Tal día como hoy de 1957 moría el eminente psicoanalista austriaco Wilhelm Reich, uno de los principales exponentes del llamado marxismo freudiano. Lo recordamos con un epígrafe de una de sus obras de mayor interés… y actualidad.
La psicología de masas de la pequeña burguesía
EL Viejo Topo
3 noviembre,
2021
Ya hemos dicho
que el éxito de Hitler no se explica ni por su “personalidad” ni por el papel
objetivo-que su ideología ha jugado en el capitalismo en pleno desorden. La
“mistificación” de las masas tampoco es una explicación. Por nuestra parte,
hemos concedido la primacía a la cuestión de lo que sucedía en el seno
de las masas para que éstas se unieran a un partido cuyos jefes perseguían una
política objetiva y subjetivamente opuesta a los intereses de las masas
trabajadoras.
Para responder
a esta cuestión es preciso recordar que el movimiento nacionalsocialista se
apoyaba al comienzo de su victoriosa carrera sobre amplias capas de las
llamadas clases medias, es decir, sobre los millones de empleados y
funcionarios, sobre los comerciantes medios y los campesinos pequeños y medios.
Considerado desde la perspectiva de su base social, el
nacionalsocialismo era en su comienzo un movimiento pequeñoburgués donde quiera
que hizo su aparición, en Italia, en Hungría, en Argentina o en
Noruega. Esta pequeña burguesía, que militaba antes en los diferentes partidos
democráticos tuvo que sufrir una transformación interior que justificara el
cambio de postura política. Las semejanzas fundamentales, así como las
diferencias de las ideologías burguesa-liberal y fascista se explican por la
situación social de la pequeña burguesía y por la estructura psicológica que
aquélla entraña.
La pequeña
burguesía fascista es idéntica a la pequeña burguesía liberal, con la sola
diferencia de que pertenecen a épocas distintas. El nacionalsocialismo ha
obtenido sus votos en las elecciones de 1930 y 1932 casi exclusivamente del
Partido Alemán Nacional, del Partido de la Economía (Wirtschafts-partei) y de
los subgrupos del Reich alemán. Sólo el Centro Católico conservaba sus
posiciones incluso en las elecciones de Prusia de 1932. Únicamente en esa fecha
consiguió el nacionalsocialismo ganar terreno entre los obreros industriales.
Pero, tanto antes como después, quienes formaron el grueso de las tropas de la
cruz gamada fueron las clases medias. Durante la más grave crisis que el
sistema capitalista haya conocido desde sus orígenes (la de 1929 a 1932), las
clases medias, agrupadas bajo la bandera del nacionalsocialismo, tomaron
posesión de la escena política y se opusieron a la reestructuración
revolucionaria de la sociedad. La reacción política tenía una concepción muy
justa de esta función de la pequeña burguesía: “En último análisis, la
existencia de un Estado depende de las clases medias”, se leía en un panfleto
de los alemanes nacionales del 8 de abril de 1932.
El problema de
la importancia social de las clases medias ocupó un lugar destacado en las
discusiones de la izquierda después del 30 de enero de 1933. Hasta entonces, no
se había concedido atención a las clases medias, porque los espíritus se
hallaban cautivados por la evolución de la reacción política, por el régimen
autoritario. En cuanto a los políticos, se desinteresaban de la psicología de
masas y de sus problemas. Fue necesario esperar al 30 de enero para que la
“rebelión de las clases medias” ocupase el lugar principal de la escena. Si
seguimos de más cerca la discusión del problema, se observan dos tendencias
principales: la primera consideraba que el fascismo “no era otra cosa” que la
guardia política de la alta burguesía; la otra tendencia, sin olvidar este aspecto,
ponía de relieve la “rebelión de las clases medias”, lo que valió a sus
representantes el reproche de obscurecer el papel reaccionario del fascismo.
Para dar mayor peso a esta última argumentación se invocaba el nombramiento de
Thyssen como dictador de la economía, la disolución de las organizaciones
económicas de las clases medias, la anulación de la “segunda revolución”; en
una palabra, se acentuaba siempre el carácter más reaccionario del fascismo
aparecido a partir de fines de junio de 1933.
Se podían
observar algunos puntos obscuros en la discusión, que llegó a ser muy animada:
el hecho de que el nacionalsocialismo revelase su carácter imperialista después
de la toma del poder, que se apresurara a eliminar del movimiento todo elemento
“socialista” y que preparase la guerra por todos los medios, no contradecía el
otro hecho de que, visto desde la perspectiva de su base de masas,
el fascismo era claramente un movimiento de las clases
medias. Nunca hubiera podido ganar Hitler para su causa a las clases
medias si no hubiera prometido iniciar la lucha contra el gran capital. Estas
clases le ayudaron a vencer porque estaban en contra del gran
capital. Presionados por ellas, los dirigentes nacionalsocialistas tuvieron que
tomar medidas anticapitalistas que se vieron obligados a revocar a instancias
del gran capital. Si no se hace la distinción entre los intereses subjetivos en
la base de masas de un movimiento reaccionario y su función reaccionaria
objetiva, que son antagónicos (aunque unidos al principio en el conjunto del
movimiento nacionalsocialista), resulta imposible comprenderse, ya que al
hablar del fascismo, el uno entiende su función objetiva mientras que el otro
piensa en los intereses subjetivos de las masas fascistas. El antagonismo entre
estos dos aspectos del fascismo explica todas sus contradicciones y aclara
también su convergencia en una sola forma, el
nacionalsocialismo, convergencia tan característica del movimiento hitleriano.
En la medida en que el nacionalsocialismo estaba obligado a poner de relieve su
carácter de “movimiento de las clases medias” (antes y poco después de la toma
del poder), resultaba en efecto, anticapitalista y
revolucionario; pero, como no hizo nada para desposeer de sus derechos
a los grandes capitalistas, cuando dejó caer cada vez más claramente su máscara
anticapitalista, para poner de relieve su función exclusivamente capitalista, a
fin de reforzar y mantener su poder, se convirtió en el defensor fanático del
imperialismo y en el pilar del orden económico del gran capital. Importa poco
entonces saber si sus dirigentes eran socialistas honrados (según ellos) o no,
mientras en sus filas hubiera demagogos y arribistas ávidos de poder. Todas
estas consideraciones no permiten iniciar una política antifascista. La historia
del fascismo italiano hubiera permitido comprender el fascismo alemán y su
ambigüedad toda vez que el italiano reunía en su seno las dos funciones
netamente antagónicas de las que acabamos de hablar.
Los que niegan
o desestiman la función atribuida a la base de masas del fascismo, confían en
su convicción de que las clases medias, que ni disponen de los grandes medios
de producción ni trabajan en ellos, no pueden, a la larga, hacer la historia y
se encuentran a caballo entre el capital y el mundo del trabajo. Olvidan que
las clases medias son perfectamente capaces de hacer la historia y que la hacen
efectivamente, sí no a largo plazo, al menor durante un periodo
históricamente limitado, lo que confirma la historia del fascismo
alemán y del italiano. No tenemos aquí solamente en cuenta la anulación de las
organizaciones obreras, las innumerables víctimas, el asalto de la barbarie,
sino sobre todo, los obstáculos puestos a la transformación de la crisis
económica en la conmoción de la sociedad, en la revolución social. Una cosa es
evidente: cuanto más numerosa e influyente en una nación es la clase media,
tanto más hay que contar con ella como potencia social que actúa. De este modo
pudimos asistir de 1933 á 1942 al fenómeno paradójico de un Fascismo nacionalista
que pudo ganarle la partida al internacionalismo social revolucionario en tanto
que movimiento internacional. Socialistas y comunistas
hiciéronse ilusiones en lo relativo a la progresión del movimiento
revolucionario con relación al de la reacción y cometieron un verdadero
suicidio político, a pesar de todas sus buenas intenciones. Este problema
merece que se le examine con el mayor cuidado, porque el proceso que ha
afectado a las clases medias de todos los países es infinitamente más
importante que la comprobación del hecho archí conocido y perfectamente trivial
de que el fascismo representa la reacción económica y política bajo su forma
más extrema. Esta última comprobación carece de todo interés político, como lo
ha demostrado ampliamente la historia de los años 1928 a 1942.
Las clases
medias se pusieron en movimiento y, bajo el disfraz del fascismo, efectuaron su
entrada en la escena política como fuerza social. Lo que importa no son las
intenciones reaccionarias de Hitler o de Goering, sino los intereses sociales
de las clases medias. Gracias a su estructura caracterológica, las clases
medias disponen de una fuerza social enorme, que sobrepasa con mucho su poder
económico. Esta capa social es la que ha realizado la hazaña de sostener el
sistema patriarcal durante varios milenios y de mantenerlo vivo a pesar de
todas las contradicciones.
La existencia
del movimiento fascista es, sin duda, la expresión social del imperialismo
nacionalista. Pero el hecho de que el fascismo haya podido convertirse en un
movimiento de masas y tomar el poder, gracias a lo que le ha sido posible
realizar su función imperialista, no se explica más que por el movimiento de
masas de la clases medias. Quien quiera comprender los aspectos contradictorios
del fascismo tiene que tener en cuenta las oposiciones y los antagonismos en un
momento determinado.
La situación
social de la clase burguesa está determinada:
por su posición en el proceso capitalista de producción;
por su posición
en el aparato del Estado autoritario;
por su
situación familiar particular, que se deriva
directamente de su posición en el proceso de producción y nos proporciona la
clave para la comprensión de su ideología. Económicamente hablando, la
situación del pequeño campesino, del funcionario y del comerciante medio son
distintas pero, en el aspecto familiar, existe una identidad, al
menos en líneas generales.
La rápida evolución
de la economía capitalista en el siglo xix, la mecanización progresiva e
ininterrumpida de la producción, la concentración de distintas ramas de la
producción en
sindicatos y trusts monopolistas, han dado como resultado la depauperación
inexorable de los comerciantes y los artesanos pequeño burgueses. Incapaces de
resistir la competencia de las grandes industrias, que producen más barato y
más racionalmente, las pequeñas empresas están condenadas a perecer.
“Las clases
medias no tienen otra cosa que esperar de este sistema que la desaparición
despiadada. El problema es sencillo: o bien se confunden todos en la masa gris
y sombría del proletariado, donde todos poseen lo mismo, es decir, nada; o bien
se concede a los particulares la posibilidad de adquirir bienes propios por la
fuerza y la tenacidad, por el arduo trabajo de toda una vida. Clase media o
proletariado. ¡Ese es el problema!”
Esta
advertencia la lanzaron los Alemanes Nacionales antes de las elecciones a
presidente del Reich de 1932. Los nacionalsocialistas se guardaron mucho de
abrir un abismo entre la clase media y los obreros industriales a través de
declaraciones tan poco hábiles y su propaganda resultó más eficaz.
Uno de los
argumentos de la propaganda del N.S.D.A.P. era la lucha contra los grandes
almacenes. Pero la contradicción entre el papel que el nacionalsocialismo
representaba en la gran industria y los intereses de las clases medias, sobre
las cuales se apoyaba, apareció muy evidentemente en la entrevista de Hitler
con Knickerbrocker:
“No vamos a
hacer depender las relaciones germano-americanas de una tienda (se trataba del
futuro de la sucursal de Woolworth en Berlín) …La existencia de tales empresas
es un acicate para el bolchevismo… Destruyen muchas pequeñas existentes y por
eso no las toleraremos; pero pueden ustedes estar seguros de que sus empresas
de este género en Alemania no serán tratadas distintamente que las alemanas.”[1]
Las deudas
privadas exteriores eran muy pesadas para las clases medias. Pero mientras que
Hitler preconizaba el pago de las deudas privadas, dado que, en el plano de la
política exterior, dependía de la realización de sus compromisos, sus partidarios
reclamaban su supresión. La pequeña burguesía se rebeló, pues, “contra el
sistema” y por tal entendía ella el “régimen marxista” de la socialdemocracia.
Cualquiera que
haya sido el deseo de asociarse y organizarse, en el curso de la crisis, de estas
capas de la pequeña burguesía, la competencia económica entre las pequeñas
empresas ha representado un obstáculo para el establecimiento de un sentimiento
de solidaridad comparable al que hay entre los obreros industriales. Es su
posición social la que impide al pequeño burgués identificarse con su propia
capa social o con los obreros industriales; con su propia capa social porque en
ella predomina la competencia; con los obreros industriales porque a nada le
teme más que a la proletarización. El movimiento fascista tuvo, al menos, el
resultado de unificar a la pequeña burguesía. ¿Sobre qué bases se ha realizado
esta unificación, desde el punto de vista de la psicología de masas?
La posición
social de los funcionarios del Estado y de los pequeños y medios empleados es
la que nos proporciona la respuesta: el empleado y el funcionario medios se
encuentran en una situación económica menos favorable que el obrero industrial
medio; la inferioridad económica de los primeros, queda parcialmente compensada
en los funcionarios del Estado por algunas esperanzas mínimas de promoción y
por la perspectiva de una cierta seguridad económica hasta el fin de su vida.
La dependencia característica de esta capa social con respecto a las
autoridades, aboca a una actitud de competencia frente a sus colegas,
incompatible con la formación de un auténtico sentimiento de solidaridad. La
conciencia social del funcionario no está determinada por el sentimiento de una
comunidad de destino con sus colegas, sino por la actitud cara a la autoridad
establecida y a la “nación”. Para el funcionario, esta actitud consiste en una
identificación absoluta[2] con el
poder estatal; para el empleado, con la empresa en la que trabaja. En
realidad, tanto el uno como el otro se encuentran en la misma situación que el
obrero industrial. ¿Por qué no se desarrolla en ellos, como en este último, un
sentimiento de solidaridad? Respuesta: porque ocupan una posición intermedia
entre la autoridad y los trabajadores manuales. Súbditos con respecto a la
autoridad, se convierten en los representantes de esa misma autoridad en sus
relaciones con sus subordinados y, con este motivo, gozan de una especial
protección moral (no material). Los cabos de todos los ejércitos del mundo nos
proporcionan el ejemplo más típico de este producto de la psicología de masas.
La fuerza de
esta identificación con el empleador se revela de una manera particularmente
llamativa en el caso de los criados de algunas casas nobles, de algunos
ayudantes de cámara que, al adoptar la apariencia, la mentalidad y las maneras
de la clase dominante, sufren una modificación completa y a menudo la exageran
para esconder sus orígenes modestos.
Esta
identificación con la administración, la empresa, el Estado y la nación, que
puede resumirse en la fórmula: “Yo soy el Estado, la administración, la
empresa, la nación” es una realidad psíquica que nos proporciona uno de los
mejores ejemplos de una ideología convertida en poder material. Al principio,
el empleado o el funcionario se contentan con un parecido idealizado con sus
superiores, pero poco a poco, de resultas de su dependencia material, su
personalidad se transforma a imagen de la clase dominante. Por tener
los ojos perpetuamente clavados en lo alto, el pequeño burgués acaba
por cavar una josa entre su situación económica y su ideología. Pasando
la vida en condiciones materiales penosas, se esfuerza por adoptar frente al
mundo una actitud representativa, exagerada a veces hasta la caricatura. Se
alimenta poco y mal, pero le concede un gran valor al ir “correctamente
vestido”. El sombrero alto y el traje son los símbolos visibles de esta
estructura caracterológica. Nada hay tan revelador, desde la perspectiva de la
psicología de masas, como el examen del modo de vestir de una población. Esa
“mirada clavada en lo alto” es lo que distingue esencialmente a la estructura
pequeño burguesa de la del obrero de la industria.[3]
¿Hasta qué
profundidades llega esta identificación con la autoridad? De su existencia no
ha habido nunca duda alguna. Pero la cuestión es averiguar de qué modo han
cimentado y fijado los hechos emocionales la actitud pequeño burguesa, al
margen de los factores económico primarios, hasta tal punto que la estructura
pequeño burguesa no ha sido sacudida ni siquiera en tiempo de crisis, cuando el
paro zapaba sus soportes económicos.
Más arriba
hemos afirmado que la situación económica de las distintas capas medias varía
sensiblemente, mientras que su situación familiar es esencialmente la misma. La
situación familiar es la que nos da la clave del fundamento emocional de la
estructura descrita anteriormente.
Notas:
[1] Tras la toma del poder durante
los meses de marzo a abril comenzó el asalto contra los grandes almacenes, que
pronto frenaron los dirigentes del N.S.D.A.P. (prohibición de toda intervención
no autorizada en materia económica, disolución de las organizaciones de las
clases medias, etc.)
[2] El psicoanálisis llama “identificación”
al estado de espíritu de una persona que comienza a sentirse una con otra, a
adoptar las actitudes –y atributos de ella, que antes no tenía–, y a ponerse
imaginariamente en su lugar; este proceso se basa en una modificación real de
la persona, que “se identifica” con otra “interiorizando” los atributos de su
modelo.
[3] Esta observación se aplica a
Europa. En los Estados Unidos, el “aburguesamiento” de los trabajadores de la
industria suprime tales distinciones
Fuente: Apartado 3º del capítulo 2º de Psicología de masas del
fascismo, de Wilhelm Reich, septiembre de 1933.
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