Todo en él fue excepcional. Murió pidiendo
que se proclamara que su vida había sido maravillosa. Pero, en realidad,
conoció el sufrimiento, la soledad y la amargura de no sentirse comprendido.
Texto publicado en El Viejo Topo nº 75, mayo de 1994.
Wittgenstein o los ecos del silencio
Francisco
Martínez
El Viejo Topo
26 mayo, 2024
por Francisco Martínez
Quien hace de
su vida una obra de arte la expone al mismo tiempo
a las miradas,
la inunda de luz. Es inevitable.
Milan Kundera
Dentro de todos
nosotros hay un viajero silencioso que no puede,
que no debe
decir nada, y que va al encuentro de lo sagrado,
Antoni Tapies
En el rústico y
nada artificioso cementerio de la iglesia de St. Giles, en Cambridge, bajo una
sencilla lápida desprovista de cualquier ornamentación –en ella sólo aparecían
inscritos un nombre, Ludwig Wittgenstein, y los dígitos correspondientes a los
años de nacimiento y muerte, 1889-1951– yacen los restos de alguien cuya
memoria ocupa en el ámbito de la investigación filosófica un lugar tan insigne
como casi legendario; alguien en quien se aunaron de modo inseparable el más
puro trabajo intelectual con la más honda inquietud existencial, hasta el
extremo de que cualquier consideración aislada del uno sin la otra resulta
desde el principio mismo un método infalible para alejarse a la vez,
definitivamente, de la comprensión profunda de su vida y de su labor
filosófica. Y es esa característica –ese casi total paralelismo– la causante de
que su figura se haya convertido en un foco de atención más allá de los
círculos estrictamente académicos.
Nacido en el
seno de una de las familias más ricas de la Viena de los Habsburgo, católica
pero de ascendencia judía y muy conectada con el extraordinario ambiente
cultural de la época (en la mansión del poderoso industrial Karl Wittgenstein
era posible encontrar, por ejemplo, a Brahms o a Mahler), su infancia
transcurrió con una normalidad aparente rodeado de numerosos hermanos, algunos
de ellos artistas brillantes víctimas del exigente pragmatismo paterno (dos se
suicidaron entonces y otro lo haría con posterioridad), desarrollando
principalmente habilidades prácticas e intereses técnicos mientras se gestaba
también la rigurosa preocupación moral que le acompañaría toda la vida,
alimentada en los inicios por la metafísica de Schopenhauer, la crítica
cultural de Otto Weininger y Karl Kraus, y las reflexiones religiosas de
Tolstoi.
Tras permanecer
dos años estudiando ingeniería mecánica en Berlín, donde se gestaron sus
incipientes reflexiones filosóficas, se trasladó a Manchester para proseguir
sus estudios de Aeronáutica, que desembocaron en un creciente interés por los
fundamentos lógicos de las matemáticas puras, punto de partida junto a sus
preocupaciones vitales de una irreprimible obsesión por los problemas
filosóficos. Visita a Frege en Jena y éste le recomienda que se traslade a
Cambridge para estudiar con Russell (toma contacto así con los máximos
representantes de la época en la investigación lógico-aritmética), con el cual
le unirá una relación estrecha, aunque tensa, pues al autor de los Principia
Mathematica no se le escapa la captación del carácter genial de su
joven discípulo, por otra parte muy diferente de él: «(…) quizá el más perfecto
ejemplo que he conocido jamás de un genio tal como se concibe tradicionalmente,
apasionado, profundo, intenso y dominante (…) Su disposición es la de un
artista, intuitiva y temperamental. Dice que cada mañana comienza su trabajo
con esperanza, y que cada tarde lo acaba con desesperación (…) dijo que son muy
pocos los que no pierden el alma. Dijo que todo dependía de tener una gran meta
en la vida a la que ser fiel. Dijo que creía que dependía más del sufrimiento y
de la capacidad de soportarlo. Me quedé sorprendido: no era lo que yo esperaba
de él» (palabras recogidas de las cartas de Russell a su amante Lady Ottoline
Morrell).
En efecto: no
se esperaba de él eso, su capacidad para entregarse a algo más que las
reflexiones intensas en torno a la naturaleza de la lógica, el significado de
las constantes lógicas o la constitución última de las proposiciones, dedicando
su genio también a la dilucidación de la experiencia vital, a la convicción de
que se debe tender a una conducta que nos haga mejores y, en suma, a la
indagación ética de la angustia existencial y el consiguiente tratamiento de la
cuestión del sentido de la vida. Russell, por supuesto, no entendía esa otra
vía, y hemos de pensar que tampoco la otra, cosa que le honraba pues reconocía
sin la menor reticencia la superioridad intelectual de Wittgenstein en el campo
de la lógica, respecto a la cual una ligera muestra es su crítica a uno de los
grandes logros russellianos, la teoría de los tipos.
Estando inmerso
en esa lucha, digamos a dos bandas, es cuando aquel joven austríaco acaudalado,
exigente, atormentado, brillante, quisquilloso hasta la neurosis, admirado ya
entonces (fue elegido miembro del selecto club de estudiantes de Los Apóstoles)
y poseedor de una escandalosa inteligencia, comienza a desarrollar la idea de
un ambicioso proyecto filosófico que tratándose de él se intuía perfecto y
definitivo (¿cómo sería posible dedicarse a él si no fuera a resultar así?).
Para llevarlo a cabo decide trasladarse durante un período largo de tiempo a un
remoto pueblo de Noruega (Skjolden), lejos de la sociedad superficial, libre de
expectativas y obligaciones que no eran las suyas. El día 8 de octubre de 1913
se despide de su amigo David Pinsent y parte, pues, en busca de «nuevos
movimientos en el pensamiento», preso de «una mente en llamas». Desde allí
mantiene correspondencia epistolar con Russell –al que en parte informa sobre
sus descubrimientos: la filosofía consta de lógica y metafísica siendo aquélla
la base de ésta; la filosofía requiere una previa desconfianza hacia la
gramática; las proposiciones lógicas muestran las propiedades del pensamiento,
del lenguaje y del mundo, pero no dicen nada, …–, y requiere asimismo la visita
del profesor G.E. Moore, otro de sus prestigiosos admiradores y con el que
mantenía una cortés amistad (y por supuesto tirante por ser intelectualmente
distante), para dictarle lo que se conoce por Notas sobre Lógica,
que para servir como tesis de licenciatura tendrían que ajustarse fielmente a
toda la parafernalia de los requerimientos académicos –prefacio, fuentes,
etc.–, según el tutor de Wittgenstein en el Trinity College. La respuesta
de Ludwig no tiene desperdicio: «Si yo no merezco que hagan una excepción
conmigo aunque sea en algunos ESTÚPIDOS detalles, entonces es mejor que me vaya
al INFIERNO directamente; y si lo merezco y no hacéis esa excepción, entonces –por
Dios– id vosotros al infierno». No olvidemos que nuestro protagonista era así,
un filósofo puro, medular, no un profesional: la filosofía constituía su
vida, no su ocupación ni mucho menos una pose o un mero divertimento.
Huyendo de la
temporada turística se dirigió a Viena para pasar el verano con su familia,
rumiando pensamientos, sufriendo, viviendo. Allí le coge el estallido de
la Primera Guerra Mundial y se alista como voluntario en las filas del ejército
austríaco, no por un trivial patriotismo, sino en el fondo para jugarse la
vida, «para asumir la realización de una tarea difícil y hacer algo diferente
del trabajo puramente intelectual», para «convertirse en una persona distinta»
(en palabras de su hermana Hermine); en suma, para no perder el alma, por
«deber hacia sí mismo». Su guerra, pues, era otra, y aparecerá reflejada en una
serie de diarios que serán su mejor testimonio, llenos de análisis lógicos y
filosóficos y de anotaciones personales escritas en clave, origen de una de las
grandes polémicas originadas al hilo de su exégesis: la absurda sorpresa
provocada por el conocimiento de sus impulsos ascético-religiosos y de su
sensualidad onanista y de cariz homosexual. Esos escritos son un monumento de
humanidad, plagados de grandeza existencial e intelectual. Rodeado por el
peligro de muerte inminente (requirió puestos de riesgo real, en primera línea,
dando muestras de valor y sangre fría excepcionales, y necesarios, porque lo
guiaba algo parecido a un impulso absoluto), cercado por la grosería vulgar del
resto de soldados, sometido a la obsesión por la lógica, acosado por su
supuesta indecencia, Wittgenstein se entregaba a la vez a un destino de
inexorable excepcionalidad: «Voy rumbo a un gran descubrimiento. ¿Pero
llegaré?»; «Trabajo a diario y con gran confianza. Una y otra vez me repito
interiormente las palabras de Tolstoi: El hombre es impotente en la carne, pero
libre gracias al espíritu. ¡Ojalá que el espíritu esté en mí! (…) No tengo
miedo a que me maten de un tiro, pero sí a no cumplir correctamente mi deber.
¡Qué Dios me dé fuerzas! Amén. Amén. Amén.»1 Algo nada acorde, desde luego, con el pensamiento débil de los
tiempos que corren o con la concepción light de la vida hoy tan en boga. Pero
recordemos que no era institucionalmente cristiano ni superficialmente
religioso, y que su Dios, como su batalla, era igualmente distinto del
habitual, de modo que creer en Dios equivaldría más bien a comprender el
sentido de la vida.
El resultado de
todo ello será el celebérrimo Tractatus Logico-Philosophicus, un
libro de una extensión mínima (no llega a las ochenta páginas) pero con un
contenido filosóficamente descomunal. Estructurado en tomo a siete
proposiciones centrales, formado por afirmaciones breves y sentenciosas
ordenadas decimalmente, va derivando de lo estrictamente técnico-lógico a lo
profundamente ético. Es más, el Tractatus es a la vez un libro
de lógica y, sobre todo, un libro de ética; un libro en el que lo más
importante no está dicho sino mostrado: «Lo inexpresable, ciertamente, existe.
Se muestra, es lo más místico. «Algo insusceptible de ser investigado
científicamente, es decir, lingüísticamente, algo sólo accesible desde la
experiencia interior, algo más allá de las posibilidades de representación
sígnica, que queda en esa obra igualmente dilucidada por medio de la teoría
figurativa (o pictórica) de la proposición –ésta no es sino una especie de
retrato de la realidad conseguible porque pensamiento, lenguaje y mundo
comparten una estructura común, la forma lógica, siendo por lo tanto la lógica
al igual que la ética una realidad trascendental–.
Curiosamente su
publicación resultó dificultosa, incluso con el apoyo de una introducción de
Russell (de la que quedó radicalmente descontento, pues indicaba que en el fondo
no había comprendido nada). En 1921 se publicó el original alemán (en una pobre
edición) y en 1922, la primera versión inglesa. El manuscrito le fue enviado a
Russell desde el campo de concentración italiano de Cassino (tras el armisticio
permaneció recluido en el campo de Como, desde octubre de 1919 hasta enero de
1919, permaneciendo en aquél hasta el 21 de agosto, fecha de su liberación),
con la convicción por parte de Wittgenstein de la dificultad de su aceptación,
pero paralelamente con el convencimiento de haber acertado con la solución
definitiva de los problemas filosóficos: «La verdad de los pensamientos aquí
comunicados me parece (…) intocable y definitiva. Soy, pues, de la opinión de
haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas» (palabras del
prólogo, que comienza necesariamente con una advertencia: «Posiblemente sólo
entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los
pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos»).
¿Y qué podría
hacer después de su conquista? ¿Qué posibilidad de acción le quedaba a alguien
que había descubierto toda la verdad, la expresable y la inexpresable? ¿Qué
salida tenía quien había escrito: «aun cuando todas las posibles cuestiones
científicas hayan recibido respuestas, nuestros problemas vitales aún no se han
rozado en lo más mínimo? Por supuesto que entonces ya no queda pregunta alguna;
¿y esto es precisamente la respuesta»? ¿O que: «todo acerca de lo cual muchos
aún parlotean hoy en día lo he definido en mi libro guardando silencio»? Pues
nada más que lo que hizo: alejarse de la filosofía y de la creación
intelectual, dedicándose a la enseñanza en colegios rurales de la Austria
profunda, desde 1920 hasta 1926, no sin renunciar antes de manera completa a la
inmensa herencia económica que le correspondía como parte de la fortuna paterna
(¿es comprensible en términos actuales un suicidio financiero de tal calibre?,
¿puede alguien que no haya entendido el Tractatus entender
eso?
Fue simplemente
coherente con su descubrimiento, pero ello no le evitó el sufrimiento. Tuvo que
enfrentarse a la mezquindad y a la vulgaridad de ambientes rurales que se
hallaban lejos de su idealista visión previa, tan tolstoiana y romántica, y
experimentar en su propia carne, además, las contradicciones más inherentes a
la condición humana (sus modos educativos no estaban exentos de ciertas
incorrecciones y brusquedades, que motivaron más de un conflicto y que
influyeron en parte en su decisión de abandonar la enseñanza primaria), y las
llamadas no menos inevitables del deseo.
Mientras, se
comenzaba a extender la fascinación por el Tractatus y,
consiguientemente, la incomprensión parcial del mismo. En Viena llegó a ser
casi el estandarte del positivismo lógico generado en torno a Schlick, Carnap,
Waismann y demás miembros del Círculo de Viena que defendía una actitud
abiertamente cientificista frente a los desmanes de la especulación metafísica.
Se les escapaba el lado oculto del Tractatus, como ajustadamente
advirtió Engelmann: «Toda una generación de discípulos pudo tomar a
Wittgenstein como un positivista porque tiene algo en común con los
positivistas de enorme importancia; traza la línea entre aquello de lo que
podemos hablar y aquello sobre lo que debemos guardar silencio. El positivismo
sostiene –y ésta es su esencia– que aquello de lo que podemos hablar es todo lo
que importa en la vida. Mientras que Wittgenstein cree apasionadamente que todo
lo que realmente importa en la vida humana es precisamente aquello sobre lo
que, desde su punto de vista debemos callar.»
Después de
trabajar algún tiempo como jardinero en un convento, Wittgenstein volvió a la
vida en sociedad, entregado junto a Paul Engelmann al ejercicio apasionado de
la arquitectura (diseñó para su hermana Gretl una casa en Viena de una belleza
que podríamos denominar Tractatusiana, severa, racional, proporcionada,
fríamente bella) y a un más o menos frecuente trato social (fue entonces cuando
se enamoró de Marguerite Respinger, la única mujer con la que eso ocurrió, que
se sepa). Fue entonces cuando se gestó su retorno a la filosofía, a raíz de los
encuentros celebrados con los miembros del Círculo, sobre todo con Schlick, al
que respetaba intelectualmente, aunque sus discrepancias en relación a los
planteamientos positivistas eran evidentes. Estaba, pues, a punto de nacer el
segundo Wittgenstein (distinto al primero, pero de ningún modo superior, e
incluso para muchos no radicalmente distinto), momento que se hace coincidir
con la asistencia en marzo de 1928 a una conferencia pronunciada en Viena por
el matemático Brouwer.
Incitado por
Ramsey (el primer reseñista del Tractatus) y por los contactos con
Keynes, regresa a Cambridge para reiniciar el trabajo filosófico. «Bueno, Dios
ha llegado», escribiría Keynes cuando se produjo su vuelta.
Con ello
comenzó también la segunda parte de su leyenda, primero como becario, después
como profesor (presentó el Tractatus como aval para obtener el
título de Doctor en Filosofía dirigiéndose a sus examinadores –que no fueron
otros que Moore y Russell– con el mayor realismo: «No os preocupéis, sé que
jamás lo entenderéis.») y finalmente como catedrático (ocupó el puesto de
Moore). Sus clases eran todo un espectáculo de fuerza intelectual, tensión
vital y entrega, llevadas a cabo en sus propias habitaciones y centradas en los
más diversos aspectos del análisis filosófico: filosofía del lenguaje ordinario
(atrás quedaría el lenguaje exclusivamente representacional o pictórico),
filosofía de las matemáticas, filosofía de la psicología, filosofía de la
religión y estética. Tiempo de trabajo intermitentemente intenso, incansable;
tiempo de desasosiego y descontento; tiempo de amor (tras la muerte en la
guerra de David Pinsent, Skinner y después Ben Richards); tiempo de desprecio
hacia la filosofía profesional (a sus alumnos más brillantes les recomendaba
que se dedicaran a cosas más convenientes, como la medicina o trabajos
corrientes); tiempo, en suma, de ecos: los ecos del silencio que otrora
vislumbrara. Atrás quedaría una obra inconclusa (póstumamente publicada:
“Investigaciones Filosóficas») estructurada alrededor de las nociones centrales
de uso lingüístico, juegos de lenguaje y formas de vida (toda
construcción intelectual está justificada por ella misma, siempre que sea fiel
a su gramática oculta, siendo la filosofía una tarea de clarificación que no
tiene fin ni un punto de referencia absoluto), además de una serie de textos
elaborados sobre la base de los apuntes de clase de algunos de sus alumnos y de
sus cuadernos de trabajo; atrás quedaría su inquietud religiosa (nunca le
abandonó); atrás quedaría su carácter rígido y exigente, su amor por la música,
su dolor moral, su insatisfecha soledad, su contenida vocación de absoluto.
Murió el 29 de abril de 1951 (poseyendo la nacionalidad inglesa, careciendo de
domicilio, habiendo renunciado a su cátedra, pensando, luchando con los
problemas filosóficas, siendo trágicamente grande, sufriendo, levantándose) en
la casa de su médico (después de soportar con entereza los estragos de un
cáncer de próstata) dirigiendo a la mujer de éste sus últimas palabras:
«Dígales que mi vida fue maravillosa».
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