Lisa
Fittko, considerada una heroína invisible de la resistencia, sirvió de guía a
Walter Benjamin para atravesar la frontera franco-española el 25 de septiembre
de 1940. Cuarenta años después dejó constancia escrita con el relato de dicha
travesía.
La historia del Viejo Benjamin
El Viejo Topo
27 octubre, 2021
El 26 de septiembre de 1940 Walter Benjamin se suicidó por sobredosis de
morfina en una pensión de Port Bou. Un evidente suicidio inducido. Por eso cabe
preguntar: ¿Quién mató a Walter Benjamin? Pro memoria, y por si así es posible
saber qué ocurrió con el manuscrito que portaba, cuya salvación le parecía más
importante que la de su propia vida. Los testimonios de Lisa Fittko y Henny
Gurland permiten reconstruir aquel brutal episodio de la colaboración entre
nazis y franquistas. Un episodio del que se han borrado las huellas: en el
hermoso cementerio marino de Port Bou la tumba de Benjamin se ha esfumado y en
el pueblo nadie recuerda nada, sin que falten algunas frustradas tentativas de
la tradicional picaresca española. Un aura de misterio sigue rodeando la muerte
de Benjamin en Port Bou, pero puede y debe esclarecerse.
Cumplo, por
fin, la promesa de escribir la historia. La gente sigue pidiéndome que describa
exactamente la forma en que…
Recuerdo todo
lo que pasó, así lo creo. Es decir, recuerdo los hechos. Pero, ¿puedo revivir
aquellos días? ¿Es posible retroceder y penetrar en aquellos tiempos en que no
había lugar para recordar lo que era la vida normal, aquellos días en que
teníamos que adaptarnos al caos y luchar por sobrevivir…?
La distancia de
los años –una cuarentena– le ha dado una perspectiva a los acontecimientos,
opinan muchos. Me parece, sin embargo, que esta perspectiva con pretensiones de
comprensión fácilmente se vuelve una simple visión desde atrás, reformando
aquello que… Contra esta trampa, ¿cómo poner en orden mis recuerdos? Y ¿por
dónde empezar?
25 de septiembre de 1940
Port-Vendres (Pirineos Orientales), Francia.
Me recuerdo
despertándome en la habitación estrecha de bajo techo donde algunas horas antes
había ido a dormir. Alguien llamaba a la puerta, pero no era la chica. Me froté
los ojos medio cerrados. Se trataba de uno de nuestros amigos: Walter Benjamin,
uno de los que huyeron hacia Marsella cuando los alemanes ocuparon Francia.
«Viejo Benjamin», solía decir yo refiriéndome a él sin saber exactamente por
qué –tenía 48 años–. ¿Qué hacía ahora aquí?
«Respetable
señora ‒dijo‒, por favor, acepte mis disculpas por esta molestia». El mundo había
quedado trastocado, pensaba yo, pero no la cortesía de Benjamin. «Su señor
esposo ‒prosiguió‒, me indicó cómo encontrarla. Me dijo que usted podría
conducirme a España a través de la frontera». ¿Qué dijo? Oh bien,
sí, mi señor esposo –mi marido– habrá dicho eso. Supondrá que puedo hacerlo, lo
que sea.
Benjamin se
quedó parado ante la puerta abierta; entre la cama y el pasillo no había sitio
para una segunda persona. Le sugerí enseguida que me esperara en el bistrot de
la calle del pueblo. Desde el bistrot nos fuimos a dar un
paseo, de modo que pudiéramos hablar sin ser escuchados. Le expliqué que,
aunque mi marido no lo sabe, desde mi llegada a la zona fronteriza la semana
pasada he encontrado un modo seguro de cruzar la frontera. Un día bajé al puerto
para hablar con alguno de los obreros portuarios. Uno de ellos me invitó al
local del Sindicato donde me pusieron en contacto con el señor Azéma: alcalde
de Banyuls-sur-Mer, un pueblo cercano. Era el hombre que, según había oído en
Marsella, podría ayudarme a encontrar un camino seguro para aquellos de nuestra
familia y amigos que estuvieran dispuestos a pasar al otro lado. Se trataba de
un viejo socialista de los que habían ayudado a la República española pasando
desesperadamente la frontera con los médicos, medicinas y enfermeros necesarios
durante la Guerra Civil española. «Una grata persona, el alcalde Azéma», le
comenté a Benjamin. Se había pasado horas conmigo preparando cada detalle. Por
desgracia, el famoso camino a través del muro del cementerio de Cerbère estaba
cerrado. Había sido un camino absolutamente seguro y gran número de refugiados
lo habían usado durante meses, pero ahora estaba fuertemente vigilado por
los gardes mobiles. Sin duda por orden de la Comisión Alemana.
Según el alcalde, el único punto realmente seguro era «la Route Lister».
Ello significaba que tendríamos que cruzar los Pirineos más al oeste, a gran
altura, haciendo una gran ascensión.
«Está bien ‒contestó Benjamin‒, será tan largo como seguro. Yo tengo dificultades cardíacas ‒continuó‒, y tendré que ir despacio. También hay dos personas que me acompañan desde
Marsella y que necesitan pasar la frontera: la Sra. Gurland y su hijo. ¿Los
llevará usted?»
Seguro, seguro.
«Pero, Sr. Benjamin, comprenda usted que yo no soy una guía competente en esta
región, que no conozco los caminos y que nunca los he recorrido por mi cuenta…
Tengo un trozo de papel con unas indicaciones a lápiz, un mapa del camino hecho
de memoria donde están descritos algunos de los detalles de las vueltas que hay
que dar: una cabaña a la izquierda, una explanada con siete pinos que hay que
bordear por la derecha, porque si no saldríamos demasiado al norte, hasta los
viñedos que conducen al cerro en este punto a la derecha. ¿Quiere aún correr el
riesgo?»
«Sí», dijo sin
vacilar. «El riesgo real sería no ir». Dicho sea de paso, recuerdo que éste no
era el primer intento de Benjamin para salir de la trampa, imposible de olvidar
para cualquiera que conozca los anteriores. La atmósfera apocalíptica de
Marsella en 1940 produjo historias absurdas de huidas frustradas: planes sobre
barcos fantásticos y capitanes legendarios, visados para países inexistentes en
el mapa y pasaportes de países que habían dejado de existir. Uno se
acostumbraba a aprender en el Daily Grapevine [boca a oreja]
que estos planes quiméricos podrían seguir el destino de un castillo de naipes.
Éramos capaces de reírnos –teníamos que reírnos– del lado cómico de algunas de
aquellas tragedias. La risa era irresistible cuando el Dr. Fritz Fraenkel ‒de constitución endeble y melena gris‒ y su amigo Walter Benjamin ‒con su cabeza de escolar sensible y ojos pensativos
tras las gafas‒ se veían obligados a disfrazarse de
marineros franceses para colarse de contrabando en un barco de carga. No
llegaban muy lejos.
No obstante,
podían continuar intentando huir, por suerte, dado el estado general de
confusión.
Intentaríamos
ver al alcalde Azéma una vez más, esta vez juntos, de forma que pudiéramos
memorizar cada detalle. Avisé a mi cuñada –ella, el niño y yo pensábamos cruzar
la frontera e ir a Portugal la semana siguiente– y salí con Benjamin hacia
Banyuls.
Aquí tengo un
lapsus de memoria. ¿Nos atrevimos a tomar el tren, a pesar de los constantes
controles fronterizos? Tuvimos que haber andado 6 u 8 kilómetros desde Port-Vendres
por la senda rocosa que ahora me era familiar. Recuerdo haber encontrado al
alcalde en su despacho; recuerdo cómo miraba hacia la puerta y repetía sus
instrucciones, contestando a nuestras preguntas.
Dos días más
tarde, después de que el alcalde nos dibujase el plano de la carretera, nos
asomamos a la ventana y Benjamin tomó nota de las direcciones: la explanada de
los siete pinos y algunas colinas a las que tendríamos que subir. «Sobre el
papel parece un paseo fácil ‒comenté‒, pero me temo que tengamos que atravesar alturas
pirenaicas…». Se rió: «Eso es en España, al otro lado de las montañas».
Entonces, el
alcalde sugirió dar un paseo aquel atardecer y recorrer la primera parte de la
ruta para probar si podíamos encontrar nuestro camino. «Tú subes hasta este
claro», dijo señalando el plano. «Luego vuelves y lo verificas conmigo. Pasas
la noche en la fonda y mañana por la mañana, a eso de las cinco cuando aún está
oscuro y la gente se va hacia sus viñedos, haces otra vez todo el camino hasta
la frontera española». Benjamin preguntó por la distancia hasta la explanada.
«Menos de una hora… bien, en realidad no más de dos horas. Un bonito paseo».
Nos despedimos con un apretón de manos: «Je vous remercie infiniment,
Monsieur le Maire», oí decir a Benjamin. Pude escuchar claramente su voz.
Fuimos a ver a
sus compañeros, que esperaban en la fonda y les explicamos nuestro plan. Me
pareció que cooperarían sin quejarse, contra lo que yo me temía, en una
situación tan crítica. Caminamos tranquilamente, como turistas que disfrutan
del panorama. Me di cuenta que Benjamin portaba una maleta de grandes
dimensiones que había recogido cuando nos paramos en la posada. Parecía pesada
y le ofrecí mi ayuda para llevarla. «Es mi nuevo manuscrito», me explicó.
«Pero, ¿por qué la trae?». «Comprenda que esta maleta es lo más importante para
mí ‒y añadió‒ no puedo arriesgarme a perderla. Es el manuscrito lo
que debe ser salvado. Es más importante que yo mismo».
Esta expedición
no iba a ser fácil, pensé. Walter Benjamin y sus caminos retorcidos. Justo como
es él. Cuando intentaba pasar por marinero en el puerto de Marsella, ¿habría
ido con la maleta?
Mejor sería
pensar en el camino, me dije a mí misma, e intentar descifrar las indicaciones
de Azéma en el pequeño plano. Aquí estaba el cobertizo vacío que el alcalde
había mencionado; no nos habíamos perdido… por ahora. Luego encontramos el
sendero con una ligera curva hacia la izquierda. Y la gran roca que había
descrito. ¡Una explanada! Esa tiene que ser. Lo habíamos conseguido, después de
casi tres horas.
Según lo
señalado por Azéma, esto significaba sólo la tercera parte del camino. No lo
recuerdo como si hubiera sido difícil. Nos sentamos y descansamos un rato.
Benjamin se tumbó sobre la hierba y cerró los ojos; yo pensaba que debió haber
sido fatigoso para él. Estábamos preparados para emprender el descenso de
vuelta, pero él no se levantó. «¿Está listo?», le pregunté. «Estoy bien ‒contestó‒, vosotros tres vais delante».
«¿Y usted?».
«Yo me quedo.
Voy a pasar la noche aquí y vosotros os reunís conmigo por la mañana».
Esto era peor
de lo que yo esperaba. ¿Qué hacer ahora? Todo lo que podía hacer era razonar
con él. La zona era agreste y montañosa, donde podrían aparecer animales
peligrosos. Con certeza sabía que allí existían toros salvajes. Estábamos a
finales de septiembre y no tenía nada con que cubrirse. En los alrededores
merodeaban contrabandistas, y quién sabe lo que podrían hacer con él. No tenía
nada que comer ni beber. En cualquier caso, era insano. Respondió que su
decisión de pasar la noche en la explanada era irrevocable, al estar basada en
un razonamiento muy simple. El objetivo era cruzar la frontera, de modo que ni
él ni su manuscrito cayeran en manos de la Gestapo. Había alcanzado la tercera
parte de este objetivo. Si tenía que volver al pueblo y repetir mañana todo el
camino, su corazón probablemente no lo aguantaría. Ergo, se quedaba.
Me senté otra
vez y dije: «Entonces yo también me quedo».
Sonrió. «¿Desea
usted defenderme de sus toros salvajes, estimada señora?».
Mi estancia no
sería razonable, explicó tranquilamente. Era esencial que hiciera las
comprobaciones con Azéma y que descansara esa noche. Sólo entonces sería capaz
de guiar a los Gurland antes del amanecer sin errores ni retrasos, para llegar
a la frontera. Naturalmente que ya sabía eso. Además, tenía que conseguir algo
de pan sin la cartilla de racionamiento, y quizá algunos tomates y sucedáneo de
mermelada en el mercado negro para poder caminar durante el día. Supongo que
sólo intentaba asustar a Benjamin para que abandonase su idea pero,
naturalmente, no funcionó.
Durante el
descenso quería concentrarme en el sendero para poder encontrar el camino en la
oscuridad de la mañana siguiente. Pero la cabeza se negaba: él no debía quedar
sólo allí, es un error… ¿Lo había planeado así durante el camino? ¿O el paseo
le había extenuado de tal modo que decidió quedarse sólo una vez que
llegamos? Pero allí estaba la pesada maleta que no había soltado durante
todo el camino. ¿Permanecía intacto su instinto de conservación? En caso de
peligro, ¿qué le aconsejaría hacer su peculiar forma de razonamiento
Durante el
invierno, antes de la capitulación de Francia, mi marido y Benjamin habían
estado juntos en uno de los campos donde el Gobierno Francés encarcelaba a los
refugiados de la Alemania Nazi. Fue en el Campo de Vernuche, cerca de Nevers.
En una de sus conversaciones, Benjamin, fumador empedernido, declaró que había
dejado de fumar hacía pocos días. Era angustioso, añadió. «Tiempos duros», le
dijo Hans. Observando la incapacidad de Benjamin para «tratar las adversidades
superficiales de la vida, que a veces se presentan…» (Walter Benjamin. Cartas
1) –en Vernuche todo eran adversidades– Hans se había acostumbrado a
ayudarle en los problemas. Cuando quería demostrarle a Benjamin que en lo que
se refiere a tolerar crisis y mantener el equilibrio síquico, la regla
fundamental era conseguir satisfacciones evitando las privaciones, Benjamin
respondía: «Sólo puedo soportar las condiciones de vida en el campo si me
siento obligado a sumergir la mente totalmente en un esfuerzo. Dejar de fumar
requiere ese esfuerzo y, por tanto, será lo que me salve».
A la mañana
siguiente parecía que todo iba a ir bien. El peligro de ser vistos por la
policía o por los guardias fue máximo cuando abandonamos el pueblo y empezamos
a subir por la colina. Azéma había insistido: la salida, antes del amanecer;
mezclarse con los vendimiadores en la subida; no llevar nada, excepto una ‘musette’;
no hablar. De este modo, las patrullas no nos podrían distinguir de los
habitantes del pueblo. La señora Gurland y su hijo, a los que había explicado
estas normas, las siguieron cuidadosamente y yo no tuve problemas para
encontrar el camino.
Cuanto más nos
acercábamos a la explanada, mayor era la tensión que sentía. ¿Estaría Benjamin
allí? ¿Estará vivo? Mi imaginación comenzó a girar como un calidoscopio.
Por fin. Aquí
está la explanada. Aquí está el viejo Benjamin. Vivo. Se levantó y nos miró
amistosamente. Entonces me sorprendió su cara, ¿qué había pasado? Esas manchas
color púrpura oscuro bajo sus ojos, ¿podrían ser síntomas de un ataque al
corazón?
Intuyó por qué
lo miraba. Quitándose las gafas y limpiándose la cara con un pañuelo, comentó:
«Oh, esto. El rocío de la mañana, ya sabe. Lo que se forma en la montura de las
gafas, ¿ve? Se mancha al humedecerse».
Mi corazón cesó
de latir en mi garganta, para deslizarse otra vez al lugar que le correspondía.
Desde aquí, el
ascenso fue más empinado. Entonces, comenzamos a dudar repetidamente sobre la
dirección que debíamos seguir. Me sorprendió que Benjamin fuera capaz de
comprender su pequeño mapa y ayudarme a orientarnos para tomar el camino
correcto.
La palabra
«camino» se volvía a cada paso más simbólica. Se trataba de trechos de una
senda difícilmente reconocible entre las piedras, luego el viñedo en pendiente
que nunca olvidaré. Pero primero explicaré lo que hacía tan segura esta ruta.
Siguiendo el
ascenso inicial, el camino corría paralelo a la bien conocida carretera
«oficial», a lo largo de la cumbre de la cadena montañosa que era realmente
transitable. «Nuestra» carretera ‒la «Route Lister» y un viejo, viejo sendero de contrabandistas‒ corría por debajo y, a veces, metido por dentro de
barrancos, fuera del campo visual de los guardias de fronteras franceses que
patrullaban en lo alto. En algunos puntos, los dos caminos se aproximaban tanto
que teníamos que guardar silencio.
Benjamin
caminaba despacio y uniformemente. Por intervalos regulares ‒aproximadamente cada 10 minutos‒ se paraba y descansaba durante un minuto. Luego
continuaba con el mismo ritmo estudiado. Lo había calculado y preparado durante
la noche, según me confesó: «Con este ritmo seré capaz de llegar hasta el
final. Me paro en intervalos regulares, tengo que pararme antes de caer
exhausto. Así no llegues nunca al agotamiento».
¡Qué hombre tan
extraño! Una mente clara como el cristal, una gran energía interior.
Walter Benjamin
escribió una vez que la naturaleza de esta energía es «la paciencia, no
superada por nada» (en Agesilaus Santander). Leyendo esto años más
tarde, lo veía otra vez andando lentamente, sereno, a lo largo del camino, y
este contraste hacía olvidar algunas de sus absurdidades.
Yo y el hijo de
la señora Gurland, José ‒que tenía alrededor de 15 años‒ organizamos turnos para llevar la maleta negra que
era terriblemente pesada. Pero ‒repito‒ todos mostrábamos buen humor. A veces, casualmente
hablábamos sobre temas que giraban en torno a las necesidades del momento. Pero
la mayor parte del tiempo permanecíamos silenciosos, vigilando el camino.
Hoy, cuando
Walter Benjamin es considerado uno de los maestros y críticos de nuestro siglo,
se me pregunta con frecuencia ¿qué decía sobre el manuscrito? ¿Discutía el
contenido? ¿Desarrollaría un nuevo concepto filosófico?
Dios mío, yo
tenía suficiente conduciendo mi pequeño grupo hacia arriba; la filosofía
quedaba lejos, hasta que alcanzásemos la otra cara de la montaña. ¿Qué
importaba ahora, sino salvar a unas personas de los Nazis? Y aquí estaba
yo con este komischer Kauz, ce drôle de type, este curioso
excéntrico. Viejo Benjamin: en otras circunstancias no partiría con su
equipaje, la maleta negra; pero teníamos que burlar al monstruo a través de las
montañas.
Vuelvo a los
viñedos en cuesta. No había sendero. Escalamos entre las vides cargadas con las
uvas dulces, oscuras y casi maduras de Banyuls. Yo las recuerdo con una
inclinación casi vertical, pero algunas memorias, a veces, distorsionan la
geometría. Aquí vaciló Benjamin por primera y última vez. Con más precisión, se
esforzó, cedió y formalmente se dio cuenta de que aquella pendiente estaba por
encima de sus posibilidades. José y yo lo cogimos entre los dos con sus brazos
sobre nuestros hombros y le llevamos ‒a él y la maleta‒ cuesta arriba. Respiraba
pesadamente, pero no se quejaba, por lo que veíamos. Sólo de reojo miraba hacia
la maleta negra
Después de los
viñedos, hicimos un alto en una estrecha ladera ‒el mismo escenario donde conocimos a nuestros griegos unas semanas más
tarde‒. Pero esa es otra historia. El sol
estaba lo bastante alto como para calentarnos, de modo que debían haber
pasado entre 4 y 5 horas desde que emprendimos la marcha. Probamos algo de la
comida que yo había traído en mi musette, pero nadie comió mucho.
Nuestros estómagos habían encogido durante los últimos meses ‒primero los campos de concentración, luego el caótico
refugio‒ ‘la pagaille’, o el Caos
Total. Una nación en marcha, moviéndose hacia el sur; a sus espaldas, pueblos
vacíos y ciudades fantasmas, inanimadas, mudas, hasta que el estruendo de los
tanques alemanes rompía el silencio. Pero ‒otra vez‒ esa es otra historia, una historia
muy larga.
Mientras
estábamos parados, pensé que este camino a través de las montañas se había
vuelto más largo y difícil de lo que suponíamos por las descripciones del
alcalde. Por otro lado, si uno se familiarizaba con el terreno y no tenía que
transportar nada, y si estaba en buena forma, podía recorrerlo en mucho
menos tiempo. Como suele pasar con la gente de las montañas, las ideas del
señor Azéma sobre la distancia y el tiempo eran elásticas. ¿Cuántas horas eran
«unas horas» para él?
Durante los
meses de invierno que siguieron, cuando cruzábamos la frontera por este paso
dos y hasta tres veces semanalmente, pensaba con frecuencia en la
autodisciplina de Benjamin. Pensaba en él cuando la Sra. R. se ponía a gimotear
en medio de las montañas: «… no tiene una manzana para mí… quiero una
manzana…», y cuando la señorita Mueller tenía un ataque súbito de gritos (yo lo
llamaba «acrodementia»), y cuando el Dr. H. valoraba su abrigo de piel por
encima de su seguridad (y la nuestra). Otra vez se trata de historias
diferentes…
En aquel
momento yo estaba sentada sobre los Pirineos, comiendo un trozo de pan obtenido
con billetes de racionamiento falsos, y Benjamin pedía tomates: «Con su
permiso, ¿puedo…?» El bueno del viejo Benjamin y su ceremoniosa cortesía de
castellano.
De repente
comprendí que lo que había estado contemplando amodorrada era un esqueleto,
blanqueado por el sol. ¿Quizá una cabra? Sobre nosotros, en el cielo azul
sureño, dos grandes pájaros negros volaban en círculo. Debían ser buitres. Me
pregunto lo que esperan de nosotros… Qué raro, pensé, usualmente no suelo ser
tan flemática en lo que respecta a esqueletos y buitres.
Nos levantamos
y reanudamos la marcha. Ahora el camino comenzaba a ser razonablemente recto,
ascendiendo muy ligeramente. Estaba lleno de baches, y para Benjamin debió ser
duro. Después de todo, estaba en marcha desde las siete. Su caminar se hacía
más lento y sus pausas más largas, pero siempre en intervalos regulares,
observando su reloj. Parecía quedarse absorto cronometrándose a sí mismo.
Luego
alcanzamos la cúspide. Yo iba delante y paré para mirar alrededor. La vista se
aparecía tan de repente que por un momento me asombró, como un espejismo. Más
abajo, de donde veníamos, reaparecía el Mediterráneo. Al otro lado, más allá,
acantilados escarpados y, ¿otro mar? Naturalmente, la costa española. Dos
mundos azules. A nuestras espaldas, al norte, el Roussillon catalán. Al fondo,
lejana, La Côte Vermeille, la tierra otoñal con cientos de sombras color
bermellón. Quedé boquiabierta; nunca había visto nada tan hermoso.
Supe que ahora
estábamos en España y que, siguiendo el camino, bajaríamos directos hasta
llegar al pueblo. Ahora sabía que tendría que dar la vuelta. Los otros tenían
los papeles y visados necesarios, pero yo no podía arriesgarme a ser cazada en
suelo español. Pero no, no podía abandonar el grupo a sí mismo, no ahora. Un
pequeño trecho… Anotando en un papel los detalles que me devuelve la memoria de
esta primera vez que crucé la frontera por la «Route Lister», una imagen
nebulosa cubre todo aquello que he pasado estos años. Tres mujeres ‒a dos de ellas las conocía vagamente‒ cruzaron nuestro camino. Confusamente, nos veo allí
hablando por un rato. Habían llegado por otro camino y continuaron por separado
hacia el lado español. Nuestro encuentro no me sorprendió ni me impresionó
particularmente, puesto que muchas personas estaban intentando huir a través de
las montañas.
Pasamos cerca
de un charco. El agua estaba sucia, verdosa y apestaba. Benjamin se arrodilló
para beber.
«No puede beber
de ese agua ‒dije‒, está sucia y seguramente contaminada». La botella de agua que yo traía se
había vaciado, pero hasta ahora no había mencionado que estuviera sediento. «Debo
disculparme ‒dijo Benjamin‒, pero no tengo alternativa. Si no bebo, no seré capaz
de continuar hasta el final». Inclinó la cabeza hacia el charco.
«Escúcheme ‒le dije‒. ¿Quiere esperar un momento y atenderme? Casi hemos llegado. Pero beber
ese lodo es impensable. Cogería el tifus…»
«Es verdad,
puede ser. Pero comprenda que lo peor que puede ocurrir es que muera de tifus…
DESPUÉS DE cruzar la frontera. La Gestapo no podrá atraparme y el manuscrito
estará a salvo. Discúlpeme».
Bebió.
El sendero descendía ahora en una suave pendiente. Serían alrededor de las dos de la tarde, cuando dejamos atrás la pared rocosa y, en el valle, contemplé el pueblo, muy próximo.
Texto publicado en el nº 41 de la revista Quimera, septiembre
de 1984. Traducción de Enrique Acha.
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