La extrema derecha en España va en ascenso. Cierto que también en muchos otros sitios pasa lo mismo. Pero en esos países, al menos por ahora, la derecha no se alía con el fascismo. Aquí sí. Nunca la derecha fue en nuestro país antifascista. Nunca.
Mala gente que camina
El Viejo Topo
13 junio, 2021
Mala gente que camina
y va apestando la tierra.
Antonio
Machado
Nunca vamos a acabar con las discusiones sobre lo que
son o no son la derecha y la extrema derecha. Que si fascistas. Que si
neofascistas. Que si franquistas. Que si neofranquistas. Que si derecha
extrema. Que si extrema derecha. Que si racistas. Que si xenófobos. Nos
pasamos la vida intentando ponerles nombre a quienes han hecho de lo humano una
ruina moral, el gancho carnicero donde colgar la igualdad, la solidaridad,
la libertad, la dignidad para vivir en lo común porque estar solos da mucho
miedo demasiadas veces.
Por encima de esas maneras de nombrar a esa derecha y
extrema derecha, hay una que prefiero sobre las demás: son mala gente.
Siempre lo fueron. Nunca estuvieron del lado de la fragilidad. Siempre
abrazaron desvergonzadamente a quienes lo tenían todo, aunque ese todo lo
consiguieran muchas veces atracando impunemente la decencia. Hace tiempo se
empezó a hablar bastante —ya era hora— de la memoria histórica.
Insisto: mejor si la llamamos memoria democrática y antifascista.
Pues entonces salía Rajoy, presidente del gobierno, y se vanagloriaba de
traicionar los presupuestos generales del Estado no dando un solo euro para la
exhumación de las víctimas que dormían su sueño republicano en fosas
clandestinas. Y el entonces portavoz adjunto del PP en el Congreso, Rafael
Hernando, decía con una frialdad que pone los pelos de punta: “algunos se
acuerdan de su padre cuando hay subvenciones para encontrarlo”. Eran padres
y madres asesinados por muchos padres y abuelos de quienes despreciaron siempre
el derecho de los suyos a la memoria de las víctimas. Unos crímenes que hoy,
todavía hoy, siguen en el limbo de la justicia después de más de cuarenta años
de democracia. Ningún atisbo de humanidad en quienes sí que tuvieron ocasión de
recuperar a sus muertos de cuando la guerra. Eran los vencedores y peinaron
cielo y tierra hasta encontrar a sus familiares y poder llevar a cabo la
ceremonia del duelo que siempre negaron y siguen negando a los vencidos. No
sienten el dolor ajeno sino como una patochada que los mueve a la risa. Se
burlan de ese dolor. Pero burlarse del dolor que viene de aquel pasado
es una manera de esconder una evidencia: le tienen miedo a ese pasado. De las
fosas comunes saldrán no sólo los nombres de los asesinados, sino también los
nombres de sus asesinos. A eso le tienen miedo. A eso.
Discutir sobre si Vox y buena parte del PP son
fascistas es el pan de cada día. Hay que aumentar el espacio de la reflexión.
Sus proclamas caen en un cuidado caldo de cultivo: nunca se fueron los
resabios franquistas de una sociedad que vio pasar de largo la ruptura con un
pasado despreciable. Nunca las instituciones de la democracia abandonaron
totalmente sus raíces antidemocráticas. Nunca en nuestro país tuvo lugar una
apuesta seria, rigurosa, por una enseñanza de la historia que estuviera por
encima de esa fabulación siniestra heredada del franquismo. Todavía hoy,
bastantes historiadores sufren persecución judicial porque los hijos y nietos
de quienes firmaban condenas de muerte sin garantías procesales los denuncian
con el único fin de convertir, una vez más, la historia en una sarta de
mentiras. Como si la historia tuviera más que ver con el honor mancillado de
los criminales que con la verdad. Precisamente, cuando escribo estas
líneas, se anuncia el juicio contra el historiador Carlos Babío, autor del
libro Meirás: un pazo, un caudillo, un expolio, por un
supuesto delito de injurias contra los Franco. ¡Qué país, dios, qué país!
La extrema derecha va en ascenso. Es cierto que
también en muchos otros sitios pasa lo mismo. Pero en esos países, al menos de
momento, la derecha no se alía con el fascismo. Aquí sí. Nunca la
derecha fue en nuestro país antifascista. Nunca. Y aún tenemos una
diferencia respecto a otros países: la mayoría de los medios de comunicación
—escritos, audiovisuales, digitales— defienden, cuando no incitan a ella
claramente, la algarada de la extrema derecha allá donde se encuentre. Y no se
trata sólo de una complicidad ideológica. La economía los junta. La depredación
de la caja pública a favor de intereses privados de todo tipo, de esos
intereses financieros de quienes tanto dependen esos medios de comunicación. La
violencia de sus proclamas llamando a un golpe de Estado, como ya muchos medios
de comunicación y el mundo del dinero y los monárquicos hicieron desde que la
Segunda República —incluso antes— empezó a andar aquel lejano mes de abril
de 1931. Es como un violento anacronismo: se pasan el tiempo llamando a la
intervención del ejército. La llamada más reciente: el conflicto migratorio en
Ceuta. Los pone a cien esa violencia que mamaron de sus antepasados. La épica
con que quieren solucionar un problema que no tiene nada que ver con la épica
sino con la vergüenza y la más obscena negación de los derechos humanos. Les
importan un pito esos derechos. La solidaridad no va con ellos. Cómo puede
andar por los platós de televisión esa Cristina Seguí, fundadora de Vox
con su entonces pareja Ortega Smith, que convierte un gesto de solemne
humanidad en una refriega sexual entre una joven solidaria y un joven migrante
exhausto y muerto de miedo. Qué pasa con esas televisiones. Este nuestro no es
un país normal. No lo es. La democracia que hemos construido es frágil,
paradójicamente cómoda para quienes van contra ella. Y demasiadas veces injusta
con quienes la defienden con sus libros, con sus canciones, con sus
documentales, con sus gestos y palabras que se verán hostilizadas por una
justicia que se niega a borrar de sus actuaciones sus ancestros franquistas.
Cómo es posible que ni las fuerzas de seguridad (¿de
seguridad para quién?, acabaremos preguntando) ni la justicia hayan intervenido
en los largos meses de asedio al domicilio de Irene Montero y Pablo
Iglesias. No me lo explico. A su puerta la violencia permanente,
riéndose de cómo los niños sentirán en sueños la infame tabarra de una turba
criminalmente incombustible. ¿Son fascistas quienes se mantienen cada día en
ese cerco violento? No lo sé. Creo que sí. Pero no tengo ninguna duda: son esa
mala gente que camina, que apesta lo que toca, como cantaba Antonio Machado en
uno de sus poemas memorables.
¿Cómo es posible que se nieguen a aceptar el horror
de tantas mujeres asesinadas —algunas de ellas con alguno de
sus hijos— sólo en lo que llevamos de año? No se puede entender ese
desprecio si no es desde la mirada cínica, inhumana, de los desalmados.
Y cierro estas palabras escritas desde la razón y también desde la rabia y la impotencia: la pandemia maldita que nos azota desde hace más de un año y a saber hasta cuándo. Miles de muertos no han despertado en ellos ninguna compasión, ni un sólo gesto de solidaridad con las víctimas de la pandemia. Sólo les ha importado y les sigue importando destrozar al gobierno de coalición. La presidenta de la Comunidad de Madrid y ese alcalde de la ciudad a quien siempre vi con pinta de Forrest Gump —sin la inocente nobleza de Tom Hanks, claro está— han cambiado electoralmente muertos por botellines de cerveza. Y desde que ganaron las elecciones —¡qué saturación, dios, qué saturación!— ya están planificando su próxima victoria, una victoria que siempre será, como fue entonces, la del servicio a la patria. A la suya, claro. La patria de la exclusión de quienes no pensamos como ellos. La patria contra los versos de Miguel Hernández, contra la memoria de la legitimidad republicana, contra todos nosotros hasta que sólo queden ellos cuando la democracia ya sea la hermana gemela de aquella dictadura que impusieron sus padres y sus abuelos con una crueldad que sigue presente después de tanto tiempo. Me los imagino disfrutando a tope con las posibles listas de aquellos «veintiséis millones de hijos de puta» anunciados por sus militares. Todo sonaría como muy estrafalario si no fuera porque sabemos que el odio a la pobreza, a la diferencia, a esa dignidad igualitaria que debería ser de verdad la patria de lo común, los llena de una violencia que aterra: en las calles, en los platós de televisión, en las instituciones… Fascistas, reaccionarios, ultras, qué más me da. Sé sin ninguna duda lo que son: mala gente. Eso son. Para qué más. Para qué.
Artículo
publicado originalmente en Infolibre.
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