¿Qué hay en la
Constitución que debería reivindicarse desde la izquierda política? El artículo
pretende acomodar el concepto de soberanía nacional dentro de un marco
analítico consecuente con las ideas de justicia, democracia y socialismo.
¿Cuándo el pueblo es soberano? Consideraciones sobre
justicia, democracia y socialismo
El Viejo Topo
1 marzo, 2022
¿Por qué el cumplimiento de la Constitución española podría ser una
reivindicación formulada desde la izquierda política? El artículo pretende
acomodar el concepto de soberanía nacional dentro de un marco analítico
consecuente con las ideas de justicia, democracia y socialismo.
Hace diez años,
en una entrevista de 2012, Julio Anguita lamentaba que “a la Constitución se la
están cepillando todos los días”. Para Anguita, el problema de la Constitución
es que, en ciertos aspectos fundamentales, no se cumplía. “¿Sabe cómo haríamos
la revolución? Cumpliendo la Constitución”, afirmaba en otra entrevista de
2016. Y añadía: “Muchos rojos imbéciles hablan de cambiarla. No, tío, primero
cumple ésta y luego la cambiamos”.
¿Qué es aquello
que no se cumple de la Constitución? Seguramente pensemos en sus aspectos
sociales: Art. 35: «Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el
derecho al trabajo»; Art. 47: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar
de una vivienda digna y adecuada». Pero hay mucho más. Afirmaba Anguita que “si
coges el artículo 128 («Toda la riqueza del país está subordinada al interés
general»), ya tienes las expropiaciones. Y así sucesivamente. Eso es ser un auténtico
rojo: devolvérsela al poder con la legalidad vigente”.
Entonces, ¿vale
la pena una lucha política que pretenda materializar los principios
jurídico-políticos que se hallan en la Constitución? Esta idea parece
desprenderse de los comentarios de Anguita. Ahora bien, para disponer de un
criterio sólido deberemos observar sus cimientos, aquellos artículos de la
Constitución española que, ubicándose en el título preliminar, constituyen sus
rasgos fundamentales. Ahí vamos.
De entrada, en
el artículo primero, apartado segundo, se afirma: «La soberanía nacional reside
en el pueblo español». Por consiguiente, y dejando de lado la procedencia del
poder constituyente originario, nos encontramos ante un texto constitucional en
el cual el «pueblo español» es el sujeto titular de la «soberanía nacional».
Aquí «pueblo» alude al conjunto de los ciudadanos. Sin embargo, cabe
preguntarse: ¿son los ciudadanos quienes ejercen ese poder supremo, ubicado
dentro del territorio nacional, al que denominamos soberanía?
*
* *
La hipótesis de
este artículo es la siguiente: la soberanía solo puede ejercerse en condiciones
de «justicia social» y de «justicia política». Significa esto que el pueblo
español, titular nominal de la soberanía nacional, únicamente puede actuar como
su titular efectivo, su pleno usufructuario, bajo los supuestos habilitados por
1) la «justicia social» y 2) la «justicia política». Pero, hablando en
propiedad… ¿Qué significan estos conceptos?
Por un lado,
una sociedad es socialmente justa cuando los medios materiales y sociales que
son necesarios para vivir una vida en plenitud han sido distribuidos de manera
(relativamente) equivalente entre el conjunto de sus miembros. Por otro lado,
una sociedad es políticamente justa cuando el conjunto de sus miembros dispone
de un acceso (relativamente) equivalente a los medios necesarios para
participar en los procesos de toma de decisiones al respecto de los asuntos que
afectan a su vida. Examinemos con mayor grado de detalle cada una de esas
dimensiones.
[1] En lo que
respecta a la «justicia social», empecemos por clarificar que la plenitud
humana se vincula a una vida digna y, por consiguiente, a una vida cuya
existencia no se limita a la mera subsistencia. Así, la plenitud humana refiere
a una idea que remite a las potencialidades de los seres humanos, y éstas no
pueden desarrollarse sin la concurrencia de recursos materiales y condiciones
sociales. Aunque sean multidimensionales las capacidades y los talentos
susceptibles de ser desarrollados por las personas, cualesquiera que sean éstos
requieren de esos recursos materiales y condiciones sociales previamente
referidos.
En
correspondencia con lo afirmado, debiéramos mencionar la importancia de una
adecuada nutrición, de un acceso garantizado a la asistencia sanitaria y a una
vivienda saneada, pero también la importancia de disponer de seguridad personal
y de condiciones laborales óptimas… así como procesos educativos por medio de
los cuales realizar aprendizajes que permitan el desarrollo de las capacidades,
no solo físicas y sociales, sino también intelectuales.
Esta concepción
de la justicia social no significa –insistamos en esto– que todas las personas
deban desarrollar las mismas habilidades, pero siquiera supone que deban
potenciar alguna supuesta habilidad. Significa, únicamente, que la suerte que
corren las personas a lo largo de su itinerario vital no viene marcada por un
acceso diferencial a los recursos sociales y materiales necesarios para poder
alcanzar cierta plenitud humana. Las personas podrían responsabilizarse
plenamente de sí mismas cuando, y solamente cuando, no existan factores
extrínsecos a sí que jugasen un papel descollante en la determinación de su
acción humana.
Una sociedad no
puede ser socialmente justa si, incluso desde el instante mismo de su
nacimiento, unos individuos se encuentran con palancas que aúpan y otros, por
el contrario, con óbices que entorpecen el desarrollo de sus capacidades
vitales. El desigual acceso de las personas a un número de prestaciones y
recursos que, además, son de calidad desigual es aquello que impide la justicia
social. El reverso de una situación como esa es evidente: las personas pueden
desarrollarse sin perjuicio de la consustancial diversidad humana en lo que
refiere a aquellos aspectos (sexo, género, etnia, raza…) compatibles con una
ciudadanía republicana.
Un
planteamiento como el expuesto niega todo tipo de desigualdades –y no solamente
las referidas a la clase socioeconómica– que interfieran en el acceso de las
personas a los medios necesarios para vivir una vida digna de ser vivida, una
vida en plenitud. Por consiguiente, posee el mérito de integrar en su matriz
lógica al probo núcleo de sentido que pudiera subyacer al ideario feminista y
antirracista. A fin de cuentas, si consideramos que las contrapartes del
sexismo, racismo, homofobia, imperialismo… son justas es porque el razonamiento
molar que las atraviesa implica la igual dignidad de todos los seres humanos.
Siguiendo este
trazado argumental nos situamos ante una analogía de la distribución material
de recursos, por un lado, y el reconocimiento moral de los individuos y/o
colectivos, por otro. Dicho claramente: que todos los miembros de la sociedad
debieran tener un acceso (relativamente) equivalente a los medios sociales y
materiales necesarios comporta que todos los miembros de la sociedad poseen el
mismo respeto y reconocimiento. Puesto que un aspecto presupone al otro, y
viceversa, no existe diferencia fundamental entre los derechos sociales, que
proporcionan recursos materiales, y los derechos cívicos, que otorgan a todas
las personas idéntica dignidad o consideración moral.
[2] La
«justicia política» es el segundo supuesto que contemplamos, dentro de nuestro
marco normativo, para el ejercicio de la soberanía por parte del pueblo. Las
personas solamente pueden ser soberanas si disponen de la capacidad de
participar en decisiones colectivas que afectan a sus vidas. A estas decisiones
las llamamos políticas por cuanto que vinculan a las personas en tanto que
miembros de pleno derecho de una comunidad política; es decir, en tanto
ciudadanos. No aludimos, obvio resulta, a las decisiones privadas que toman las
personas, considerándose como individuos aislados, que no son vinculantes sobre
los demás miembros de una sociedad administrada por instituciones políticas.
Así pues, una
sociedad podría considerarse políticamente justa cuando las decisiones
colectivas, aquellas que afectan al destino común de todos los miembros de la
comunidad política, responden a principios democráticos. Desde esta visión ofrecida,
entendemos la democracia como una forma de decidir al respecto de cuestiones de
relevancia pública tomando como criterio de referencia consideraciones de
interés general. La democracia sería la práctica resultante de procesos,
deliberativos pero no dilatados, en los que participaría la ciudadanía mediante
razonamientos públicos y en los que la idea de bien común debiera actuar como
principio rector.
Sin embargo, al
considerar que muchas de las decisiones económicas son privadas y, por ende, no
deben someterse a discusión pública, el capitalismo le niega a la sociedad la
capacidad de participar en decisiones que afectan, no ya a algunos de sus
miembros, sino fundamentalmente al conjunto de la sociedad misma. La democracia
queda sustraída del destino colectivo de la sociedad cuando cuestiones
económicas de amplia magnitud resultan extirpadas de la agenda pública y,
amparándose en una noción restringida –exclusiva y excluyente– de propiedad
privada, son arrojadas a las fuerzas del mercado.
Teniendo presente
lo anterior, una sociedad solamente puede ser políticamente justa si existe una
decidida intervención pública sobre aquellas actividades económicas cuya
magnitud afecta al conjunto de la sociedad. Si las estructuras económicas
resultan apartadas del control democrático, su mera existencia resulta una
amenaza contra la lógica pública que le resulta propia a la comunidad política.
A la postre, resultaría inevitable una nacionalización de aquellos sectores
económicos considerados estratégicos para el devenir de la sociedad. Sin
democracia económica no hay democracia.
El control
público de los recursos económicos permitiría, entre otras cosas, distribuirlos
equitativamente según el principio de justicia social previamente referido.
Además, impediría la hipertrofia de los activos económicos de los propietarios,
evitando así que éstos puedan adquirir poder político por medio de una riqueza
que, no lo vamos a negar, permite influir o corromper a servidores públicos y/o
cargos políticos. La única vía por la que intervenir en los asuntos públicos
debiera establecerse según los protocolos y procedimientos democráticos que
operan sobre la consideración de que los ciudadanos son recíprocamente libres e
iguales.
Observamos,
pues, que la cuestión de la «justicia política» es, a su vez, la cuestión de la
democracia, y ésta remite, en última instancia, al problema de la ciudadanía:
“sin una ciudadanía activa y participativa, formada e informada, que entienda
lo que se debate en el espacio público de forma que pueda intervenir en él, es
imposible hablar de calidad democrática”[1].
De ahí se sigue la importancia de una educación pública de calidad, de unos
medios de comunicación rigurosos y de un denso asociacionismo civil; y ello
refiere directamente a los medios materiales y sociales de los que depende la
«justicia social» antes aludida.
*
* *
Los
planteamientos formulados hasta ahora, que en cierta medida se inspiran en el
trabajo de Erik Olin Wright [2],
nos permiten expresar la siguiente afirmación: las condiciones por las cuales
es posible la «justicia social» y la «justicia política» se retroalimentan. Por
consiguiente, ambas formas de justicia se encuentran mutuamente implicadas y, a
su vez, ambas formas de justicia son necesarias para que la soberanía
–atribuida al pueblo según la Constitución vigente (artículo 1.2)– pueda
pertenecerle efectivamente.
En el caso de
darse una adecuación entre la «constitución formal» –relativa al ordenamiento
jurídico del poder– y la «constitución material» –relativa a la dinámica
sociopolítica del poder–, una adecuación entre el «dicho» y el «hecho»,
entonces nos estaríamos aproximarnos a aquello que Ricardo García
Manrique [3] denomina
«socialismo». Según este filósofo del derecho, el socialismo es aquel modelo sociopolítico
en que los recursos imprescindibles para el ejercicio de la ciudadanía son
proporcionados a todos los ciudadanos en las mismas cuotas y de la mayor
calidad posible. Este modelo debe distinguirse de otros dos: el «liberal» y el
«socioliberal».
En el modelo
«liberal» el mercado actúa como el principal mecanismo de distribución de
recursos; en el modelo «socioliberal» –que correspondería al de nuestra
sociedad– los bienes y servicios asociados a los derechos sociales son
distribuidos en un grado mínimo por encima del cual existen amplias cuotas de
satisfacción. Significa esto que, en la concepción «liberal», únicamente
disponen de salud, educación, vivienda, etc. quienes puedan pagársela, por lo
que la sociedad queda absorbida por el mercado; mientras que en la concepción
«socioliberal» la comunidad política ofrece los recursos mínimos por los cuales
asegurar una elemental existencia social.
En una sociedad
como la nuestra –correspondiente al modelo «socioliberal», recordemos– la
provisión pública de recursos (bienes y servicios) es considerablemente
inferior, en cuanto a cantidad y a calidad, que la oferta privada que es
posible encontrar en el mercado. De manera que, quienes quieran una mejor
sanidad o una mayor educación, o directamente no aspiren a almorzar en un
comedor social o a pernoctar en un centro de acogida, deben recurrir a ese
circuito de asignación de bienes y servicios llamado mercado. Su capacidad
económica, y no su condición de ciudadanos, será aquello que dictamine el
acceso a los recursos.
Salta a la
vista que la situación «socioliberal» comporta que el grado de desarrollo que
alcanza la plenitud humana de los ciudadanos sea tan desigual como asimétricos
son sus recursos económicos. En última instancia, el mercado acaba siendo el mecanismo
que permite obtener mayores y mejores recursos materiales y, por ende, mayores
y mejores capacidades humanas. En estas circunstancias, unos individuos,
aquellos que poseen mayores recursos y capacidades, disponen de mayor poder que
otros; y la consecuencia de ello es fácil de adivinar: la soberanía ya no
pertenece de facto al pueblo, aun siendo, de iure,
el sujeto titular de la soberanía.
Hágase notar
que solo el modelo «socialista», según el cual el régimen de ciudadanía es el
principal criterio de asignación de recursos, se propone como una concepción
expansiva de los medios por los cuales es posible desarrollar las capacidades
humanas y disponer de una vida plenamente libre. Si los bienes y servicios son
distribuidos de manera equitativa (cantidad) y sustantiva (calidad), las
personas se liberarán de la imperiosa necesidad de disponer del monto económico
suficiente para obtener esos mismos recursos por medio del mercado privado.
¿Es el
socialismo sinónimo de libertad? Si el dinero ya no determina nuestra vida,
somos más libres. Somos más libres cuando disponemos de mayor seguridad. Las
instituciones deben ofrecer seguridad, pues solo desde una dotación de recursos
garantizada, liberados del desasosiego constante que supone la lucha por la
existencia («libertad de»), es que los ciudadanos seremos libres para controlar
nuestro propio devenir («libertad para»). Y, en tanto que libres para controlar
nuestro propio devenir, podemos ser plenamente responsables del mismo.
Somos
responsables cuando disponemos de las capacidades de decidir y actuar por
nosotros mismos. (Al tratarse de una consideración cuyo dominio es ético –y no
jurídico– no exime de responsabilidad penal). Pero no hay que olvidar que esas
capacidades proceden de determinadas condiciones materiales y recursos
sociales. De modo que, cuando la situación vital de las personas viene marcada
desde su mismo punto de partida, cuando las condiciones sociales y materiales
iniciales predisponen las subsiguientes posibilidades de desarrollo humano, la «igualdad
de oportunidades» resulta fraudulenta.
Una sociedad
política, tanto más consecuente es con la «igualdad de oportunidades», cuanto
que menos dispar es la dotación (o provisión) de recursos (bienes y servicios)
que disponen sus miembros, ya desde su nacimiento, y a lo largo de sus vidas. Y
solo disponiendo de los recursos por medio de los cuales desarrollar sus
capacidades humanas («justicia social»), éstos podrán decidir de manera
efectiva al respecto de su devenir, no solo en tanto que individuos, sino
–principalmente– en tanto que ciudadanos, es decir, en tanto que miembros de
una sociedad política («justicia política»).
A la capacidad
mancomunada de decisión al respecto de los asuntos comunes muchos lo
denominaran «socialismo». Otros afirmarán que «democracia» es la fórmula
política en virtud de la cual descansa la capacidad compartida de decidir sobre
aquellos asuntos que afectan o involucran a todos los miembros de la sociedad.
Sea como fuere, es el resultado de que la «soberanía nacional» resida en ese
sujeto político al que denominamos «pueblo». Por consiguiente, un proyecto
político que aspire a que el pueblo español –es decir, el conjunto de
ciudadanos de la nación– sea efectivamente el soberano es, tautológicamente, un
proyecto político al que podríamos considerar democrático o socialista.
Notas:
[1] Monge, Cristina & Urdánoz, Jorge (Eds.): Innerarity,
Daniel. Comprender la Democracia. Gedisa, 2018.
[2] Olin Wright, Erik. Construyendo utopías reales. Akal,
2014.
[3] García Manrique, Ricardo. La libertad de todos. Una defensa
de los derechos sociales. El Viejo Topo, 2013.
Artículo publicado en la revista 409 – Marzo de 2022 de El Viejo
Topo.
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