Ante la escalada bélica en la
Europa del Este: ¡Alto a la expansión y la provocación imperialistas! ¡No al
rearme de la Ucrania fascista contra las repúblicas de Donetsk y Lugansk!
DIARIO OCTUBRE / enero 30, 2022
Ante las provocaciones belicistas que están produciéndose por parte de las potencias occidentales, con los Estados Unidos como principal pirómano, se hace necesario clarificar una serie de ideas, al servicio de ir creando un movimiento de solidaridad internacional que trate de frustrar los planes de agresión del imperialismo en la Europa del este y contra Rusia. Esta, junto a China, es cada vez más vista por el Occidente imperial, principalmente por EEUU, como una potencia que hay que desmembrar a fin de prolongar una hegemonía cada vez más contestada y en decadencia.
Para el movimiento revolucionario, seguir con detenimiento los
acontecimientos que se están precipitando en la frontera con Ucrania no solo
resulta una exigencia en términos de solidaridad con los que están dispuestos a
luchar allá –pensamos concretamente en quienes resisten al gobierno títere y
faccioso de Ucrania–, sino que, por el tipo de actores, consecuencias y
repercusiones que puede traer consigo, este enfrentamiento podría acabar siendo
un acelerador de contradicciones políticas y sociales mucho más cerca de
nuestras fronteras.
El Estado español es parte y cómplice del bando agresor, de sus estrategias belicistas, y nuestra responsabilidad aquí y ahora es para con él. Un verdadero internacionalismo implica ser conscientes de nuestra posición en el capitalismo internacional, para señalar y confrontar los planes de nuestros imperialistas.
Un breve contexto histórico
La política de
hostigamiento contra la Rusia contemporánea data prácticamente desde su propia
fundación como república. Tras la disolución de la Unión Soviética, a partir de
1991, la oligarquía financiera internacional, con el aval de los presidentes
Bush padre y Clinton, al amparo de la fuerza militar de la OTAN y con la
complicidad de una parte de los exlíderes soviéticos –con Yeltsin a la cabeza–,
comenzó un proceso intensivo de privatización y parasitación de las economías
la Europa del Este, sin duda con las miras occidentales puestas en desmembrar
la inmensa Rusia para mejor repartírsela y expoliarla.
Lo que
sobrevino tras la desaparición de la Unión Soviética supuso un auténtico
desastre social, cuando no la quiebra total de los países que la componían y de
los que fueron sus aliados. Desde Polonia a Georgia, pasando por Rumanía o
Bulgaria, todos esos pueblos que en su día escaparon de la miseria por medio
del socialismo, con la reinstauración del capitalismo iban a ser presa de los
intereses de toda clase de parásitos: oligarcas, mafiosos, especuladores y
usureros, que, entronizados en el nuevo sistema “liberal” y “democrático”, iban
a poner una auténtica alfombra roja para los grandes monopolios extranjeros. Ya
desde ese momento los Estados Unidos y la Unión Europea en torno a Alemania –no
sin tácticas diferentes– iban a tratar al mismo tiempo de comprar el favor de
las nuevas oligarquías nacionales, incluida la rusa, y fomentar un clima de
exacerbación militarista contra este país-potencia que pese a su por entonces
complacencia con los líderes occidentales, podía aún suponer una amenaza.
Sin embargo,
ese juego a dos bandas que trataba de desmembrar soterradamente la esfera de
influencia rusa iba a ser cada vez más palpable, y el matrimonio de
conveniencia entre la oligarquía yanqui y las nuevas élites rusas, la época
dorada de los encuentros íntimos entre Yeltsin y Clinton, iba a resquebrajarse.
En 1999 Rusia comenzaba un proceso paulatino de relanzamiento económico,
Yeltsin era sustituido por Vladimir Putin mientras el país encaraba el inicio
de la segunda guerra chechena. Pero justo ese mismo año se producía una primera
entrada masiva de países de Europa del Este a la OTAN. Esta primera entrada de
los llamados miembros del “pacto de Visegrado” (Polonia,
República Checa y Hungría) supuso de facto la ruptura del pacto tácito que los
líderes norteamericanos habían ofrecido a los líderes soviéticos en el proceso
de desmovilización del Pacto de Varsovia, en que se comprometían a no expandir
la influencia de la alianza hacia el Este.
En el 2004, los
Estados miembros de la OTAN avalaban la entrada en la organización de otros
diez países, entre los que estaban Estonia, Letonia y Lituania, prácticamente a
las puertas de San Petersburgo y Moscú; unas repúblicas que de continuo
albergan tropas y en las que se celebran numerosas maniobras militares, y que
siempre se alinean con las posturas más anti-rusas. Entre 2004 y 2020 se
produjo la entrada de Albania, Croacia y Montenegro, y se extendió la opción de
membresía a Bosnia, Georgia y Macedonia. Recientemente, la alianza militar
atlántica también ha comenzado conversaciones con Suecia y Finlandia.
Esta política de aislamiento y avance de posiciones emprendida por parte de los halcones yanquis en Europa central, los Balcanes y el Cáucaso, llegaba a su punto álgido en el año 2014 en Ucrania, cuando una serie de protestas más o menos espontáneas contra la corrupción fueron catalizadas por grupos ultranacionalistas y de extrema derecha para derrocar el gobierno de Víctor Yanukovich. Aquellas protestas cristalizaron en un auténtico golpe de Estado, que instaló en el país un gobierno títere al servicio de la estrategia estadounidense y más cercano a los dictados de la UE. El nuevo régimen comenzaría desde el minuto uno una represión feroz contra el movimiento obrero, las organizaciones de izquierda y las minorías étnicas y culturales, especialmente la rusa, una población que representa un porcentaje importante y que llega a ser mayoritaria en algunas zonas del este y sur ucraniano. Allí, rápidamente dio comienzo un proceso de resistencia, con una importante componente antioligárquica y antifascista, que liberó de las garras del nuevo gobierno las provincias de Donetsk y Lugansk.
Ante la amenaza
que suponía el nuevo gobierno, Rusia intervino en la región de Crimea, para
evitar que este punto estratégico y de población mayoritariamente rusa quedase
en manos del nuevo régimen surgido tras el golpe. Esa intervención militar fue
un claro punto de inflexión en su política exterior, que a partir de ese
momento comenzaba a responder activamente a las maniobras norteamericanas. En
2015 Rusia intervenía exitosamente en Siria –en defensa del gobierno de Assad y
contra los intentos de occidente para derrocarlo y desmembrar el país–, en el
año 2020 las tropas rusas se convertían en la garantía del alto al fuego en la
región del Alto Karabaj entre Armenia y Azerbaiyán, en el año 2021 su presencia
diplomática fue crucial para el fracaso de un nuevo intento de “revolución de
color” en Bielorrusia, y ya en las primeras semanas de este 2022 la OTSC
intervenía para sofocar las revueltas en Kazajstán, ante el peligro de que
fueran utilizadas para dar un nuevo golpe de estado y rodear de forma agresiva
a Rusia.
Una crisis más que anunciada
La capacidad de
Rusia de responder con determinación a la hoja de ruta desestabilizadora de los
norteamericanos le ha granjeado el estatus de potencia regional, a tener en
cuenta por la práctica totalidad de los gobiernos cuyos intereses entran en
contradicción con el imperialismo. Por ejemplo, la derrota de la OTAN en
Afganistán ha hecho que numerosos países de Asia Central (Tayikistan,
Turkmenistan, Uzbekistan…) busquen una alianza en materia de defensa con Moscú[1]. La propia
Venezuela bolivariana ha tratado por todos los medios de acercarse al país
eslavo. O en la misma línea, no es casual que al tiempo que se agudizaba esta
nueva crisis en la frontera con Ucrania, el presidente iraní Ebrahim Raisi
compareciese en viaje oficial a la Federación Rusa, anunciando un avance en
materia de cooperación económica para revertir la política de sanciones que los
yankis han interpuesto contra ambas naciones[2].
El nuevo
escenario solo puede interpretarse correctamente a la luz de la pérdida cada
vez más profunda de base la material que sustente la política expansionista de
los USA, y el auge de una alianza cada vez más consolidada –precisamente por
las presiones del enemigo común– en torno a eje Moscú-Teherán-Pekín. Los
Estados Unidos hoy cuentan únicamente con la supremacía militar para prolongar
su hegemonía, y su mayor interés pasa por completar el cerco a esas tres
naciones, intentando de paso imponer su agenda a la propia UE. Una agenda que
pasa por la instauración de regímenes controlables, o por la creación y
exacerbación de conflictos en los que, aunque no pueda “vencer”
definitivamente, la degradación de la situación conduzca a un caos generalizado
y a una amenaza de desestabilización permanente, bajo la cual ellos pueden
seguir presentándose como aquel actor que garantiza –a su antojo y
arbitrariamente– el (des)orden mundial. En su particular trayectoria
descendente como primera potencia presentan al mundo la siguiente dicotomía: la
servidumbre o la guerra, o nosotros o el caos (que también somos nosotros).
En el caso específico de Ucrania, Estados Unidos junto con el resto de países que ha ido posicionando a su favor y en contra de Rusia –Polonia, Croacia, Estonia, Letonia, Lituania– no han cesado desde 2014 de inflar el conflicto. Adiestrando a organizaciones paramilitares ultraderechistas, regando el campo de batalla de armamento –170 toneladas han llegado desde norteamérica solo en la última semana–, fomentando comportamientos provocadores por parte de los batallones ucranianos –que desde la firma de los Acuerdos de Minsk han vulnerado en incontables ocasiones la tregua e incumplido todo lo acordado en aquel momento–, esperando que termine de prender el polvorín que es hoy ese país y poniendo bajo amenaza a las pequeñas repúblicas surgidas de la resistencia en el Donbass. Al mismo tiempo, preparan la propaganda para presentar cualquier reacción de Rusia como una “agresión”, cuando en todo caso se trata de una respuesta a la guerra no declarada que viene sufriendo este país desde poco después del final de la Guerra Fría, y cada vez con más intensidad.
En su intento
de seguir presentándose como “protectores del mundo libre”, EEUU necesita
avivar un conflicto entre Europa y Rusia, evitar que normalicen relaciones y en
última instancia conseguir que una polarización y eventual escalada haga que
sus antiguos aliados de la Guerra Fría tengan que volver a reconocerles como
“gendarme”. Comprender esto es esencial. Hasta el derrumbe de la Unión
Soviética, el “enemigo socialista” ayudaba a mantener –aunque fuera de manera
forzada– una unidad en torno a los norteamericanos, pero desde entonces las
diferencias o la divergencia de intereses entre EEUU y las potencias europeas
no han dejado de crecer, y se están expresando da manera latente en la actual
crisis.
Mientras los
Estados Unidos y una Inglaterra liberada de la UE prosiguen la escalada,
utilizando a las repúblicas bálticas y algunos países del este muy ligados a
ese eje anglosajón, las potencias europeas son más escépticas y se sitúan todo
al margen que les permite su posición de fuerza. Alemania trata de desmarcarse
e incluso se atreve a poner trabas al envío de armas[3], mientras
reconocen que las sanciones con las que se amenaza a Rusia también les
afectarían a ellos. El gaseoducto Nord Stream II, que los americanos llevan
años tratando de boicotear, continúa parado después de que sus obras hayan
finalizado, pero cuesta creer que después de tanto dinero y energías invertidas
el gas ruso –del que depende buena parte de Europa– no acabe llegando por él.
Recientemente hemos sido testigos de las declaraciones de un integrante del
Estado Mayor alemán apelando a que la comunidad internacional respete las
exigencias de Vladimir Putin[4]; palabras que le han costado el puesto, quizás por expresar en voz alta
algo que no se puede decir, pero que piensa buena parte de los líderes
alemanes. Francia por su parte es la potencia europea que más ha venido
cuestionando la OTAN, no se pueden olvidar aquellas declaraciones de Macron
hablando de “muerte cerebral” en la alianza atlántica. El país galo lleva años
buscando más autonomía militar, e igual que los germanos en el actual conflicto
apuesta por distanciarse de la línea más belicista. De fondo, el imperialismo
europeo lleva tiempo dando señales de querer caminar –por lejos que aún esté su
materialización efectiva – hacia la construcción de un ejército propio.
Ante esta
coyuntura prebélica: ¿Qué hacer?
En primer lugar
y de cara a nuestro pueblo, es esencial comprender la capacidad que tienen
nuestros regímenes de crear en muy poco tiempo un clima de demonización, de
confusión, de alarma y finalmente de guerra contra un país. En épocas de crisis
profunda, la burguesía necesita evitar ser el centro del malestar y de la ira,
que la clase obrera y el pueblo no centren sus ataques contra ella; y la
guerra, la utilización del enemigo externo, la apelación a la patria y la
exacerbación del nacionalismo han sido herramientas recurrentes en la historia.
Con ello, además, pretenden conseguir que la clase obrera ataque a sus
defensores, aislando y haciendo pasar por traidores a los revolucionarios que
se oponen a la guerra. Basta recordar la Primera Guerra Mundial y el
tratamiento de “traidores a la patria” que recibieron los Bolcheviques, o las
duras consecuencias que tuvo la apuesta por la “guerra a la guerra” hecha por
héroes de la clase obrera como Rosa Luxemburg o Karl Liebknecht.
Hoy estamos
todavía lejos de aquella situación de guerra total que trajo consigo la
práctica destrucción de los Estados europeos –abriendo una oportunidad
excepcional para el avance de posiciones revolucionarias–, pero una situación
de tensión pre-bélica como la que vivimos debe servirnos para comenzar a
entramar un trabajo antiimperialista riguroso, que pueda tener arraigo entre
nuestro pueblo y cuyo primer deber sea señalar y confrontar a nuestro propio Estado.
España se ha posicionado servilmente al lado de Washington, aprobando desde el
primer momento el envío de tropas y participando de la intoxicación general
contra Rusia[5], igual que en 2014 daba apoyo al gobierno ucraniano surgido
tras el golpe de estado[6]. Para el Mar Negro ha salido la fragata Blas de Lezo (sic) junto a otro
buque de guerra, mientras se envían cazas a Bulgaria y se refuerzan las tropas
que tradicionalmente se mantienen en Lituania o Letonia. Toda una declaración
de intenciones para con Rusia, en un intento de sacar pecho dentro de la OTAN,
mientras Madrid prepara la cumbre de la organización militar que tendrá lugar
en junio de este 2022.
En segundo
lugar, no podemos caer en equivocaciones ni en confusiones. Frente a una guerra
de la que nuestro país es partícipe y se sitúa dentro del bloque agresor,
nuestro deber es el de confrontarla, aquí donde nos toca. Además, es
inaceptable hablar de dos bandos equiparables, como si la política de
cercamiento, agresiones o promoción de golpes de estado por parte de la OTAN
fuera igual a la respuesta que Rusia está dando frente a las mismas, y como si
Rusia estuviera situada en el mismo escalón dentro del sistema imperialista. En
lo que toca al ámbito militar, Rusia es una potencia que dificulta la presión
de los imperialistas dentro de sus fronteras y en sus países cercanos, pero es
ridículo comparar su accionar con el del imperialismo occidental que invade y
trocea países, impone y depone gobiernos.
Por la parte
económica, esencial para el marxismo, el imperialismo no depende de los anhelos
que puedan albergar los “nuevos ricos” rusos, sino de la capacidad efectiva,
histórica y material de llevar a cabo esos deseos, en un sistema-mundo que ha
sido constituido por y para las potencias occidentales[7]. Rusia tiene
un peso muy pequeño en la actividad imperialista por excelencia, que es la
exportación de capitales para la explotación del trabajo y la extracción de
recursos del exterior. Su capital financiero es de poca relevancia a nivel
internacional y sus monopolios no ejercen ningún dominio de importancia: la
mayoría de las pocas empresas que aparecen entre las principales
multinacionales a nivel mundial –tan sólo seis entre las 500 primeras, 25 entre
las primeras 2000– son las dedicadas a la extracción de materias primas, una
actividad que representa más del 80% de sus exportaciones, rasgo que es más
bien característico de países subdesarrollados. Otros datos como la
productividad del trabajo, la exportación de productos de alta tecnología o su
papel en la banca internacional –tan sólo un banco ruso aparece entre los 100
primeros, el número 66– nos muestran más un estado de la semiperiferia
capitalista que algún tipo de potencia imperial[8].
En cualquier
caso, para los y las comunistas no se trata de defender gobiernos al otro lado
de las trincheras –no es eso lo que hacemos, por mucho que la propaganda agite
el espantajo de los “pro-rusos”–, ni de entrar a definir ideológicamente al
Estado o al gobierno de Rusia, por necesario que sea conocer su realidad. La
coyuntura que se nos presenta no va de eso. Nuestra responsabilidad, aquí y
ahora, es la de señalar a nuestro enemigo principal, ese que como decía Karl
Liebknecht está dentro de nuestras fronteras y que hoy es partícipe del bando
agresor. La comparación de la escalada bélica actual con escenarios como el de
la Primera Guerra Mundial, para justificar posturas que hablan de “dos
imperialismos” y se oponen a ambos –el ruso y el occidental– es inaceptable por
la caracterización de los actores, pero es que además el rechazo a la guerra
que los bolcheviques o los espartaquistas mantuvieron entonces, se sostuvo sobre la oposición directa a su
propia burguesía. Ese es el verdadero internacionalismo, y esta es nuestra
principal tarea.
El Estado
español tiene responsabilidad en las calamidades vividas por el pueblo
Ucraniano en los últimos años, en su empobrecimiento, en la situación de guerra
que sigue viviendo, en las decenas de miles de refugiados. Una situación que es
especialmente cruda en el Donbass y en las repúblicas de Donetsk y Lugansk, con
las que hoy toca solidarizarse más que nunca. Si acaba estallando una guerra,
nuestro gobierno tendrá las manos manchadas de sangre, y el papel de los
comunistas está en hacer pagar a nuestra burguesía cada uno de sus crímenes.
Para todo militante consciente, es de vital importancia trabajar en la
construcción de un movimiento de solidaridad internacional y por la paz, que
exija la retirada de tropas españolas en la Europa del Este, la salida de
nuestro país de la OTAN y que denuncie todas las atrocidades cometidas por el
imperialismo.
Red Roja, enero de 2022
[6] Años después, el Estado español sigue hablando
de “valores europeos” o de “democracia y libertades”para referirse a un golpe
de estado y unos acontecimientos protagonizados en su mayor parte por fuerzas
ultraderechistas, con el apoyo del imperialismo occidental.
[7] En un reciente texto publicado por los
compañeros de Iniciativa Comunista se hace un análisis minucioso de los
elementos definitorios del imperialismo, poniéndolos en relación con las
características del actual Estado ruso. Merece la pena su lectura: https://iniciativacomunista.org/2022/01/25/la-otan-rusia-y-el-fetiche-del-interimperialismo/
[8]https://mronline.org/2019/01/02/is-russia-imperialist/
FUENTE: redroja.net
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