La
violencia y la guerra siempre han acompañado a toda civilización. Esa es una
verdad incuestionable, mal que nos pese. Einstein y Freud discutieron sobre
ello, pero como era de esperar dada la talla de esos gigantes del pensamiento,
el asunto no era tan simple.
Por un pacifismo desencantado
El Viejo Topo
5 marzo, 2023
«¿Por qué nos indignamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros, por qué no la tomamos como una de las muchas calamidades dolorosas de la vida? La guerra parece estar de acuerdo con la naturaleza, plenamente justificada biológicamente, en la práctica muy poco evitable […] mientras haya Estados y naciones dispuestos a aniquilar sin piedad a otros Estados y naciones, están obligados a prepararse para la guerra…».
Estos son
algunos de los pasajes más interesantes de la respuesta de Freud a una carta
que le envió Einstein en 1932, cuando las secuelas de la Primera Guerra Mundial
no se habían extinguido en absoluto y ya centelleaban los primeros vagos
presagios de lo que sería la Segunda Guerra Mundial.
Por iniciativa
del círculo Maggio Filosofico, activo en el área de Bolonia desde hace más de
veinte años, este intercambio de cartas, justificadamente famoso, ha sido
tomado como punto de partida para una o varias conferencias sobre el fenómeno
de la guerra desde la perspectiva de la filosofía, la psicología y las
humanidades, a la luz de lo que está ocurriendo con la guerra en Ucrania. Al
dar noticia de ello, abogo también por la causa de tales debates en un plano
problemático más intenso que el de las noticias y sus comentarios más o menos
informados, convencido de que es la única manera de estimular la inteligencia
del enorme e irreversible alcance epocal de lo que está sucediendo en esta
guerra y con la implicación directa de Italia y Europa en ella.
A continuación
se exponen algunas especulaciones al respecto.
I
Volviendo a los
pasajes que acabamos de citar de la respuesta de Freud, ¿dónde reside entonces
su interés particular? Radica en cuestionar el planteamiento pacifista
intuitivo que presuponía Einstein y que el propio Freud acaba haciendo suyo,
pero tras una elaboración nada sorprendente de sus supuestos.
El esquema de
razonamiento se basa en una serie de postulados, entre ellos los dos
siguientes: si, por un lado, hay que admitir que la humanidad está sometida
a un proceso de civilización, por otro lado, sin embargo, también hay
que reconocer que esa misma humanidad también está poseída por un proceso opuesto que
se manifiesta en incomodidad con cualquier civilización. De
ello se desprende que si el primer tipo de proceso hace aparecer el recurso a
la violencia y a la guerra como una regresión a la barbarie, el segundo, en
cambio, nos hace darnos cuenta de hasta qué punto esta regresión es siempre
posible o, más exactamente aún, de hasta qué punto (como podemos leer en todos
los manuales de historia) la violencia y las guerras nunca han dejado de
acompañar a toda civilización.
En las palabras
de Freud podemos detectar una cierta vacilación entre una actitud más bien
resignada frente a la fatalidad recurrente de la guerra y la esperanza de que
siga abierta una posibilidad de romper esta fatalidad. También menciona a los
bolcheviques y su convicción de que tarde o temprano podrían poner fin a todas
las guerras y hacer triunfar la paz (como lo habían logrado en el frente
oriental de la Gran Guerra mediante los tratados de Brest-Litovsk en marzo de
1918), pero en un tono decididamente polémico subraya la paradoja de que tal
perspectiva sólo fuera posible tras una serie interminable de «espantosas
guerras civiles».
En resumen,
puede decirse que la tesis sostenida por el padre del psicoanálisis respecto al
pacifismo es doble: en un sentido, sostiene que el pacifismo lejos de ser la
opción más cierta y clara, surgiendo normalmente, espontáneamente de la bondad
humana innata, sólo se da como una eliminación hipócrita y moralista de la
fatalidad de las guerras, que siempre han ocurrido desde que la humanidad misma
existe; En otro sentido, sin embargo, sostiene también que esa fatalidad no es
una necesidad absoluta, como tampoco lo es la «regresión a la barbarie» frente
al «progreso de la civilización», de modo que ambas, barbarie y guerra, pueden
ser siempre opuestas y superadas en nombre de la civilización y del pacifismo,
que aquí parece oportuno calificar de desencantado.
He aquí, pues,
una valiosa indicación de un enfoque que aún hoy puede apreciarse.
Especialmente ante el caso ucraniano, en el que atiborrar de armas y dinero al
gobierno de Zelenskj en respuesta a la agresión rusa no hace sino confirmar y
revivir sin cesar la fatalidad de la recurrencia de las guerras, mientras que
la búsqueda de la paz, aunque en modo alguno obvia ni fácil, debe sin embargo
perseguirse tenazmente. Por tanto, el imperativo del pacifismo desencantado
podría sonar así: esforzarse por hacer posible una paz imposible.
II
Pero hay más en
la respuesta de Freud a Einstein. Merece especial atención el otro par de
opuestos que recoge y que constituye uno de los principales resultados
reivindicados de su investigación sobre la psique. Se trata de los dos tipos de
«pulsiones» a los que Freud, al concluir su obra, tiende a atribuir todos los
comportamientos humanos. Notoriamente en el origen de este par está la
referencia a las dos figuras míticas del pensamiento griego antiguo, Eros y Tánatos,
que se han convertido en cruciales para el pensamiento de Freud
desde Más allá del principio del placer en 1920.
Independientemente
de la gigantesca montaña de cuestiones que aquí se relacionan, hagamos sólo una
pregunta. Cómo concibe Freud la conexión entre, por un
lado, la pulsión de amor y la pulsión de muerte, y,
por otro, el ya comentado «proceso de civilización» y la «regresión
a la barbarie». Se trata, evidentemente, de una relación especialmente
estrecha y directa. Tan estrecha y directa que la pulsión de muerte, como deseo
individual más o menos inconsciente de «volver a lo inorgánico» (¡sic!),
se considera la principal energía motriz de los fenómenos colectivos de
regresión a la barbarie, mientras que la pulsión de amor, al ser para cada
individuo una fuente de vida nueva y de unión con el resto de la humanidad, es
el motor del proceso de civilización. Simplificando brutalmente, podemos
aventurar una proporción: la muerte representaría la barbarie y, por
tanto, la guerra, mientras que el amor representaría la civilización y, por
tanto, la paz.
¿Todo claro?
¿Satisfactorio? ¿Intuitivo? De hecho, una vez que admitimos que en la cabeza de
cada individuo se aloja algo así como un instinto de muerte, ¿cómo no ver que
es precisamente de ahí de donde puede surgir el impulso de hacer daño o incluso
de destruirse a uno mismo y a los demás? ¿Y no es esto precisamente lo que
ocurre regularmente cuando se está en guerra? Al contrario, al contrario: una
vez admitido que cualquiera puede amarse a sí mismo y a los demás, ¿no es a
partir de este amor que comprendemos por qué la humanidad puede progresar y
mejorar?
III
Y es que en tal
discurso, a pesar de toda su evidencia, hay algo fundamental que, aunque
nombrado, queda sólo insinuado y no recogido en toda su amplitud al hacer
de la guerra una dimensión que poco o nada tiene que ver con cualquier
otra forma de violencia que implique a los individuos y sus pasiones. Se
trata evidentemente de la figura del Estado. Ese Estado que
allí donde ejerce su soberanía detenta el monopolio de la violencia legalmente
legitimada y gestionada por cuerpos, como ejércitos y policías,
especializados para ello.
Es cierto que
las pasiones humanas también actúan en esta dimensión de la violencia pública,
pero hay que señalar hasta qué punto en este caso esas pasiones están disciplinadas,
regimentadas y despersonalizadas como nunca antes. Baste pensar en la
ética militar que, más allá de todas las versiones edulcoradas que se dan para
suavizar su imagen, impone la obediencia absoluta a las autoridades de mando:
hasta el punto de prever como máximo honor para el soldado el dejarse
matar para matar, o, dicho más delicadamente, el sacrificio de la vida
en el cumplimiento de su deber de eliminar el mayor número posible de enemigos.
¡Un triunfo, sin embargo, de la pulsión de muerte! – se podría observar,
confirmando la teoría freudiana. Pero esto no es exacto. Sí, porque, si en la
dimensión individual e interindividual, objeto primario de toda psicología, hay
que contemplar siempre la pasión amorosa como límite y contrapunto de la
pulsión de muerte, esto no se aplica a los ejércitos y a la policía. La lealtad
a la patria y al arma que se les prescribe, y que también se describe como
amor, no admite ninguna dinámica inestable inherente a este sentimiento, sino
que está fijada por el Estado como un imperativo disciplinario irrenunciable.
Por lo tanto, hay que admitir sin reservas: que la fascinante e intrigante dialéctica
de Eros y Tanathos, tan esclarecedora para analizar casos individuales, no
tiene asidero en cuestiones colectivas, donde todas las escenas están
abarrotadas de «cosas» masivas como el Estado, la guerra y la política.
Son todas ellas
conjeturas que merecerían sin duda un desarrollo mucho más extenso, pero que
bastan para concluir que en la guerra, como en la política, cualquier enfoque
psicológico no puede pretender extender los mismos criterios analíticos
utilizados con mayor o menor eficacia, pero sin duda con mayor pertinencia,
para los problemas individuales o interindividuales. Al pretender reducir e
incluir en este tipo de problemática la cuestión de la guerra, Freud no hace
más que demostrar su adhesión personal a una ideología política bien conocida
de su época, la ideología liberal.
De hecho, el
liberalismo de principios del siglo XX representaba sobre todo la visión de la
potencia imperialista dominante, aquella Gran Bretaña donde el ascenso de la
burguesía industrial y financiera no había roto del todo con las tradiciones
nobiliarias y feudales (como de hecho ha ocurrido hoy), a diferencia de nuestra
época en la que el rasgo predominante del capitalismo mundial es ese
neoliberalismo de impronta más bien estadounidense inclinado a la exaltación descarada
de la democracia.
Sin embargo, un
rasgo característico persistente de esta tradición ideológica sigue siendo la
suposición de que la humanidad daría lo mejor de sí a través del individuo y de
sus relaciones con sus semejantes, mientras que a la dimensión colectiva, a las
masas anónimas, a las poblaciones como tales, nunca se les reconocería ningún
contenido positivo. Si Freud tiende a reducir la dimensión colectiva a las
relaciones de identificación de las masas con el individuo
jefe, si en definitiva trivializa todo lo que ocurre entre las multitudes o
gracias a ellas, es porque quiere tratar problemas ajenos a su propia
investigación, y por ello recurre a la ideología liberal mundialmente en auge,
a la que no añade ninguna variante significativa.
IV
La pregunta,
por tanto, sigue abierta: ¿dónde buscar un planteamiento problemático capaz de
enfrentarse analítica y provechosamente a «cosas» intrínsecamente colectivas e
impersonales como los Estados, la política y, por tanto, las guerras? Una
pregunta cuya respuesta sería preliminar para comprender cómo activar ese
«pacifismo desencantado» del que Freud sigue siendo en cualquier caso un
valioso consejero.
Ahora bien,
huelga decir que la alternativa al liberalismo, es decir, a la teoría más
moderna del protagonismo del individuo en los asuntos humanos, era la teoría
marxista del comunismo. En efecto, esta teoría no se limitó a criticar el
propio liberalismo como ideología burguesa, y por tanto capitalista, por
excelencia, sino que también avanzó otra perspectiva de los destinos humanos:
ya no individualista, sino colectivista, por así decirlo. La perspectiva según
la cual estos destinos están marcados sobre todo por la división de la
humanidad en clases y la lucha entre ellas. La idea acerca de la guerra aquí es
que su «fatalidad», desde que el capitalismo se ha extendido por todo el mundo,
no depende de pasiones destructivas como la pulsión de muerte, por mucho que
puedan ciertamente atormentar a los individuos, sino que depende de la
división de la humanidad entre explotados y explotadores y,
por tanto, de la competencia desenfrenada entre explotadores para acumular
riqueza a expensas de los explotados. Competencia desenfrenada entre
explotadores que en determinadas circunstancias puede condicionar a los Estados
hasta empujarlos a la guerra para hacer prevalecer un ámbito de acumulación
capitalista sobre otros.
Pero si éste
es, aunque en síntesis extrema, el cuadro de las contradicciones objetivas que
comparten los seguidores de Marx al intentar analizar el funcionamiento del
mundo dominado por el capital, el discurso se complica en lo que respecta a las
vías de persecución de la paz que se han intentado en nombre del comunismo. A
este respecto, la observación de Freud ya mencionada aquí sobre la paradoja de
los bolcheviques que pretendían perseguir la posibilidad de una paz universal
como resultado de una serie de «espantosas guerras civiles» no puede
descartarse sin reflexión. En efecto, la convicción de que sólo cabe esperar un
triunfo mundial de la paz tras innumerables revoluciones proletarias y, por
tanto, tras la realización planetaria de una sociedad comunista, tal convicción
ya no puede ser válida en nuestra época. No puede mantenerse como tal al menos
por tres razones.
En primer
lugar, porque el marxismo y el comunismo en todas partes fueron doctrinas
dominantes y estatales hasta alrededor del fatídico 89 del siglo pasado, desde
entonces han sido abandonados o han caído en descrédito o sirven de improbable
tapadera para otros fines (como el «socialismo de mercado» de China).
En segundo
lugar, porque incluso antes del 89, la idea misma de que sólo el advenimiento
del comunismo garantizaría una paz duradera había sido abandonada por la propia
URSS junto con sus partidos y estados «hermanos». De hecho, la convicción
reinante entre todos estos organismos colectivos era que sólo las potencias
capitalistas consideradas en irremediable decadencia, Estados Unidos a la
cabeza, querían y libraban guerras, mientras que los países con un «socialismo
realizado», por tanto aún no propiamente comunistas, la Unión Soviética a la
cabeza, eran ya ellos mismos dispensadores de paz universal.
En tercer
lugar, porque, exactamente al contrario de lo que afirmaban estos países, sus
regímenes más o menos socialistas se adherían a un modelo militarista y
«cuartelista», heredado de la mítica época de los bolcheviques, pero sobre todo
de cómo este modelo había sido reelaborado, endurecido y enfurecido en la época
de Stalin.
Un comunismo
pacifista de palabra, pero belicoso en los hechos, este comunismo de corte
soviético, que no en vano acabó agotado por la guerra afgana de diez años entre
1979 y 1989 (¡precisamente!).
Ha habido
muchas alternativas a esta visión oficial del movimiento comunista
internacional. El maoísmo y el operaísmo italiano, con sus movimientos afines y
variados, deben mencionarse sin duda entre estas alternativas. Pero en
cualquier caso, el destino del comunismo tras el colapso de la URSS ya no
experimentó la «fuerza propulsora» que tenía anteriormente. Así pues, la
tradición marxista no puede retomarse como tal, en nuestro tiempo, a pesar de
ser la más adecuada para abordar fenómenos colectivos como la guerra y, por
tanto, la paz. Para comprender cuánto queda aún por extraer de esta tradición,
como de todas las experiencias derivadas de ella desde mediados del siglo XIX
hasta los años setenta, no bastan los balances históricos y políticos
disponibles. Queda mucho por repensar y volver a intentar. El desencanto
aconsejable a un pacifismo acorde con nuestro tiempo no puede por tanto dejar
de extenderse a éste.
Menos aún, sin
embargo, las burdas extensiones de la teoría de la lucha de clases a las
guerras entre Estados. Como si la guerra estuviera en todo caso justificada
como el único medio al que puede recurrir un Estado agredido
y, por tanto, designarse a sí mismo como víctima de un Estado agresor. Este
razonamiento, empaquetado por los estrategas de la OTAN, y hoy también en boca
de comunistas más o menos ex o arrepentidos, que, sin tener en cuenta toda la
historia anterior a febrero de 2022, se muestran fervientes partidarios de que
la Unión Europea haga también lo imposible para que Ucrania se convierta en un
cenagal bélico en el que se hunda la Rusia de Putin.
Puede sonar
extraño, pero que la guerra no es un medio como cualquier otro
a disposición de la política fue también la tesis del famoso Clausewitz: el
general prusiano, enemigo acérrimo de Napoleón, muy querido incluso por los
marxistas, pero de quien con demasiada frecuencia sólo se recuerda la tan
citada frase «la guerra es la continuación de la política por otros medios».
Otro de sus dichos que habría que recordar hoy sería más bien que la guerra
es en cualquier caso una «bestia indomable»: fácil de
desencadenar, pero luego imposible de domar. También es un dicho similar el que
podría atesorar un pacifismo desencantado.
Fuente: Machina Deriveapprodi.
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