Tal día
como hoy en 1984 moría el filósofo francés Michel Foucault. Continuador del
esfuerzo ilustrado, su obra y su vida tienen por objeto la libertad. Sólo desde
ahí se entiende su larga y sostenida reflexión crítica sobre el poder.
Defender la sociedad
El Viejo Topo
25 junio, 2022
Curso en el
Collège de France (1975-1976)
Resumen del
curso
Para realizar el
análisis concreto de las relaciones de poder hay que abandonar el modelo
jurídico de la soberanía. Éste, en efecto, presupone al individuo como sujeto
de derechos naturales o de poderes primitivos; se asigna el objetivo de dar
cuenta de la génesis ideal del Estado; por último, hace de la ley la
manifestación fundamental del poder.
Habría que
intentar estudiar el poder no a partir de los términos primitivos de la
relación sino de la relación misma, en la medida en que es ella la que
determina los elementos a los que remite: en vez de preguntar a unos sujetos
ideales qué cedieron de sí mismos o de sus poderes para dejarse someter, es
preciso investigar la manera en que las relaciones de sometimiento pueden
fabricar sujetos.
Del mismo modo,
en vez de investigar la forma única, el punto central del que todas las formas
de poder derivarían como consecuencia o desarrollo, es preciso ante todo
permitir que valgan en su multiplicidad, sus diferencias, su especificidad, su
reversibilidad: estudiarlas, por lo tanto, como relaciones de fuerza que se
entrecruzan, remiten unas a otras, convergen o, al contrario, se oponen y
tienden a anularse.
Por último, en
vez de otorgar un privilegio a la ley como manifestación de poder, más vale
tratar de señalar las diferentes técnicas de coacción que pone en práctica.
Si hay que
evitar asimilar el análisis del poder al esquema propuesto por la constitución
jurídica de la soberanía, si hay que pensar el poder en términos de relaciones
de fuerza, ¿hay que descifrarlo, no obstante, según la forma general de la
guerra? ¿Puede servir la guerra como analizador de las relaciones de poder?
Esta cuestión
encubre varias
otras:
―¿La
guerra debe considerarse como un estado de cosas primero y fundamental con
respecto al cual todos los fenómenos de dominación, diferenciación y
jerarquización sociales deben considerarse como derivados?
— ¿Los procesos
de antagonismos, enfrentamientos y luchas entre individuos, grupos o clases
competen, en última instancia, a los procesos generales de la guerra?
—¿El conjunto
de las nociones derivadas de la estrategia o la táctica puede constituir un
instrumento valedero y suficiente para analizar las relaciones de poder?
—¿Las
instituciones militares y bélicas y, de una manera general, los procedimientos
puestos en acción para librar la guerra son en mayor o menor medida el núcleo
directo o indirecto de las instituciones políticas?
—Pero la
cuestión que habría que plantear en primer lugar sería la siguiente: ¿de qué
manera, desde cuándo y cómo se empezó a imaginar que es la guerra la que
funciona en las relaciones de poder, que un combate ininterrumpido socava la
paz y que el orden civil es fundamentalmente un orden de batalla?
Ésa es la
cuestión que se planteó en el curso de este año. ¿Cómo se percibió la guerra en
filigrana de la paz? ¿Quién buscó en el fragor y la confusión de la guerra, en
el barro de las batallas, el principio de inteligibilidad del orden, las
instituciones y la historia? ¿Quién pensó primero que la política era la
continuación de la guerra por otros medios?
A primera vista
surge una paradoja. Con la evolución de los Estados desde el inicio de la Edad
Media, parece que las prácticas e instituciones de la guerra siguieron un
desarrollo visible. Por una parte, tendieron a concentrarse en las manos de un
poder central que era el único que tenía el derecho y los medios de la guerra;
por eso mismo, se borraron no sin lentitud de la relación de hombre a hombre,
de grupo a grupo, y una línea de evolución las llevó a exigirse cada vez más en
un privilegio de Estado.
Por otra parte,
y como consecuencia, la guerra tiende a convertirse en patrimonio profesional y
técnico de un aparato militar cuidadosamente definido y controlado. En una
palabra: una sociedad íntegramente atravesada por relaciones guerreras fue
sustituida poco a poco por un Estado dotado de instituciones militares.
Ahora bien,
apenas consumada esta transformación, apareció cierto tipo de discurso sobre
las relaciones de la sociedad y la guerra. Se formó un discurso sobre las
relaciones de la sociedad y la guerra. Un discurso histórico político —muy
diferente del discurso filosófico jurídico ajustado al problema de la
soberanía— hace de la guerra el fondo permanente de todas las instituciones de
poder. Ese discurso surgió poco tiempo después del final de las guerras de
religión y cuando se iniciaban las grandes luchas políticas inglesas del siglo
XVII.
Según este
discurso, ilustrado en Inglaterra por Coke o Lilburne en Francia por
Boulainvilliers más tarde, por Buat-Nançay, la guerra presidió el nacimiento de
los Estados: pero no la guerra ideal ―la que imaginan los filósofos del estado
de naturaleza―, sino guerras reales, batallas concretas; las leyes nacieron en
medio de las expediciones, las conquistas y las ciudades incendiadas; pero
también continúa actuando con pleno ardor dentro de los mecanismos de poder, o
al menos constituye el motor secreto de las instituciones, las leyes y el
orden.
Por debajo de
los olvidos, las ilusiones o las mentiras que nos hacen creer en unas
necesidades naturales o en las exigencias funcionales del orden, hay que
reencontrar la guerra: ella es la cifra de la paz. Divide permanentemente la
totalidad del cuerpo social; sitúa a cada uno de nosotros en uno u otro campo.
Y no basta reencontrar esta guerra como principio de explicación: hay que
reactivarla, hacer que abandone las formas larvadas y sordas en que prosigue
sin que nos demos cuenta claramente y llevarla a una batalla decisiva para la
que debemos prepararnos si queremos ser los vencedores.
A través de
esta temática caracterizada de una manera todavía muy vaga, puede comprenderse
la importancia de esta forma de
análisis.
1) El sujeto que habla en ese discurso no puede ocupar la posición del jurista
o el filósofo, vale decir, la del sujeto universal. En esa lucha general de la
que habla, está forzosamente de un lado o del otro; participa en la batalla,
tiene adversarios, combate por una victoria. Sin duda, procura hacer valer el
derecho; pero se trata de su derecho, derecho singular marcado por una relación
de conquista, dominación o antigüedad: derechos de la raza, derechos de las
invasiones triunfantes o de las ocupaciones milenarias.
Y si habla
también de la verdad, es de esa verdad perspectiva y estratégica que le permite
alzarse con la victoria. Tenemos aquí, por consiguiente, un discurso político e
histórico con pretensiones de verdad y derecho, pero que se autoexcluye
explícitamente de la universalidad jurídico filosófica. Su papel no es el que
soñaron los legisladores y los filósofos, de Solón a Kant: instalarse entre los
adversarios, en el centro y por encima de la contienda, imponer un armisticio,
fundar un orden que reconcilie.
Se trata de
plantear un derecho afectado por la disimetría y que funciona como privilegio
que hay que mantener o restablecer; se trata de hacer valer una verdad que
funciona como un arma. Para el sujeto que enuncia un discurso semejante, la
verdad universal y el derecho general son ilusiones o trampas.
2) Se trata,
además, de un discurso que invierte los valores tradicionales de la
inteligibilidad. Explicación por abajo, que no es la explicación más simple,
elemental y clara sino la más confusa, oscura y desordenada, la más condenada
al azar. Lo que debe servir de principio de desciframiento es la confusión de
la violencia, las pasiones, los odios, las revanchas; también la trama de las
circunstancias menudas que hacen las derrotas y las victorias.
El dios
elíptico y sombrío de las batallas debe iluminar las largas jornadas del orden,
el trabajo y la paz. El furor debe dar cuenta de las armonías. De tal modo, en
el principio de la historia y del derecho se harán valer una serie de hechos en
bruto (vigor físico, fuerza, rasgos de carácter), una serie de azares
(derrotas, victorias, éxito o fracaso de las conspiraciones, revueltas o
alianzas). Y sólo por encima de este entrelazamiento se dibujará una
racionalidad creciente, la de los cálculos y las estrategias, racionalidad que,
a medida que ascendemos y se desarrolla, se vuelve cada vez más frágil, más
aviesa, más ligada a la ilusión, a la quimera, a la mistificación.
Así, tenemos
aquí todo lo contrario de los análisis tradicionales que, bajo el azar aparente
y superficial, bajo la brutalidad visible de los cuerpos y las pasiones,
intentan recuperar una racionalidad fundamental, permanente, ligada por esencia
a lo justo y al bien.
3) Este tipo de
discurso se desarrolla por entero en la dimensión histórica. No se propone
juzgar la historia, los gobiernos injustos, los abusos y las violencias según
el principio ideal de una razón o una ley, sino despertar, al contrario, bajo
la forma de las instituciones o las legislaciones, el pasado olvidado de las
luchas reales, de las victorias o de las derrotas enmascaradas, la sangre seca
en los códigos. Se asigna por campo de referencia el movimiento indefinido de
la historia.
Pero le es
posible, al mismo tiempo, apoyarse en formas míticas tradicionales (la edad
perdida de los grandes antepasados, la inminencia de los nuevos tiempos y las
revanchas milenarias, el advenimiento del nuevo reino que borrará las antiguas
derrotas): es un discurso que será capaz de contener tanto la nostalgia de las
aristocracias agonizantes como el ardor de las revanchas populares. En suma, en
oposición al discurso filosófico jurídico que se ajusta al problema de la
soberanía y la ley, este discurso que descifra la permanencia de la guerra en
la sociedad es un discurso esencialmente histórico político, un discurso en que
la verdad funciona como arma para una victoria partidaria, un discurso
sombríamente crítico y al mismo tiempo intensamente mítico.
El curso de
este año se consagró a la aparición de esa forma de análisis: ¿de qué manera se
utilizó la guerra (y sus diferentes aspectos: invasión, batalla, conquista,
victoria, relaciones de los vencedores con los vencidos, saqueos y apropiación,
levantamientos) como un analizador de la historia y, de una manera general, de
las relaciones sociales?
- En principio hay que descartar algunas falsas paternidades. Y sobre
todo la de Hobbes. Lo que éste llama la guerra de todos contra todos no es
en modo alguno una guerra real e histórica sino un juego de representaciones
por el cual cada uno mide el peligro que cada uno de los demás representa
para él, estima la voluntad de combatir que tienen los otros y calibra el
riesgo que él mismo correría si recurriera a la fuerza. La soberanía ―ya
se trate de una “república de institución” o de una “república de
adquisición”― no se establece por obra de una dominación belicosa sino, al
contrario, por un cálculo que permite evitar la guerra. Para Hobbes, lo
que funda el Estado y le da su forma es la no-guerra.
- La historia de las guerras como matrices de los Estados se esbozó, sin
duda, en el siglo XVI, al final de las guerras de religión (en Francia,
por ejemplo, con Hotman). Pero este tipo de análisis se desarrolló sobre
todo en el siglo XVII. En Inglaterra, en primer lugar, en la oposición
parlamentaria y entre los puritanos, con la idea de que la sociedad
inglesa era desde el siglo XI una sociedad de conquista: la monarquía y la
aristocracia, con sus instituciones distintivas, eran presuntamente una
importación normanda, pese a lo cual el pueblo sajón habría conservado, no
sin esfuerzo, algunas huellas de sus libertades primitivas.
Contra ese
fondo de dominación bélica, historiadores ingleses como Coke o Selden
restablecen los principales episodios de la historia de Inglaterra; cada uno de
ellos se analiza como una consecuencia o como una reanudación de ese estado de
guerra histórica primordial entre dos razas hostiles y que difieren por sus
instituciones y sus intereses. La revolución de la que estos historiadores son
contemporáneos, testigos y a veces protagonistas sería así la última batalla y
la revancha de esa antigua guerra.
Encontramos un
análisis del mismo tipo en Francia, pero más tardíamente, y sobre todo en los
medios aristocráticos de fines del reino de Luis XIV. Boulainvilliers aportará
su formulación más rigurosa; pero esta vez la historia se cuenta y los derechos
se reivindican en nombre del vencedor; al darse un origen germánico, la
aristocracia francesa se atribuye un derecho de conquista y, por lo tanto, de posesión
eminente sobre todas las tierras del reino y de dominación absoluta sobre todos
sus habitantes galos o romanos; pero se asigna también prerrogativas con
respecto al poder real, que sólo se habría establecido en el origen por su
consentimiento y debería mantenerse siempre en los límites fijados entonces.
La historia así
escrita ya no es, como en Inglaterra, la del enfrentamiento perpetuo de los
vencidos y los vencedores, con la categoría fundamental del levantamiento y las
concesiones arrancadas; será la historia de las usurpaciones o las traiciones
del rey contra la nobleza de la que salió y de sus colusiones contra
natura con una burguesía de origen galorromano.
Este esquema de
análisis retomado por Freret y, sobre todo, por Buat-Nançay fue la apuesta
de toda una serie de polémicas y la ocasión de investigaciones históricas
considerables hasta la Revolución. Lo importante es que el principio del
análisis histórico se busque en la dualidad y la guerra de razas. A partir de
ahí y por medio de las obras de Augustin y Amédée Thierry van a desarrollarse
en el siglo XIX dos tipos de desciframiento de la historia: uno se expresará en
la lucha de clases; el otro, en el enfrentamiento biológico.
Publicado en el Annuaire du Collège de France. Histoire des systèmes
de pensée, curso 1975-1976.
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