hoy es más de botellón y tente tieso, que abrir los ojos no los abrirá, pero se ponen unos ojos de la borrachera como platos. Bueno, y las calles y plazas donde se lleva a cabo el botellerío hechas unas mierdas. Cosas de la modernidad, no digo que no.
Nos hemos preguntado por las familias. Los hijos y todo eso. Bien, las familias bien, los hijos también.
Lo malo es, le he dicho yo, esta bandada de hijos de puta que roba que te roba, engaña que te engañan que nos están haciendo la vida imposible, ¡con lo bien que podíamos vivir todos! Incluso esa misma bandada de hijos de puta, pero sin robar y sin engañar, claro.
¿Pero podemos cambiar nosotros esta situación? –me ha preguntado. Y yo he pensado que sí la podíamso cambiar. Pero he visto el percal al momento, y como hacia frío en la calle ni le he querido responder ni quería estar más tiempo pasando frío en la puta calle. Y por eso no le querido responderle -.
Pues si no podemos cambiar la situación –ha continuado diciendo mi amigo- unámonos al carro de ellos para comer. Y ha sido en este punto cuando he visto meridianamente claro lo mucho que puede llegar a desteñir el color el rojo.
El rojo por efectos estomacales si pasa por el bolsillo se convierte en un desvaído color azulón asqueroso. Vomitinoso él, que te entran los vómitos y te ponen de una mala leche triangular que pa qué, pa qué.
Y, así hemos terminado: me alegro de verte que los años pasan para todos. Adiós muy buenas, y cada cual para su casa – que nos hemos idos - y el banco en la de todos.
He salido a la calle, con un frío que pelaba, y he visto a un amigo mío de los de antes, de cuando la rojería era de un rojo a más no poder.
El es de fuera, llegó a Zaragoza hace años, lo mismo que yo.
Lo recuerdo en la residencia de estudiantes, en una calle cortita que hay cerca de la Plaza de San Francisco, en el mismo portal donde algunos le prendieron fuego al consulado francés, en cuyo incendio murió el Cónsul.
Yo justo aquel mismo día, más contento que unas Pascuas, iba con mi caja de cartón nueva en la que llevaba mis botas de futbol recién estrenadas. Acababa de jugar en el campo del distrito universitario, un cesped puta madre de bueno que tenía, cuando al entrar al portal, un par de maderos grises, pistola y fusta al cinto (¡Dios santo, que tíos más grandes; que feos y que cara de mala leche tenían aquellos servidores del Estado!) me echaron el alto para preguntarme que dónde iba y que qué llevaba en aquella caja.
Adónde coño iba a ir más que a la residencia y qué coño iba a llevar en una caja de botas de fútbol más que unas botas de fútbol. De la muerte del Cónsul francés me enteré minutos después.
Eran otros tiempos. Eran los tiempos de cuando le estábamos zarandeando a Franco su Régimen y el régimen de la banca y el régimen de los americanos, que a fin de cuentas era el mismo régimen total. Era como el antioxidante de ahora de tres en uno, que le pegas el chufletazo al tornillo oxidado y te lo deja más ligero que la alegría en la casa de un pobre.
De un modo específico, que posteriormente derivaría en una amplia gama de variedades contra el Régimen de Franco, nosotros, entre los que estaba el amigo al que acabo de ver, se la teníamos liada a Martín Villa (que luego llegaría ser ministro y la biblia en verso de ganar dineros) que era el franquista del SEU (Sindicato Español Universitario). Y allá que estábamos grita que te grita y panfleto va y panfleto viene pidiendo libertad sindical.
Eran aquellos tiempos, como digo, otros tiempos. Tiempos de rojos, en los que si se veía que una pluma volando podía representar una injusticia, allá que nos plantábamos contra la pluma cabrona, fuera de gallina o pato, y que se la liábamos, ¡anda, que no!
Hoy es otra cosa. Hoy es más de botellón y tente tieso, que abrir los ojos no los abrirá, pero se ponen unos ojos de la borrachera como platos. Bueno, y las calles y plazas donde se lleva a cabo el botellerío hechas unas mierdas. Cosas de la modernidad, no digo que no.
Nos hemos preguntado por las familias. Los hijos y todo eso. Bien, las familias bien, los hijos también.
Lo malo es, le he dicho yo, esta bandada de hijos de puta que roba que te roba, engaña que te engañan que nos están haciendo la vida imposible, ¡con lo bien que podíamos vivir todos! Incluso esa misma bandada de hijos de puta, pero sin robar y sin engañar, claro.
¿Pero podemos cambiar nosotros esta situación? –me ha preguntado. Y yo he pensado que sí la podíamso cambiar. Pero he visto el percal al momento, y como hacia frío en la calle ni le he querido responder ni quería estar más tiempo pasando frío en la puta calle. Y por eso no le querido responderle -.
Pues si no podemos cambiar la situación –ha continuado diciendo mi amigo- unámonos al carro de ellos para comer. Y ha sido en este punto cuando he visto meridianamente claro lo mucho que puede llegar a desteñir el color el rojo.
El rojo por efectos estomacales si pasa por el bolsillo se convierte en un desvaído color azulón asqueroso. Vomitinoso él, que te entran los vómitos y te ponen de una mala leche triangular que pa qué, pa qué.
Y, así hemos terminado: me alegro de verte que los años pasan para todos. Adiós muy buenas, y cada cual para su casa – que nos hemos idos - y el banco en la de todos.
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