El 2 de julio de 1778 moría en su retiro de Ermenonville J. J. Rousseau,
uno de los grandes pensadores de la Ilustración. Escritor, filósofo, botánico,
naturalista, músico… Para Goethe, con Voltaire termina un mundo, con Rousseau
comienza otro.
Rousseau y su Discurso sobre
la desigualdad
El Viejo Topo / 2 julio, 2022
Otro certamen
patrocinado por la Academia de Dijon, anunciado en 1754, dio a Rousseau la
oportunidad de ampliar sus reflexiones sobre los problemas centrales de la
sociedad y el entendimiento humano que había identificado en su vida y en su
pensamiento. Su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres es considerado como una de las críticas
de la civilización de mayor alcance hechas en tiempos de Rousseau y en nuestro
propio tiempo.
La academia había preguntado si la desigualdad que se da entre los hombres es autorizada por la ley natural, y Rousseau –que aconseja que la cuestión deberían discutirla los esclavos frente a sus amos– aprovechó la invitación para escribir un análisis sobre la naturaleza humana y el desarrollo que concluye con un virulento ataque a la desigualdad reinante. “El más útil y el menos adelantado de todos los conocimientos humanos es, me parece a mí, el conocimiento del hombre” –así arranca el Discurso sobre la desigualdad– “y me atrevo a decir que la inscripción del templo de Delfos contenía por sí sola un precepto más importante y más difícil que los gruesos volúmenes de los moralistas”. Sin embargo, la prescripción del oráculo –“conócete a ti mismo”– es mucho más problemática de lo que los filósofos anteriores habían advertido, según Rousseau, pues la herramienta misma que se utilizaba para producir este conocimiento –la razón– estaba siendo cuestionada. “Pero más cruel aún es que todos los progresos de la especie humana la alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulamos, más nos privamos de los medios de adquirir el más importante de todos; y es que, en cierto sentido, a fuerza de estudiar al hombre nos hemos colocado al margen de la posibilidad de conocerlo”. La razón es antinatural, insiste Rousseau, y el nacimiento de la reflexión nos divorcia de nuestra auténtica naturaleza. Nos vemos a nosotros mismos con los ojos de los demás y de este modo aprendemos a sustituir la realidad por las apariencias, ocultándola de los demás y en última instancia de nosotros mismos.
Maurice Quentin de la Tour (1704-1788). Retrato de Jean-Jacques
Rousseau (1712-1778), dibujo al pastel sobre papel, 1753. Musée Antoine
Lecuyer, Saint-Quentin, Francia
Meditando sobre
su tema, Rousseau se adentraba en un espeso bosque. Literalmente. Abandonando
París en dirección a las arboladas extensiones de Saint Germain, al oeste de la
ciudad, Rousseau cavilaba sobre los orígenes de la difícil situación humana:
“He buscado y encontrado la imagen de los primeros tiempos cuya historia he
orgullosamente trazado; he hecho borrón y cuenta nueva de las más pequeñas
falsedades de los hombres, me he atrevido a desnudar su naturaleza, a seguir el
progreso del tiempo y de las cosas que la han desfigurado, y a comparar al
hombre humano con el hombre natural, para mostrarles la fuente genuina de sus
miserias en su supuesta perfección”. Mediante un cierto tipo de autoanálisis
meditativo, Rousseau utiliza su poder de reflexión para desprenderse de las
capas que ha acumulado por influencia del tiempo y de la sociedad hasta
encontrar la imagen de la naturaleza humana en su interior. Y allí redescubre
al “hombre natural” oculto debajo del “hombre social”.
En el Discurso
sobre la desigualdad, Rousseau presenta la imagen que encontró en el bosque
como una historia hipotética de la humanidad. Empieza con un retrato del hombre
natural como un animal solitario carente de razón y de habla, un ser cuyas
limitadas necesidades pueden ser fácilmente satisfechas sin depender de nadie,
cuya alma está limitada al mero sentimiento de su propia existencia sin
albergar idea alguna del futuro, por inmediato que este sea. Rousseau rodea su
descripción de este estado primordial con un cerco de paradojas pensadas para
convencernos de que esta condición de una humanidad subdesarrollada es
efectivamente posible, si no inevitable dadas sus premisas. Sobre el tema del
desarrollo mutuo del lenguaje y la sociedad, por ejemplo, le hace al lector la
siguiente consideración: “¿Qué era más necesario: una sociedad previamente
inventada para la institución del lenguaje; o unos lenguajes previamente
inventados para el establecimiento de la sociedad?” El hombre, para Rousseau,
parece condenado a la incomprensión tanto ante la sociedad como en el interior
de ella. Pero este animal tiene posibilidades. Si bien inicialmente
indistinguible de las otras bestias, en el fondo de su alma late una facultad
que le sacará a él y a sus congéneres de su estupidez original. Esta facultad
es la “perfectibilidad”, una palabra acuñada por Rousseau y un término cuya
ironía resulta inmediatamente aparente: ‘perfección’ es otra forma de decir
‘corrupción’. Mediante su capacidad de autoperfección, el hombre se convierte
en un tirano de sí mismo y de los demás.
Al situar al
hombre en este jardín y al plantar la semilla de la corrupción en lo más
profundo de su interior, Rousseau está volviendo a escribir la historia bíblica
de la caída. “Los hombres se acostumbraron a reunirse frente a las cabañas o
alrededor de un gran árbol; las canciones y la danza, auténticos hijos del amor
y el ocio, se convirtieron en la distracción, o mejor dicho en la ocupación, de
unos hombres y mujeres congregados y ociosos. Cada uno empezó a mirar a los
demás y a querer ser mirado por ellos, y la estima pública adquirió un valor.
El que cantaba o bailaba mejor, el más guapo, el más fuerte, el más hábil o el
más elocuente se convirtió en el más altamente considerado; y este fue el
primer paso hacia la desigualdad y, simultáneamente, hacia el vicio”. Se
encuentran aquí todos los elementos de la historia bíblica –el orgullo, la
lujuria, el incipiente conocimiento del bien y el mal–, todo, es decir, todo
excepto Dios y su orden de no comer el fruto. En la versión de la historia de
Rousseau no estamos en falta. Atribuye la corrupción a un accidente: es el
resultado inevitable de haber sido arrojados a la sociedad. El hombre es
naturalmente bueno, pero la sociedad le corrompe: este es el núcleo
revolucionario de la filosofía de Rousseau.
Sin embargo,
esta fase de la historia humana, afirma Rousseau, es la condición mejor y más
feliz de la humanidad, una especie de “punto medio” entre la estupidez del
estado natural y la malhumorada actividad del estado civilizado. “Todos los
progresos subsiguientes han sido en apariencia otros tantos pasos hacia la
perfección del individuo, pero en realidad lo han sido hacia la decrepitud de
la especie”. En esta primera etapa de la historia, ya nos hemos convertido en
plenamente humanos, siendo capaces de experimentar los más dulces sentimientos
de amor paterno y conyugal conocidos por la humanidad, y habiendo alcanzado el
desarrollo casi completo de lo que por sus facultades esta es capaz. Solamente
un terrible accidente podía llevar a una mayor perfección de la humanidad. Este
fue el descubrimiento del arado, y el momento en que el individuo, señalando
con el dedo la tierra cubierta de surcos, exclamó: “Esto es mío” y encontró
hombres lo bastante simples como para hacerle caso. Este accidente crea las
desigualdades que desde entonces han marcado nuestra historia. La corrupción
destruye igualmente al amo y al esclavo, al rico y al pobre, convirtiendo a los
primeros en tiranos y a los segundos en aduladores. Desde ese momento se hizo
necesario parecer lo que uno no es; ser y parecer se divorciaron y nos
convertimos en unos seres alienados de los demás y de nosotros mismos.
El bosquejo
histórico de Rousseau culmina en la civilización europea contemporánea,
representada como un caldero de desigualdad, corrupción y alienación. La obra
termina con su cáustica respuesta a la pregunta de la academia acerca de si las
desigualdades existentes están justificadas por la ley natural. Su
investigación debería dejar suficientemente claro “lo que habría que pensar en
este sentido de la clase de desigualdad que impera en todos los pueblos
civilizados”, donde los niños mandan en los adultos, los imbéciles guían a los
sabios y “un puñado de hombres se atracan hasta la saciedad de cosas superfluas
mientras las multitudes hambrientas carecen de lo más indispensable”.
Tras haber
llegado al final de historia de Rousseau sobre la inocencia original y la
corrupción accidental de la humanidad, que apareció en 1755, un famoso lector
expresó con mucha frialdad su desacuerdo. “Monsieur, he recibido su nuevo libro
en contra de la raza humana”, escribió Voltaire. “Leyendo su obra le viene a
uno el deseo de ponerse a caminar a cuatro patas. Sin embargo, dado que
abandoné esta costumbre hace más de sesenta años, me resulta desafortunadamente
imposible retomarla de nuevo”. En otras palabras: ¿qué se supone que debemos
hacer con la historia de Rousseau?
¿Qué relevancia
tienen para nosotros el hombre natural y un estado de naturaleza para siempre
perdidos, si es que han existido alguna vez?
Igual que en
el Discurso sobre las artes y las ciencias, Rousseau se
anticipa a la acusación de que es autocontradictorio. “¿Cómo? ¿Acaso hemos de
destruir las sociedades, aniquilar la tuya y la mía y volver a vivir en el
bosque en compañía de los osos?” Esta es la clase de pregunta, escribió, que
podrían plantearle sus “adversarios” y, al igual que en su obra anterior,
también en este caso tiene preparada una respuesta. Si sois capaces de volver
al bosque, hacedlo. Pero para los hombres como él, dice, que han sido
iluminados y que por consiguiente ya han sido corrompidos, esta no es una
opción. ¿Qué deben, pues, hacer? Como mínimo, no debemos perseguir insensatamente
un veneno que otros tomarán por una medicina. Podemos incluso buscar remedios
para una enfermedad cuyos síntomas hemos aprendido a reconocer.
Fragmento del Capítulo 2º del libro de Robert Zaretsky
y John T. Scott La querella de los filósofos.
Rousseau, Hume y los límites del entendimiento humano.
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