Tal día como
hoy de 1924 moría en Kierling, Austria, a los 40 años, Franz Kafka. Iniciador
de la profunda renovación que experimentaría la novela europea en las primeras
décadas del siglo XX, lo recordamos mediante este breve y emblemático cuento.
Chacales y árabes
El Viejo Topo
3 junio, 2022
Acampábamos en
el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya
había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.
Me tiré de
espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido
de un chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había estado
tan lejos, de pronto estuvo cerca. El gruñido de los chacales me rodeó; ojos
dorados descoloridos que se encendían y se apagaban; cuerpos esbeltos que se
movían ágilmente y en cadencia como bajo un látigo.
Un chacal se me
acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara mi
calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:
-Soy el chacal
más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía.
Ya casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad;
mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la madre de
todos los chacales. ¡Créelo!
-Me asombra
-dije olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los
chacales-, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano
Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?
Y como
envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los chacales
estrecharon el círculo a mi alrededor; todos respiraban con golpes cortos y
bufaban.
-Sabemos -empezó
el más viejo- que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra
esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los árabes falta.
De este frío orgullo, sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a
los animales, para devorarlos, y desprecian la carroña.
-No hables tan
fuerte -le dije-, los árabes están durmiendo cerca de aquí.
-Eres en verdad
un extranjero -dijo el chacal-, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la
historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué deberíamos
tenerles miedo? ¿Acaso no es un desgracia suficiente el vivir repudiados en
medio de semejante pueblo?
-Es posible
-contesté-, puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco;
debe tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la sangre,
entonces concluirá quizá solamente con sangre.
-Eres muy listo
-dijo el viejo chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes
los pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo apretando
los dientes podía tolerarse salía de sus fauces abiertas-, eres muy listo; lo
que dices se corresponde con nuestra antigua doctrina. Tomaremos entonces la
sangre de ellos, y la querella habrá terminado.
-¡Oh! -exclamé
más brutalmente de lo que hubiera querido- se defenderán, los abatirán en masa
con sus escopetas.
-Has entendido
mal -dijo-, según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte
se pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua para
purificarnos. A la simple vista de sus cuerpos con vida escapamos hacia aires
más puros, al desierto, que por esta razón se ha vuelto nuestra patria.
Y todos los
chacales en torno, a los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros
venidos de más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y
se la frotaron con las patas; habríase dicho que querían ocultar una
repugnancia tan terrible que yo, de buena gana, con un gran salto hubiese huido
del cerco.
-¿Qué piensan
hacer entonces? -les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude;
dos jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi camisa;
debí permanecer sentado.
-Llevan la cola
de tus ropas -dijo el viejo chacal aclarando en tono serio-, como prueba de
respeto.
-¡Que me
suelten! -grité, dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.
-Te soltarán,
naturalmente -dijo el viejo-, si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito,
porque siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden
abrir las mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.
-No diré que el
comportamiento de ustedes me ha predispuesto a ello -contesté.
-No nos hagas
pagar nuestra torpeza -dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono
lastimero de su voz natural-, somos pobres animales, sólo poseemos nuestra
dentadura; para todo lo que queramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente
con los dientes.
-¿Qué quieres
entonces? -pregunté algo aplacado.
-Señor -gritó,
y todos los chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía-. Señor,
tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres, nuestros
antepasados te han descrito como el que lo logrará. Es necesario que obtengamos
la paz con los árabes; un aire respirable; el horizonte completo limpio de
ellos; nunca más el lamento de los carneros que el árabe degüella; todos los
animales deben reventar en paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su
sangre y que limpiemos hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos
-y ahora todos lloraban y sollozaban-, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes
soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura;
inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir
viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se
abre el infierno. Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de
tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el
pescuezo con esta tijera! -Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal
que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de
viejas manchas de herrumbre.
-¡Ah,
finalmente apareció la tijera, y ahora basta! -gritó el jefe árabe de nuestra
caravana, que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su
gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se
detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros, tan estrecha y
rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un apretado redil
rodeado de fuegos fatuos.
-Así que tú también,
señor, has visto y oído este espectáculo -dijo el árabe riendo tan alegremente
como la reserva de su tribu lo permitía.
-¿Sabes
entonces qué quieren los animales? -pregunté.
-Naturalmente,
señor -dijo-, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por
el desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo
que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente
el que les parece el predestinado. Estos animales tienen una esperanza
insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son
nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta
noche, he dispuesto que lo traigan aquí.
Cuatro
portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas
tendido en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente
atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra,
inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la
obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de
ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria.
Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo
tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y
palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como
una montaña encima del cadáver.
En aquel
momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales
alzaron la cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a
los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás
y corrieron un trecho a reculones. Pero la sangre del camello formaba ya un
charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado. No
pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo;
yo retuve su brazo.
-Tienes razón,
señor -dijo-, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya
los has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!
FIN
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