El genocidio en Gaza desvía la mirada, ocultando el crimen
del colonialismo en Cisjordania. Si Israel es culpable, Occidente es cómplice.
Los colonos, el lobby y la Casa Blanca: el triple
candado de la cuestión palestina
El Viejo Topo
25 abril, 2024
Durante una visita a Israel del ministro alemán de Asuntos Exteriores, el primer ministro Benjamin Netanyahu desautorizó las demandas palestinas de liberar los territorios ocupados porque “Judea y Samaria no pueden ser Judenrein” (Reuters, 09/07/2009). A la vista de la historia reciente hay motivos para aplicar el léxico de la limpieza étnica en sentido contrario. Según datos del Peace Research Institute Oslo (PRIO) el número de colonos se ha doblado entre 2002 y 2023, alcanzando la cifra de 700.000, distribuidos en 262 asentamientos (ver mapa, https://blogs.prio.org/2023/12/illusions-and-peace-plans-in-the-middle-east/). Si Ariel Sharon reconoció al embajador norteamericano Sol Linowitz en 1980 que “el mapa existente en la práctica no permite ya ni permitirá en el futuro ningún compromiso territorial”, ahora aquellas palabras resultan inapelables; especialmente por una intrincada red de carreteras privativas que fracciona el territorio en bastustanes discontinuos.
En este
sentido, Cisjordania, que es la denominación internacional ─el lenguaje no es
inocente─, viaja más hacia la condición de Palästinenser-rein que
de Judenrein. Y si hay algo parecido a los guetos en la región, sus
inquilinos no son judíos. Sabiendo que hace cincuenta años una abrumadora
mayoría de la población israelí era favorable a la devolución de los
territorios, hay que preguntarse por los motivos de la mutación. Son
fundamentalmente dos, estrechamente relacionados. En primer lugar el
protagonismo de los colonos, que comenzaron a instalarse con los gobiernos
laboristas hasta constituir lo que Gershom Gorenberg denomina “el imperio
accidental”, un imperio creado por iniciativa de, en los términos de Akiva
Eldar e Idith Zertal, Los amos de la tierra (2009). El proceso
por el que una minoría radical, a medio camino entre la Biblia y los axiomas
irredentistas del sionismo con su devoción a la sangre y el suelo (y la
negación de la existencia del pueblo palestino, como en la célebre declaración
de la abuela Golda Meir), ha devenido hegemónica merece ser
estudiado. En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, la
derechización y extremización de la sociedad israelí preludiando la oleada
nacionalpopulista que recorre el mundo. Si se quisiera buscar un indicador de
ese basculamiento bastaría observar la representatividad de la izquierda en un
país construido por émulos del socialismo. El paso de la ética ascética
del kibutz a la lógica neoliberal de la start-up
nation y la intolerancia teocrática es correlativo. El cuadro de Los
amos de la tierra combina tonos oscuros: ambición, terquedad
política, especulación inmobiliaria, demagogia, religiosidad prostituida y
sentimiento de impunidad.
Pese a la
erosión de las cuadernas democráticas y la deriva etnocrática que representa la
ley que reconoce a Israel como Estado judío, excluyendo a la población árabe de
nacionalidad israelí y otras minorías, pese a Sabra y Chatila, las detenciones
administrativas, las humillaciones de los checks points, la
masacre de Hebrón, el muro y un largo etcétera, el aparato de relaciones
públicas siguen marcando la tarjeta de visita con el título de la única
democracia de Oriente Próximo. Pero ese aparato no hubiera sido capaz de
mantener esta imagen pública sin la colaboración de Estados Unidos, con
independencia del color del gobierno. En este punto, el apoyo incondicional a
Israel, Trump no se separa de la línea de sus antecesores. El gasto de la ayuda
militar norteamericana ha crecido en paralelo a la cifra de colonos y se ha
multiplicado al compás de las numerosas operaciones emprendidas por el ejército
israelí.
En esa línea
llama la atención la simultaneidad de cuatro procesos: el apoyo externo
incondicional a Israel mediante medidas como el veto a las resoluciones de
condena de Naciones Unidas y el aliento para no cumplir las resoluciones 242 y
348, la contribución al sustento de la imagen de país democrático, el apoyo implícito
a la ocupación y la obliteración de la cuestión palestina. Ello en parte
mediante un supuesto hiperactivismo diplomático que el politólogo Ian Lustick
llama “la industria del proceso de paz” y que básicamente estaba dirigido a
presentar a EE UU como un valedor de los valores nobles tras los desastres de
Vietnam y el Watergate. Efectivamente, el repertorio de acuerdos, propuestas,
hojas de ruta, memorandos, negociaciones y afines es digno de atención. Tanto
como la insignificancia de este hiperactivismo para las mejoras de la condición
de la población palestina, que, a diferencia de su protegido, nunca ha gozado
del aval del “derecho a defenderse”; lo cual no significa convalidar los
crímenes de guerra cometidos en la operación Diluvio de Al-Aqsa, que merecen
una condena rotunda.
Cabe decir que
entre las dos América, la chica y la grande, hay una relación simbiótica:
Israel se ve asegurado como primera potencia regional tanto en su poder duro
como blando por el apoyo norteamericano, mientras que EEUU se sirvió de Israel
a fines estratégicos durante la Guerra Fría y lo hace hoy en su enfrentamiento
con Irán, y también por razones emocionales: la romantización del
ciudadano-soldado inducida por la novela y la película Éxodo permitieron
aliviar en la autoestima los traumas de Vietnam y los malestares internos
vehiculados por la corriente contracultural.
Pero en
ocasiones la condescendencia norteamericana con las reivindicaciones
maximalistas y anexionistas obedece a razones internas. En una entrada de
su Diario (24/04/1979) alude Carter a su necesidad “de
protección política respecto de la comunidad judía”; la comunidad ha crecido
tan notablemente en poder desde entonces que ha cobrado carta de naturaleza el
sintagma ‘el lobby israelí’. La ‘haredización’ (deriva fundamentalista) de la
comunidad judía norteamericana desde finales de siglo pasado ha encontrado su
sustento en tres colectivos, los cristianos evangélicos, los neoconservadores y
el American Israel Public Affairs Committee. Estos colectivos aseguran un flujo
continuo de visitas en las dos direcciones y representan sustancialmente las
posiciones de la franja extrema de la sociedad israelí que hoy sostiene al
gobierno de Netanyahu, el más extremista de los 75 años de historia del país.
Estos colectivos (con diversos matices que no pueden ser atendidos en la escala
de esta tribuna) han conseguido hacer de Israel una marca de prestigio, con
réditos para los pro y coste para los críticos. Un coste que a veces adopta
formas de censura que preludian lo que sería la cultura de la cancelación y de
la que es un ejemplo extremo, en Israel, el asesinato de Isaac Rabin por un
devoto de Meir Kahane, Yigal Amir, convertido en héroe de los extremistas
ultraortodoxos.
Estos tres
elementos: la primacía del programa de los colonos que cabría inscribir
siguiendo las coordenadas léxicas de Netanyahu en la categoría de Settlersraum,
el apoyo irrestricto de EE UU y el protagonismo en la política interior e
internacional del lobby israelí no dejan resquicios de luz para la cuestión
palestina, son tres aldabas juntas. Bien entendido que esto no significa negar
la existencia de pulsiones antisemitas, de la que da cuenta la
multiplicación de esvásticas y estrellas de David.
En el propio
Israel parecería que la guerra es la razón de ser, literalmente, la razón de
estar de su Primer ministro para eludir el coste de la corrupción, y,
simbólicamente, la justificación ideológica de un programa autocrático basado
en la ocupación y la militarización. La ocupación ha sido determinante para la
corrupción de la democracia. Lo han denunciado voces críticas valientes tanto
en Israel como entre la comunidad judía norteamericana; conviene no olvidar
esto para no incurrir en la homogeneización patrimonializadora y esencialista
de los líderes nacionalistas. La mirada sociológica explica que las cosas no
siempre fueron así y rastrea las líneas de los cambios. No siempre fueron así
porque el abanico ideológico de la sociedad israelí comprendía no hace tanto
otros registros. En su último libro, ¿Dos pueblos para un Estado?
(2024), Shlomo Sand señala varios hitos del sionismo partidario de los dos
estados: Ahad Ha’am que propugna “un espacio común para pueblos diferentes”,
Hans Kohn miembro del grupo Brit Shalom (Alianza por la Paz), al que sucede
Ihoud (Unión), presidido por Judan Leon Magnes y Martin Buber, por citar
algunos. Pero la euforia de la guerra de los Seis Días altera el estado de
cosas, de modo que la defensa de la ocupación por los gobiernos sucesivos con
el apoyo de EE UU ha abonado el terreno para los partidarios de la
colonización.
Escribió el
disidente yugoslavo Milovan Djilas que nadie puede arrebatar la libertad a
otros sin perder la suya. Jean Daniel ha señalado que a fuerza de oprimir a los
palestinos Israel se ha convertido en una prisión para los propios judíos y
Sylvain Cypel que son ellos los encerrados por los muros. No terminan ahí los
males: dada la ubicación de la región en las nervaduras de la geopolítica, el
impacto de las dinámicas autoritarias y supremacistas de Israel tiene un
potencial destructivo de dimensiones imprevisibles. La chulería con la que su
Primer ministro ha toreado las recomendaciones respecto a las tensiones con
Irán no desautoriza el hilo narrativo de este escrito.
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