África
está cambiando, y su relación con Occidente también. La fuerte presencia de
China –y últimamente también de Rusia– está modificando el juego y el tablero.
Las potencias colonialistas ven, cada día más, peligrar sus intereses en el
continente. África está cambiando, y su relación con Occidente también.
La fuerte presencia de China –y últimamente también de Rusia– está modificando
el juego y el tablero. Las potencias colonialistas ven, cada día más, peligrar
sus intereses en el continente.
¿África soberana?
El Viejo Topo
21 marzo, 2023
Vijay Prashad y Mikaela Erskog
El mes pasado, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, preguntaron a la primera ministra de Namibia, Saara Kuugongelwa-Amadhila, por la decisión de su país de abstenerse en una resolución de la Asamblea General de la ONU para condenar a Rusia por la guerra en Ucrania. Kuugongelwa-Amadhila, economista que lleva en el cargo desde 2018, no se inmutó. «Estamos promoviendo una resolución pacífica de ese conflicto», dijo, «para que el mundo entero y todos los recursos del mundo puedan centrarse en mejorar las condiciones de las personas en todo el mundo, en lugar de gastarse en adquirir armas, matar personas y, de hecho, crear hostilidades”. El dinero que se invierte en armas, continuó, «podría utilizarse mejor para promover el desarrollo en Ucrania, en África, en Asia, en otros lugares, en la propia Europa, donde mucha gente está pasando penurias».
Esta opinión cuenta con un amplio consenso en todo el continente africano. En
septiembre, el Presidente de la Unión Africana, Macky Sall, se hizo eco del
llamamiento a una solución negociada, señalando que África estaba sufriendo los
efectos de la inflación de los precios de los alimentos y el combustible
provocada por las sanciones, al tiempo que se veía arrastrada al conflicto que
Estados Unidos había provocado con China. «África», dijo, «ya ha sufrido
bastante el peso de la historia… no quiere ser el caldo de cultivo de una nueva
Guerra Fría, sino un polo de estabilidad y oportunidades abierto a todos sus
socios».
La «carga de la historia» y sus emblemas son bien conocidos: incluyen la
devastación causada por la trata de esclavos en el Atlántico, los horrores del
colonialismo, la atrocidad del apartheid y la creación de una crisis permanente
de la deuda a través de estructuras financieras neocoloniales. Al tiempo que enriquecía
a las naciones europeas e impulsaba su avance industrial, el colonialismo
reducía el continente africano a proveedor de materias primas y consumidor de
productos acabados. La relación de intercambio sumió a sus Estados en una
espiral de endeudamiento y dependencia. Los intentos de Kwame Nkrumah en Ghana
o de Thomas Sankara en Burkina Faso de salir de esta situación se saldaron con
golpes de Estado apoyados por Occidente. El desarrollo tecnológico en nombre
del progreso social se hizo imposible. De ahí que, a pesar de la inmensa
riqueza natural y mineral y de la capacidad humana, más de un tercio de la
población africana viva actualmente por debajo del umbral de pobreza: casi
nueve veces la media mundial. A finales de 2022, la deuda externa total del
África subsahariana alcanzaba la cifra récord de 789.000 millones de dólares:
el doble que hace una década, y el 60% del producto interior bruto del
continente.
En el siglo pasado, los principales críticos de esta dinámica colonial fueron
Nkrumah y Walter Rodney; sin embargo, hay pocos estudios contemporáneos que
continúen su legado. Sin ellos, a menudo carecemos de la claridad conceptual
necesaria para analizar la fase actual del neocolonialismo, cuyos conceptos
básicos –«ajuste estructural», «liberalización», «corrupción», «buena
gobernanza»– son impuestos por las instituciones occidentales a las realidades
africanas. Sin embargo, como demuestran las declaraciones de Sall y
Kuugongelwa-Amadhila, las recientes crisis coyunturales –la pandemia de Covid,
la guerra en Ucrania, las crecientes tensiones con China– han puesto de
manifiesto el creciente abismo político entre los Estados occidentales y
africanos. Mientras los primeros se precipitan hacia un conflicto entre grandes
potencias con aterradoras apuestas nucleares, los segundos temen que el
belicismo debilite aún más sus perspectivas de desarrollo.
A medida que las naciones africanas se han ido distanciando de las potencias
atlánticas, muchas se han ido acercando a China. En 2021, 53 países del
continente se habían adherido al Foro de Cooperación China-África (FOCAC),
concebido para mejorar las relaciones comerciales y diplomáticas. En las dos
últimas décadas, el comercio bilateral ha aumentado cada año –de 10.000
millones de dólares en 2000 a 254.300 millones en 2021–, de tal forma que la
República Popular China se ha convertido en el principal socio comercial de la
mayoría de los Estados africanos. En la octava conferencia del FOCAC, China
anunció que importaría productos manufacturados de los países africanos por
valor de 300.000 millones de dólares de aquí a 2025 e incrementaría el comercio
libre de aranceles, eliminando posteriormente los aranceles sobre el 98% de los
productos sujetos a impuestos procedentes de las doce naciones africanas menos
desarrolladas. La secuela del colonialismo significa que el comercio exterior
de África sigue estando fuertemente financiado por la deuda; sus exportaciones
son en su mayoría materias primas sin procesar, mientras que sus importaciones
son en su mayoría productos acabados. Para China, la inversión en África está
motivada por el deseo de reforzar su papel en la cadena mundial de materias
primas y por imperativos políticos, como la necesidad de obtener el apoyo
africano a las posiciones de la política exterior china (sobre Taiwán, por
ejemplo).
Las
instituciones financieras chinas también han desembolsado importantes préstamos
para proyectos de infraestructuras africanos, que se enfrentan a un déficit
anual de más de 100.000 millones de dólares. Los avances de China en
inteligencia artificial, biotecnología, tecnología verde, ferrocarril de alta
velocidad, informática cuántica, robótica y telecomunicaciones resultan atractivos
para los Estados africanos, cuyas nuevas estrategias industriales –como el
desarrollo de la Zona de Libre Comercio Continental Africana (AfCFTA)– dependen
de las transferencias de tecnología. Como escribió en 2008 el ex presidente de
Senegal, Abdoulaye Wade, «el enfoque de China a nuestras necesidades está
sencillamente mejor adaptado que el lento y a veces condescendiente enfoque
poscolonial de los inversores europeos, las organizaciones donantes y las
organizaciones no gubernamentales». Se trata de una opinión muy extendida en
los países que siguen asfixiados por las trampas de la deuda del FMI. Se ha
hecho aún más patente con el reciente declive de la inversión extranjera
directa occidental en el continente.
El estrechamiento de los lazos entre África y China ha provocado la previsible reacción de Washington. El año pasado, Estados Unidos publicó un documento estratégico en el que esbozaba su enfoque del África subsahariana. En contraste con lo que describe como sus propias «inversiones transparentes, basadas en valores y de alto nivel», las inversiones chinas se describen como un intento de «desafiar el orden internacional basado en normas, promover sus propios y estrechos intereses comerciales y geopolíticos, socavar la transparencia y la apertura, y debilitar las relaciones de Estados Unidos con los pueblos y gobiernos africanos». Para contrarrestar estas «actividades perjudiciales», Estados Unidos espera desplazar el terreno de la contienda del comercio y el desarrollo, donde China tiene ventaja, hacia el militarismo y la guerra de la información, donde Estados Unidos sigue reinando con supremacía.
Estados Unidos creó el Mando para África (AFRICOM) en 2007 y, en los quince
años siguientes, construyó 29 bases militares en todo el continente, como parte
de una red que abarca al menos 34 países. Entre los objetivos declarados del
AFRICOM figuran «proteger los intereses estadounidenses» y «mantener la
superioridad sobre los competidores». Pretende mejorar la «interoperabilidad»
entre los ejércitos africanos y las fuerzas de operaciones especiales de
Estados Unidos y la OTAN. La construcción de bases militares y el
establecimiento de oficinas de enlace con los ejércitos africanos ha sido el
principal mecanismo para potenciar la autoridad estadounidense frente a China.
En 2021, el general Stephen Townsend del AFRICOM escribió que Estados Unidos
«ya no puede permitirse subestimar la oportunidad económica y la consecuencia
estratégica que representa África, y que competidores como China y Rusia
reconocen».
Al mismo tiempo, Estados Unidos ha intensificado su campaña de propaganda sobre
el continente. La Ley COMPETES, aprobada por el Senado en marzo de 2022,
destinaba 500 millones de dólares a la Agencia de Medios de Comunicación
Globales de Estados Unidos, como parte de un intento de combatir la
«desinformación» de la República Popular China. Pocos meses después, empezaron
a circular en Zimbabue informes de que la embajada estadounidense había
financiado talleres educativos que animaban a los periodistas a atacar y
criticar las inversiones chinas. La organización local implicada en los
programas está financiada por el Information for Development Trust, que a su
vez está financiado por el National Endowment for Development del gobierno
estadounidense.
Ni que decir tiene que la militarización de África por parte de Occidente
durante la última década no ha hecho nada por su pueblo. Primero fue la
desastrosa guerra de 2011 en Libia, donde la OTAN lideró el impulso para el
cambio de régimen, lo que provocó cientos de víctimas civiles y la destrucción
de infraestructuras clave (incluido el mayor proyecto de irrigación del mundo,
que proporcionaba el 70% de toda el agua dulce de Libia). A raíz de ello, la
región del Sahel experimentó un recrudecimiento de los conflictos, muchos de
ellos impulsados por nuevas formas de actividad de las milicias, la piratería y
el contrabando. Poco después, Francia lanzó intervenciones en Burkina Faso y
Mali, que –en lugar de limpiar el desastre de la guerra occidental en Libia–
sirvieron para desestabilizar aún más el Sahel, permitiendo a los grupos
yihadistas apoderarse de grandes extensiones de tierra. La participación
militar francesa no contribuyó en absoluto a aliviar las condiciones de inseguridad.
De hecho, la clasificación en el Índice Global de Terrorismo empeoró para ambos
países: de 2011 a 2021, Burkina Faso pasó del puesto 113 al 4, mientras que
Malí pasó del 41 al 7. Mientras tanto, Estados Unidos continuó con su
intervención de décadas en Somalia, internacionalizando sus conflictos locales
y fortaleciendo sus facciones extremistas violentas.
La reciente salida de las tropas francesas de algunas zonas del Sahel apenas ha reducido la escala de las operaciones militares occidentales en la región. Estados Unidos mantiene sus principales bases en Níger; ha desarrollado una nueva huella militar en Ghana; y recientemente ha anunciado su intención de mantener una «presencia persistente» en Somalia. Está claro que el plan de la Unión Africana para «silenciar las armas» –su campaña por un África libre de conflictos para 2030– nunca se cumplirá mientras los Estados occidentales continúen con su patrón de intervención sangrienta y las empresas armamentísticas obtengan enormes beneficios de la venta de armas a actores estatales y no estatales. Al dispararse el gasto militar africano entre 2010 y 2020 (un 339% en Malí, un 288% en Níger y un 238% en Burkina Faso), se fue consolidando un círculo vicioso de militarismo y subdesarrollo. Cuanto más dinero se gasta en armas, menos se destina a infraestructuras y desarrollo. Cuanto menos se gasta en desarrollo, más probabilidades hay de que estalle la violencia armada, lo que hace que se reclamen más gastos militares.
Este año, la Unión Africana cumplirá 60 años desde la fundación de su
predecesora, la Organización para la Unidad Africana. Durante la conferencia
inaugural de la OUA en 1963, Nkrumah advirtió a los líderes que, para lograr la
integración económica y la estabilidad, la organización tendría que ser
explícitamente política, motivada por un antiimperialismo claro y coherente.
«La unidad africana», explicó, «es, ante todo, un reino político que sólo puede
conseguirse por medios políticos. El desarrollo social y económico de África
sólo se producirá dentro del reino político, y no al revés». Sin embargo, a
pesar de los esfuerzos de los movimientos de descolonización, los intereses
económicos –principalmente los de las empresas multinacionales occidentales y
sus patrocinadores estatales– acabaron usurpando la política. En el proceso, la
unidad africana se vació, y con ella la soberanía y la dignidad del pueblo africano.
La visión de Nkrumah puede estar lejos de cumplirse en 2023. Su afirmación de
que «ningún Estado africano independiente tiene hoy por sí mismo la posibilidad
de seguir un curso independiente de desarrollo económico» sigue siendo cierta.
A pesar de algunos nobles intentos, como la resolución de 2016 de prohibir las
bases militares extranjeras, la Unión Africana ha sido incapaz hasta ahora de
liberarse de las restricciones neocoloniales. Sin embargo, la negativa del
continente a seguir la línea de la Nueva Guerra Fría –sus llamamientos a las
negociaciones de paz en Ucrania, su reconfiguración de los socios
internacionales– sugiere que es posible un orden mundial diferente: uno en el
que África ya no esté en deuda con el «Occidente unido».
Fuente: New Left Review
Recogido por Carlos Valmaseda para https://slopezarnal.com/miscelanea-10-iii-2023/#more-8193
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