En la China de Xi Jinping, el PCCh alienta otra vuelta de tuerca a la
concepción de la democracia. Para Xi, hoy, la “eficracia” es la expresión de un
modelo alternativo de democracia china unido a la eficiencia.
“Eficracia”, la nueva marca política de la China de Xi Jinping
El Viejo Topo
10 mayo, 2022
La “cumbre de
la democracia” que convocó el presidente de EEUU Joe Biden en diciembre del año
pasado, levantó ampollas en China por partida doble. Primero, por su indudable
carga ideológica de signo confrontativo, es decir, fue formulada esencialmente
para escenificar una partición de aguas en el sistema internacional
instituyendo una divisoria entre democracias y no democracias que debería
beneficiar su estrategia de prevalencia hegemónica; pero también, en lo
filosófico-político, por el creciente rechazo de ese mesianismo que invoca un
cierto modelo de democracia como “único” para todos los países del mundo, una
contradicción con la propia esencia de la democracia, dicen en Beijing.
Siguiendo esta
línea de razonamiento, el modelo liberal de democracia pecaría del mismo
dogmatismo que el atribuido al modelo de inspiración marxista. Por el
contrario, lo que sugieren los ideólogos del Partido Comunista de China (PCCh)
es que cada país debe encontrar su propio camino a partir de una premisa
básica: cualquiera que sea el modelo, debe servir “para resolver los problemas
de la gente”. Lo que solo es una de las formas posibles de democracia no puede
generalizarse hasta el punto de negar la sustancia democrática a otros sistemas
en transición que no siguen al dedillo la ruta marcada por los países
desarrollados de Occidente. Un asunto siempre polémico.
Así, en la
China de Xi Jinping, el PCCh alienta una vuelta de tuerca más a la concepción
de la democracia. Su antecesor en el cargo, Hu Jintao (2002-2012), en línea con
los pronunciamientos habituales en el denguismo (1978-2012), auscultó el
enriquecimiento del concepto a partir de ciertas adjetivaciones (deliberativa,
consultiva, incremental…) que presentaban el denominador común de la preocupación
por el alargamiento de la base democrática del sistema político. Había un
“complejo”: su modelo político necesitaba mejorar y para ello debía explorar un
acercamiento a los modelos occidentales. Xi, por el contrario, cambió de
carril, postulando –y teorizando- el orgullo por haber logrado vertebrar una
alternativa sistémica “superior a la liberal”. Si el afán de Hu era limar
asperezas con las concepciones liberales occidentales, Xi ensaya otro rumbo que
le retrotrae a la convicción marxista de origen, dice, mejorada.
La base del
enfoque de Xi Jinping es la vinculación de la democracia con la eficacia, es
decir, la idoneidad del sistema político “para resolver los problemas de la
gente” cuya demanda reivindica como el eje central de la política del PCCh. La
democracia liberal, con el acento en la representatividad formal, no es eficaz,
como tampoco lo fue aquella democracia popular que culminó con el colapso del
sistema y fue incapaz de resolver las necesidades básicas y materiales de la
población.
La calidad de
la democracia, según el criterio auspiciado por el PCCh, debe medirse en
función de la capacidad ameritada para responder a los intereses sociales
mayoritarios. Y esto se acreditaría, sobre todo, a través de la expresión del
nivel de confianza cívica en un gobierno. Y ahí el PCCh saca pecho: en enero
último, Edelman Trust publicó su barómetro, señalando que el gobierno chino
alcanzó el 91 por ciento en 2021, el más alto del mundo y el más alto de los
últimos diez años. La Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard, en EEUU,
realiza encuestas similares y con resultados idénticos.
La fiabilidad
de las encuestas a propósito de China, en cualquier tema, siempre es puesta en
entredicho. Al ser de terceros los datos facilitados, esto sugiere una mayor
relevancia aunque siempre puedan objetarse dudas. En cualquier caso, la
tendencia parece indiscutible.
Acepciones diferentes de la democracia
A diferencia de
Occidente, en China, cuando se invoca la valoración de la democracia, que
prácticamente no han conocido desde luego ni en las dinastías imperiales ni en
lo que vino inmediatamente después, se nos remite al impacto de la gestión
política en materia de desarrollo económico o bienestar social y no tanto a la
naturaleza del proceso político en sí. En Occidente, por el contrario, al
referirnos a la democracia pensamos en el fomento de la participación política
activa de los ciudadanos, en elecciones plurales y regulares, en la tolerancia
política, en las libertades y la transparencia, en fin, en los tópicos comunes
de lo que reconocemos como gobernanza democrática, aunque el desencanto, sobre
todo hoy día, prime en cuanto al nivel de satisfacción con dicho proceso. Para
una buena parte de la sociedad china, por el contrario, siempre pragmática, la
valoración depende no tanto de las formas como de los resultados, es decir, del
reconocimiento o no de los avances en la gestión pública y social.
La confianza
pública en las autoridades y su correlación con la democracia es un dato que
para los dirigentes chinos representa un espaldarazo inequívoco a esa idea de
que el proceso en sí no es lo más importante sino la capacidad de proveer
resultados en función de la demanda social. Lo que hace que un sistema sea
democrático o no, no es solo el proceso formal que conduce a la creación de un
determinado gobierno sino su profesionalidad y capacidad en la respuesta a los
desafíos y su compromiso con la mayoría social que lo revalida con su
confianza. Por tanto, según el PCCh, el criterio preferente es el rendimiento y
no los baremos electorales o meramente institucionales, por otra parte,
aquejados de reconocidas taras.
Esa búsqueda de
la eficacia es el elemento central del Libro Blanco sobre la democracia
interpartidaria en China, dado a conocer también en diciembre del pasado año.
En él se señala que dicho factor, sumado a la búsqueda institucionalizada del
consenso, le confiere una superior calidad al sistema político chino frente a
los liberales occidentales. Junto a ello, la meritocracia y la estabilidad
compensarían con su buen desarrollo la inexistencia de espacios para plasmar
una alternancia sistémica que en la práctica, en los sistemas liberales,
tampoco sería tan trascendente atendiendo a las políticas auspiciadas por las
principales fuerzas con opciones de gobierno, comprometidas con la defensa de
un mismo modelo.
Por tanto, Xi
quiere llevar el debate acerca de la idoneidad del sistema no al terreno de lo
democrático-formal ni tampoco de vuelta a las contraposiciones del pasado siglo
con la “democracia real” de inspiración soviética, sino centrar la hipotética
competencia en el arbitrio de una legitimidad posrevolucionaria basada en la
eficacia.
¿Juego de palabras o algo más?
Podemos
descartar categóricamente estas elucubraciones señalando que se trata solo de
subterfugios para edulcorar y hacer más aceptable un PCCh que aspira a ejercer
una hegemonía política absoluta. Cabe tener presente el hecho de que el PCCh no
tolera ninguna oposición, la intrascendencia de muchos de sus procesos
políticos que se antojan meros simulacros o la nula independencia del poder
judicial, por citar parámetros reclamables en nuestras latitudes. Estos
elementos le aproximan a la visión tradicional del marxismo ortodoxo, en línea
con el origen socialista del impulso revolucionario del que se reivindica
continuador. Sin embargo, sin perder de vista todo ello y sin que de aquí
puedan derivarse necesariamente experiencias trasladables, cabe prestar atención
a los matices.
A lo largo de
sus más de 70 años en el poder, el PCCh, obrando en gran medida por su propia
cuenta y riesgo, ha logrado dar forma a un sistema híbrido que ha procurado
equilibrios dinámicos entre algunos de sus principales vectores, ya nos
refiramos a las tensiones entre lo público o lo privado, o entre la
planificación y el mercado, por citar algunas variables relevantes. Esa
capacidad para integrar lo uno y su contrario, primando las complementariedades
sobre las contradicciones, es lo que le ha permitido gestionar el salto
económico que conocemos y la transformación de la realidad social del país.
¿Y en lo
político? ¿Cabría un esfuerzo híbrido similar? Mao decía que “la historia de la
humanidad es un movimiento constante desde el reino de la necesidad hacia el
reino de la libertad”. Para Xi, hoy, la “eficracia” no es una transición hacia
una democracia más completa sino expresión de un “modelo alternativo de
democracia china” que en buena medida considera prescindibles aquellos activos
que en las democracias liberales consideramos irrenunciables hasta el punto de
ser la “mínima compensación” por los desaguisados de una gestión a cada paso
menos satisfactoria.
De igual modo
que la gobernanza a través de la ley que predica el PCCh no es lo mismo que un
Estado de derecho en la acepción liberal, la “eficracia”, prescindiendo del
reconocimiento de los derechos y libertades públicas, presenta una rémora
significativa que desatiende ese equilibrio indispensable entre justicia y
libertad. Aun así, en China, las posibilidades de experimentación alternativa
debieran ser objeto de atento estudio -y crítica- y también de diálogo
intersistémico.
Más que crear
líneas divisorias infranqueables en aras de exaltar una confrontación que no
nos importó lo más mínimo cuando nuestras multinacionales pensaban en los
beneficios o nuestros líderes presagiaban lo inevitable de su sumisión
política, lo que necesitamos es tender puentes que favorezcan el mutuo
conocimiento y acerquen posiciones.
Publicado en el Observatorio de la Política China.
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