En el artículo
en abierto de la revista de este mes, Salvador López Arnal entrevista a Ángel
López García-Molins, autor de Repensar España desde sus lenguas.
Las lenguas de España
El Viejo Topo
1 febrero, 2022
Catedrático
emérito de Lingüística en la Universidad de Valencia, entre las obras de Ángel
López García-Molins cabe citar El rumor de los desarraigados (1985,
Premio Anagrama) y El sueño hispano ante la encrucijada del racismo
contemporáneo (1991). Centramos nuestra conversación en su libro Repensar
España desde sus lenguas (2020).
—¿Cuántas lenguas tiene España?
—Ya se sabe que
en esto de las lenguas pasa como con los colores: hay una serie de colores
básicos, pero si uno se empeña aparecen, como setas, muchos más. Los pintores o
los diseñadores de moda no hablan simplemente de rojo, abundan los matices como
granate, coral, carmín, cereza, púrpura, bermellón, frambuesa, etc. Pues con
las lenguas pasa lo mismo: hay gente que se empeña en diferenciar el rumano del
moldavo como la hay que quiere distinguir el valenciano del catalán o el
andaluz del castellano. Los lingüistas nos echamos las manos a la cabeza, pero
los intereses políticos que animan estas divisiones infinitas nos suelen dejar
al margen. Si uno se empeña, siempre podrá ver dos lenguas donde solo existe
una sin más que alzar la bandera de algunos referentes que se designan con una
palabra distinta: ¿no ve que nosotros decimos espill y
ellos, mirall? Pues bien, técnicamente en España solo hay cuatro
lenguas viables: español, catalán, gallego y vasco.
—¿Viables?
—Viables
significa, en los términos establecidos por Heinz Kloss (1904-1987), que o bien
están suficientemente diferenciadas (Abstandssprachen) o bien están
suficientemente elaboradas (Abbausprachen) o ambas cosas. Estas lenguas
son el fundamento de las cuatro instancias políticas que hicieron España y que
aparecen claramente reflejadas en su escudo: el reino de Castilla, la Corona de
Aragón, el reino de León y el reino de Navarra.
—Recoge en su ensayo una cita de La hispanibundia. Retrato
español de familia, de Mauricio Wiesenthal. ¿Qué es eso de la hispanibundia?
—Es un
neologismo afortunado de Wiesenthal que me he apresurado a adoptar. Está
formado sobre el sufijo abundancial –bundo y su cualitativo –bundia, que
aparecen en palabras como nauseabundo, errabundo,
meditabundo/meditabundia, tremebundo, vagabundo, moribundo/moribundia,
gemebundo.
Un hispanibundo es
un hispano que muestra su condición en exceso y lo que la palabra hispanibundia viene
a significar es que los ciudadanos españoles estamos dándole vueltas siempre a
nuestra condición hispana, ya sea para exaltarla, para lamentarla o para
rechazarla. La anécdota atribuida a Bismarck, quien se supone decía que España
era el país más fuerte del mundo porque llevaba siglos intentando destruirse y
no lo había conseguido, probablemente es falsa, pero da en el clavo. Como
dirían los italianos: se non è vero, è ben trovato.
—Abre el capítulo “Un país peculiar” con una pregunta: ¿Es España un
país diferente? Su respuesta: “Pero, aunque culturalmente España difiere apenas
de los demás países europeos, hay un asunto en el que ciertamente es diferente
y es la cuestión de las lenguas”. ¿En dónde radica exactamente nuestra
diferencia? ¿No hay también muchos otros países con varias lenguas?
—Desde luego.
En todos los países de Europa, salvo Portugal e Islandia, se hablan varias
lenguas. En Europa la media anda por cuatro lenguas y pico, pero en los otros
continentes son muchas más. En Australia, en México o en la India pasan de
cien. La diferencia estriba en que solo en España sucede que sus lenguas son
constitutivas del imaginario nacional. Esta es nuestra especificidad, y cuanto
antes adecuemos la cultura y la vida en común a este hecho singular mucho
mejor. Pero un país tetralingüe no son cuatro países, como una interpretación
simplista suele creer. Una taza de café con leche no se puede descomponer en
una tacita de café y otra de leche, es otra cosa.
—¿Y qué significa que las cuatro lenguas españolas sean constitutivas
del imaginario nacional? ¿Qué imaginario es ese? ¿No ocurre así en el caso de
Francia, por ejemplo?
—No lo creo. En
Francia se hablan más lenguas que en España: aparte del francés y del occitano
(que podríamos comparar con el español y el gallego), tienen el catalán y el
vasco, pero a ellas hay que añadir el alemán, el corso y el bretón. Francia es
el ejemplo prototípico de centralismo político y cultural: remedando una frase del
catecismo de mi niñez, se podría decir que en el país vecino fuera de la lengua
francesa no hay salvación. No es ni por asomo la situación española: la
vitalidad del catalán es un caso único en Europa para una lengua que no tiene
reconocimiento estatal y la del vasco, prácticamente renacido de sus cenizas,
lo mismo. En cuanto al gallego, su consideración internacional, como codialecto
del portugués y origen del mismo, es evidente.
El imaginario
al que me refiero no está elaborado políticamente, hay que construirlo: a mi
modo de ver, España debería ser a todos los efectos el país de las cuatro
lenguas.
—Le cito: “Tratar al idioma español –y lo que es
peor, a los hispanohablantes nativos– como si fueran invasores representa una
tergiversación de la verdad histórica que se trata de legitimar a base de
narraciones falsas del pasado y de mapas inventados”. Sin embargo, en algunas
comunidades, en Cataluña por ejemplo, el éxito de esa tergiversación es amplio,
generalizado, conocido y sufrido. ¿De dónde la fuerza de esas narraciones
sesgadas del pasado?
—Tenemos datos
históricos abundantes e irrebatibles que demuestran que el español se viene
usando como lengua vehicular en el centro de la península ibérica desde la alta
edad media y en sus costas (Cataluña, Galicia, Vascongadas, Valencia, incluso
Portugal) desde el siglo XVI. Las lenguas vehiculares no se sustentan en
ninguna invasión, resultan de una necesidad pragmática. Por eso, donde más
intenso ha sido el papel vehicular del español fue a lo largo del camino de
Santiago, que nació durante el medioevo, y en las zonas más industrializadas,
Cataluña, Valencia y País Vasco, durante los siglos XIX y XX. Esto no quita
para que desde el siglo XVIII, con ocasión del cambio de dinastía, se haya
querido imponer coercitivamente el español a los hablantes de otras lenguas.
Pero si no hubiese sido así, habría dado igual. Los habitantes de la península
tienden a reforzar sus lazos de cohesión y esto comunicativamente se ha
manifestado en una lengua común.
—¿Lengua común peninsular? ¿Incluye también Portugal?
—Obviamente no.
En el siglo XVI el español todavía se sentía en Portugal como una lengua
vehicular: sus mejores escritores lo usaban en alguna de sus obras (Gil
Vicente, Sá de Miranda o Camoens, por ejemplo: la tendencia continúa
modernamente con Pessoa o Saramago)), pero desde la ruptura de 1640 ha habido
un proceso de distanciamiento consciente. Paradójicamente no alcanzó a Brasil.
Hoy día el español y el portugués (en su modalidad brasileira) se sienten en
toda Latinoamérica como variedades cercanas e intercambiables, pero no así en
Europa. No estoy abogando por volver a la situación del siglo XVI. Aunque
personalmente soy iberista (es decir, partidario del acercamiento de España y
Portugal), en el momento actual el español es la lengua común en España, pero
no en Portugal. Otra cosa es que, por razones fonéticas, los portugueses
europeos comprendan mejor el español que a la inversa (es lo que a nosotros nos
pasa con el italiano). Si algún día España y Portugal llegan a formar algún
tipo de asociación estatal, por ejemplo confederal, habría que articularla
sobre la base de la intercomprensión lingüística, que, por otro lado, es el
panorama ideal al que deberíamos tender en España en relación con los romances
catalán y gallego. Entender la lengua del otro no es una fruslería, representa
la mitad de la comunicación.
—¿Por qué da usted tanta importancia a los mapas?
Llega a afirmar que “toda la tragedia de dos guerras mundiales está contenida
en los mapas que se imprimían en varios estados europeos antes de la
conflagración”.
—Los mapas
físicos representan la realidad; los políticos, su caricatura. En los primeros
se pinta el mar de azul y la tierra de ocre: es exacto, los peces se ahogarían
en la tierra y los conejos en el mar. Pero en los mapas políticos la necesidad
de representar una gran complejidad en solo dos dimensiones tergiversa los
hechos reemplazándolos por los deseos de quien encarga el mapa. Vemos el mapa
de España y parece que la mancha uniforme de color representa un mismo clima,
una sola lengua, una única religión… Oiga, ¿pero el catalán no traspasa la
frontera de los Pirineos y llega a Perpinyà? Oiga, ¿pero el islamismo no está
muy vivo en lugares como Granada o como Vic? Oiga, ¿pero de verdad que en
Galicia siempre está lloviendo y que en Benasque alcanzan los 20 grados bajo
cero en invierno? Esta manipulación de los mapas, casi siempre interesada, ha
provocado innumerables guerras. Por ejemplo, en el siglo XIX se imprimían mapas
de la grossdeutsche Lösung (Gran Alemania) y de la
kleindeutsche Lösung (pequeña Alemania), la primera con Austria y la
segunda sin ella. No hay duda de que la anexión de Austria por Hitler fue la
materialización de un mapa imaginario. Algo parecido puede decirse del mapa
imaginario del destino manifiesto (Manifest Destiny) promovido por John
L. O’Sullivan en 1845 y que justificaba la anexión por EE. UU. de todos los
territorios de América del norte comprendidos entre el Atlántico y el Pacífico
y su posterior intervencionismo imperialista en Latinoamérica.
—Castellano, español, ¿son términos sinónimos para
usted? ¿Qué término deberíamos usar si queremos hablar con precisión y sin
ofender a nadie? Usted nos advierte sobre la reducción del idioma español a la
lengua castellana.
—El castellano
es uno de los dialectos históricos del español, la koiné vehicular que surge a
lo largo del camino de Santiago simultáneamente en Navarra, Aragón, Castilla y
León durante la edad media. El origen de la sinécdoque (la parte por el todo)
estriba en que fue un gran rey castellano, Alfonso X, el primero que impuso una
normativa a dicho idioma y logró que la adoptaran sus vecinos.
—¿Y cuáles serían los otros dialectos históricos
del español?
—El
astur-leonés y el navarro-aragonés, en el norte, y el extremeño y el murciano,
que los continúan, en el sur. Como derivados directos del castellano tenemos el
andaluz y el canario.
—¿Se puede afirmar, como en ocasiones se afirma,
que el español ha sido impuesto siempre de forma coactiva a todos los
ciudadanos de las comunidades bilingües como Cataluña, Galicia, Euskadi,
Valencia o les Illes?
—En absoluto.
El español nunca se ha impuesto coactivamente, el castellano sí. El español es
una lengua vehicular, que fue adoptada por personas de lengua materna diferente
(primero vasca; luego francesa, gascona, italiana o alemana; más tarde catalana
o gallega) por razones estrictamente prácticas y sin renunciar a su idioma
materno. La imposición del castellano va ligada al estado moderno, a la
regulación de la justicia, de la educación o de la administración y
naturalmente adopta la normativa que dicho estado adoptó en el siglo XVIII, de
manera paralela a lo que estaba sucediendo en Francia y en Gran Bretaña.
—En las páginas 37-38 cita usted el Manifest
pel català com a única llengua oficial del grupo Koiné. Habla luego de
inexactitudes. ¿Cuáles serían las más importantes en ese Manifiesto donde habla
de colonizadores lingüísticos?
—La referencia
que hago es más que una cita, casi reproduce íntegramente dicho manifiesto.
—Tiene razón, disculpe.
—La razón es
que me interesaba dar a conocer a muchos hispanohablantes, que no conocen bien
la profundidad del malestar cultural catalán, las razones que se aducen. Tengo
que decir que algunas las comparto, otras las comprendo y unas pocas no me
convencen. Es a estas a las que Vd. se refiere y mi disenso tiene que ver,
sobre todo, con el concepto de colonizadores lingüísticos. Los hispanohablantes
que entraron masivamente en Cataluña durante el siglo XX fueron inmigrantes que
venían a labrarse una vida mejor y que con su esfuerzo convirtieron a Cataluña
en una comunidad mucho más próspera de lo que era. Hoy por hoy representan la
mitad de la población: ¿De verdad es viable Cataluña como comunidad política
–no entro en si debe ser independiente o no– en la que se ningunea
sistemáticamente a la mitad de su población?
—Fuerzas nacionalistas catalanas parecen (o sin el
‘parecen’) creer que sí, que es viable. De hecho, según los críticos, llevan
haciéndolo desde hace más de cuatro décadas.
—También los
espartanos creían que podrían tener a los ilotas trabajando eternamente para
ellos sin que se les respetasen sus derechos. Pero se rebelaron y Tucídides nos
cuenta lo que fue de Esparta.
—Sostiene usted también que es un error hablar de
España como un país multilingüe, que sería mejor usar el término plurilingüe.
¿Cuál es la diferencia? ¿Por qué es preferible la segunda opción?
—Multilingüe
quiere decir que coexisten varias lenguas (el ejemplo
prototípico sería Suiza), plurilingüe que el país se concibe a sí mismo y ante
el mundo como un lugar que sería impensable sin la convivencia de
varias lenguas. La razón de preferir la segunda opción es que la historia de
España es diferente de la de Suiza; España no es un agregado de cantones que
hoy siguen siendo monolingües, sino la suma de cuatro reinos bilingües porque
uno de los idiomas es vehicular. En Suiza hay cantones que solo hablan alemán y
cantones que solo hablan francés: si Luzern y Neuchâtel se separasen, no
pasaría nada. Incluso hay ciudades, como Freiburg, en las que el río separa
rígidamente a una comunidad de la otra. En España no existe nada parecido: una
conformación política basada en la lengua materna de la gente conduciría a una
balcanización salvaje y se saldaría inevitablemente con una guerra.
—Finaliza el capítulo de “Malvados invasores” con
estas palabras: “Evidentemente los inmigrantes y sus descendientes tenían poca
importancia en comparación con todos los negocios que se estaban montando
gracias al buen entendimiento de los conservadores de uno y otro lado del
Ebro”. Pero, añade, “tampoco la izquierda estuvo por la labor de atenerse a los
hechos y a la verdad: se ve que el materialismo histórico, en España, no es una
ideología que interpreta la historia en clave material, sino la historia que se
han montado para resolver los problemas echándole cuento a la vida. Así nos
va”. ¿Por qué la izquierda no fue capaz de atenerse a los hechos y a la verdad,
dos atributos muy importantes de los que suele hacer ostentación? También
escribe usted, más adelante: “Haciendo oídos sordos a la realidad, se ha
practicado una anormalísima política de sedicente ‘normalización lingüística’,
conducente a borrar el español de Cataluña. Y, sorprendentemente, la izquierda
española, de manera casi unánime, se ha unido al coro de este vergonzoso
lingüicidio que pretende aplastar la comunidad hispanohablante”.
—Pues sí. La
izquierda, que históricamente ha sido contraria a la imposición de unos sobre
otros y ha defendido consecuentemente a los marginados, desde los obreros hasta
las mujeres, siempre tuvo dificultades teóricas con la cuestión nacional, según
revelan numerosos textos y ejemplifica la polémica que mantuvieron Rosa
Luxemburgo y Lenin. Evidentemente, apoyar procesos de liberación nacional, como
el de la URSS o el de China, resulta obvio desde una postura marxista. El
problema es qué postura adoptar cuando las naciones que se quieren
autodeterminar se prefiguran como estados capitalistas a base de machacar a sus
minorías (y hasta a sus mayorías) proletarias. Es sintomático que la facción de
la izquierda catalana que ha apoyado y apoya entusiásticamente al nacionalismo
radical pertenezca a la misma clase social privilegiada que los líderes de este
último. Vienen a ser los mismos perros con distintos collares.
—Retomo un hilo anterior. ¿A qué llama koiné
peninsular? ¿Cómo surgió? ¿Cuál ha sido su papel?
—Llamo koiné
peninsular a la variedad romance que surgió en los reinos norteños de la
península ibérica a lo largo del camino de Santiago. Se trataba de un romance
originariamente vehicular, es decir, creado con finalidad práctica por gentes
que podían tener lenguas maternas muy alejadas del latín. Esta variedad no se
concibió como nacional, es decir, no representaba a unos frente a otros, sino
que se limitaba a facilitar la comunicación. Las comparaciones son odiosas,
pero a mí me recuerda al suajili, que es una lengua vehicular de base bantú que
utiliza mucha gente como materna en Tanzania y Kenia, y como vehicular en
Uganda, Zambia, Mozambique, Somalia, Congo, Burundi, Malawi, Ruanda, etc. Esta
lengua es un bantú extraño porque ha perdido los tonos, lo que sin duda
facilita su aprendizaje, y ha acabado por tener un sistema fonético muy simple.
Ello recuerda de cerca al español, cuyos sonidos vocálicos tienen menos grados
de abertura que los de sus hermanos catalanes, franceses, portugueses e
italianos. También son más sencillas las consonantes del suahili dentro del
grupo bantú, como lo eran las del español medieval en el sistema románico de
las sibilantes (pero no así las del castellano, que en la edad media recordaba
al catalán y al portugués).
—¿Cuál sería el uso adecuado de la expresión
“lengua propia”? ¿Qué tipo de entidades tienen, hablando propiamente, lengua
propia? ¿Los países o los ciudadanos?
—El
adjetivo propio en lengua propia no debería
significar nada diferente de lo que significa en casa propia, es
decir, la mía. Cuando discuto con un amigo y le digo ¿cómo te atreves a
insultarme en mi propia casa?, resulta evidente que estamos en mi casa
y no en la suya. Pero las casas en sí mismas no son propias, se
las apropia alguien cuando pasan a ser de su propiedad.
Las lenguas tampoco son propias, son los individuos los que las tienen como
propias o no. Y de la misma manera que uno puede tener varias casas propias,
puede tener varias lenguas propias. Por ejemplo, yo mismo como ciudadano de la
Comunidad Valenciana, tengo el español y el catalán como lenguas propias. Como
lenguas maternas, en cambio, tengo el español y el alemán porque son las que
hablaba mi madre, que nació en Múnich. Además, hay lenguas que no son propias,
pero que usamos por necesidad, según sucede con el inglés de la globalización.
—Habla en el libro de naciones verticales y
nacionalidades horizontales. ¿A qué comunidad y procesos se está refiriendo?
—Estas
denominaciones tienen que ver con la Reconquista, que es un proceso histórico
que modeló políticamente la península de norte a sur (es decir, en sentido
vertical): la nación gallego-portuguesa, la castellano-leonesa, la
vasco-navarra, la aragonesa, la catalano-valenciana, etc. Solo la andaluza se
ha configurado horizontalmente como nación, porque su origen está en
Al-Andalus, el territorio musulmán que los cristianos del norte iban empujando
hacia el mar.
Nacionalidad es
otra cosa, tiene que ver con la transversalidad resultante de la conveniencia
económica y cultural y va ligada a la lengua común.
—En el apartado “Teoría de la nación”, sostiene que
las naciones son invenciones relativamente modernas. ¿Desde cuándo podemos
hablar propiamente de naciones? ¿En el caso de España?
—Yo no soy
historiador, sino lingüista, pero basándome en los datos de mis colegas
entiendo que las naciones no surgen en un momento concreto, sino a lo largo de
un proceso de consolidación. No creo que Guifré el Pilós se sintiese de nación
catalana, como tampoco don Pelayo sabía que era asturiano. En el caso de
España, hay una serie de momentos claros: el compromiso de Caspe (1412), cuando
los estados de la Corona de Aragón aceptan una dinastía castellana; el
compromiso matrimonial de los Reyes Católicos y el matrimonio de dichos reyes;
el cambio de dinastía de los Austrias, que seguían un modelo patrimonial, hasta
los Borbones, que se acercan a un modelo estatal (en 1700 Felipe V fue
proclamado rey de España ¡en el palacio de Versalles!); la constitución de
Cádiz (1812); la constitución de 1978.
Esto es como
las relaciones amorosas: ¿cuándo se hicieron pareja María y Juan: cuando se
cruzaron sus miradas y se gustaron, cuando empezaron a salir juntos, la primera
vez que hicieron el amor, el día de la boda, cuando nació su primer hijo…? La
fecha oficial suele ser la de la boda y en el caso de España seguramente fue
1812. No tiene demasiada importancia.
—¿Cuál es la diferencia entre la concepción
funcional de la nación y la concepción étnica?
—La misma que
existe entre un concepto científico y una idea religiosa. La concepción funcional
es algo que va cambiando con el tiempo, depende de cómo los avatares de la
historia van modelando a un determinado grupo humano. La concepción étnica
parte del pueblo como entelequia intocable y eterna. Filosóficamente se podría
decir que la primera es racionalista y la segunda idealista.
—Le cito de nuevo: “La política lingüística de las
comunidades bilingües, unas más que otras, me recuerda lo que está haciendo el
estado de Israel con los palestinos: una canallada, que no está justificada en
absoluto por el genocidio de los nazis porque los palestinos no tienen nada que
ver con ellos”. ¿Cómo hemos llegado a una situación que usted describe en
términos muy críticos?
—Existen varias
razones. La principal es que, extrañamente, España es un país en el que solemos
inspirarnos en experiencias ajenas sin llegar nunca a comprenderlas en lo
fundamental. Un diablo cojuelo que nos pudiese ver levantando el tejado de
nuestra historia se sorprendería de que el imperio de las Indias, que tanto se
ha criticado, era un imperio premoderno hecho a imagen y semejanza del de Roma,
pero sin la flexibilidad religiosa de los romanos. También se sorprendería de
que, aunque la política de centralismo administrativo y monolingüismo educativo
de los Borbones españoles constituye un pálido reflejo de la que practicaron
Luis XIV y sus sucesores jacobinos, la mala fama la tiene el estado español que
“se ha convertido en un problema para la democracia europea” (Puigdemont dixit)
y no el pulcro estado francés.
Seguramente
esta tendencia al masoquismo colectivo es una consecuencia de nuestra condición
periférica en el continente. Nos pasa lo mismo que al pueblo ruso, un
paralelismo que se ha señalado muchas veces por ambas partes, no sin razón. En
una situación como ésta siempre se buscan culpables, y las iras de la
impotencia nacionalista xenófoba han recaído en los inmigrantes
hispanohablantes, una gente que ha tenido la osadía de conservar la lengua de
sus antepasados contra viento y marea. De ahí mi pesimismo: ni los unos se irán
ni los otros dejarán de pretender que la mejor Cataluña es la de antes, cuanto
más atrás en el tiempo, mejor. Pero Palestina, troceada y sin estado, sigue
existiendo.
—Permítame que insista en una arista ya comentada.
La migración a Cataluña de los años sesenta y setenta de los trabajadores/as
españoles de otras comunidades, ¿fue una estrategia del régimen franquista, del
Estado español, como se quiera decir, para españolizar Cataluña? ¿Hay alguna
base histórico-lingüística para hacer esta afirmación?
—Hay fundamentos,
tanto históricos como lingüísticos, para afirmar lo contrario. Históricamente
el franquismo intentó dificultar la concentración de trabajadores en Barcelona
y en su zona de influencia porque fue allí, junto con Valencia, donde más
tiempo resistió la II República y donde previsiblemente los inmigrantes iban a
encontrar un ambiente más favorable a la izquierda. No se equivocaba: después
de la guerra la resistencia antifranquista empezó antes en Cataluña que en el
resto de España y, por otro lado, los maquis entraron desde Francia por el
valle de Arán.
En cuanto al
fundamento lingüístico hay que decir que una buena parte de la emigración hacia
Barcelona venía del sur, pero otra procedía de Galicia.
—Muchos catalanistas, incluidos historiadores,
algunos de ellos valencianos, sostienen que el problema de Cataluña (también,
tal vez, de Valencia) tiene fecha antigua. Lo asocian al Compromiso de Caspe de
1412, cuando Cataluña –no hablan de la Corona de Aragón propiamente– se vinculó
con la dinastía castellana de los Trastámara. ¿Hay alguna base para una
afirmación así?
—Ya lo he
dicho: ese episodio representa el comienzo del proceso que lleva al estado
español, solo que no fue ningún problema. Si a un escocés le dijesen que el
Acta de la Unión (1707), por la que se constituye el Reino Unido, ha sido un
problema se reiría porque los beneficios para Escocia, derivados del imperio
británico, superaron con mucho a los inconvenientes. Si a un estadounidense de Tejas
le dijeran que el estado de la estrella solitaria habría hecho bien en
permanecer al margen de EE.UU., sus carcajadas se oirían en Nueva York. Son
afirmaciones gratuitas propias del Ku Klux Klan y organizaciones racistas por
el estilo. El problema, eso sí, es que las rodean de una parafernalia simbólica
y folclórica con la que se logra atraer a mucha gente.
Cuestión
diferente es la de si, ahora que Gran Bretaña ha salido de la UE y ya no tiene
imperio, le conviene a Escocia seguir allí. Pero lo de Cataluña es simplemente
incomprensible: ya no existe el imperio español (del que, por cierto, se
benefició mucho más que otras comunidades, sobre todo desde el siglo XVIII),
pero la conditio sine qua non para seguir en la UE, y se lo
han dejado muy claro, es que forme parte de España.
—¿Incomprensible significa aquí irracional? Si fuera así, ¿cómo puede
explicarse esta irracionalidad? Una burguesía que siempre se las ha dado de muy
europea e ilustrada, ¿representada por unos partidos nacionalistas que no tocan
realidad, que viven en el limbo?
—Me temo que
pone Vd. el dedo en la llaga. En realidad, incomprensible es
mucho más que irracional: el romanticismo del XIX exaltó la
irracionalidad, pero como actitud emocional ante la crisis del antiguo régimen,
que es lo que le subyace, se comprende. Por eso su consecuencia política más
evidente, la explosión de los nacionalismos en Europa, tiene una lógica. Sin
embargo, en el siglo XXI lo del independentismo catalán es imposible de
entender: lo que lleva destruido se lo echarán en cara muchas generaciones
futuras de catalanes y lo que puede lograr es simplemente nada.
—Cita usted en varias ocasiones a Joan-Lluís
Marfany. ¿Qué opinión le merece la obra de este intelectual no siempre
justamente reconocido?
—Marfany es un
ejemplo de lo que necesita Cataluña. Me admira su independencia intelectual,
aunque no coincidamos en muchas cosas, pues él es un catalanista comprometido y
yo, que ni siquiera soy catalán, no. Se trata de un historiador de la talla de
Vicens Vives o de Reglà. Hace bien en seguir en la Universidad de Liverpool:
imagino que en el ambiente irrespirable de Barcelona, donde un tal Torra llegó
a dirigir el Centre Cultural Born, Marfany no podría haber hecho nada.
—Cuando habla usted de lengua trasnacional, ¿a qué
se está refiriendo?
—La
transnacionalidad es un concepto moderno surgido en economía. Una empresa
transnacional crea clones de sí misma adecuados a los entornos en los que se ha
instalado y desde los que se toman las decisiones. Por el contrario, las empresas
multinacionales son imperialistas, todo se cuece en la sede central. Hasta
ahora las lenguas globales como el inglés eran multinacionales. El español, que
empieza a ver proliferar varios centros de orientación normativa, está en
camino de convertirse en la gran lengua transnacional del momento presente.
—¿Quiere añadir algo más?
—Solo deseo
agradecer a El Viejo Topo la oportunidad que me brinda con
esta entrevista. El momento que vivimos en España es muy importante porque hay
muchos aspectos convivenciales que no podremos resolver sin una pluralidad
lingüística justa y simbólicamente asumida por todos.
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