Galileo: ver es creer
El Viejo Topo
08.01.2021
Nacido en Pisa
el 15 de febrero de 1564, Galileo Galilei ha sido calificado a menudo como el
padre de la ciencia, y efectivamente su derecho a reclamar este título se basa
en una trayectoria realmente impresionante. Tal vez no fue el primero en
desarrollar una teoría científica, ni el primero en llevar a cabo un
experimento, ni el primero en observar la naturaleza, ni tan siquiera el
primero el demostrar el poder que puede tener un invento, pero fue
probablemente el primero que destacó en todos estos campos, siendo un brillante
teórico, un experto experimentalista, un meticuloso observador y un ingenioso
inventor.
Demostró sus
múltiples talentos durante sus años de estudiante, cuando su mente vagaba
erráticamente durante un servicio religioso en la catedral y se fijó en una
lámpara que oscilaba. Utilizó su propio pulso para calcular el tiempo que
duraba cada oscilación y observó que el período del ciclo de ida y vuelta que
seguía la lámpara permanecía constante, a pesar de que el arco de la oscilación
al empezar el servicio había ido disminuyendo hasta ser una ligera oscilación
al final. De vuelta en su casa, pasó del modo observacional al experimental y
se puso a juguetear con varios péndulos de diferentes longitudes y pesos.
Utilizó a continuación los datos experimentales que había obtenido para
desarrollar una teoría que explicaba cómo el período de oscilación es
independiente del ángulo de oscilación y del peso del objeto que oscila, y
depende solamente de la longitud del péndulo. Después de este período de
investigación pura, Galileo pasó al modo inventor y colaboró en el desarrollo
de la pulsilogia, un péndulo sencillo cuya oscilación regular le
permitía actuar como un cronómetro.
En particular,
ese cronómetro podía utilizarse para medir el pulso de un paciente, con lo que
invertía los roles de su observación original, cuando había utilizado su propio
pulso para calcular el período de oscilación de la lámpara. Por aquel entonces
estaba estudiando para ser médico, pero esta fue la única contribución que hizo
a la medicina. Posteriormente convenció a su padre de que le permitiese
abandonar la medicina para seguir una carrera como científico.
Además de su
indudable inteligencia, el éxito de Galileo como científico se basó en su
tremenda curiosidad por el mundo y todo lo que contenía. Era muy consciente de
su naturaleza inquisitiva, y en cierta ocasión exclamó: “¿Cuándo dejaré de
asombrarme por las cosas?”.
Su curiosidad
iba de la mano con un talante rebelde. No tenía respeto por la autoridad,
entendiendo por ello que no aceptaba que algo fuera verdad simplemente porque
lo dijeran los maestros, los teólogos o los antiguos griegos. Por ejemplo,
Aristóteles utilizaba la filosofía para deducir que los objetos pesados caen
más deprisa que los objetos livianos, pero Galileo llevó a cabo un experimento para
demostrar que Aristóteles estaba equivocado. Fue incluso lo bastante atrevido
como para decir que Aristóteles, que por aquel entonces era el intelectual más
aclamado de la historia, “había escrito lo contrario de la verdad”.
Cuando Kepler
oyó hablar por primera vez del uso que Galileo había hecho del telescopio para
explorar el firmamento, probablemente dio por supuesto que Galileo era el
inventor de aquel artilugio. De hecho, mucha gente sigue haciendo la misma
suposición hoy en día. Pero fue Hans Lippershey, un fabricante de lentes
flamenco, quien patentó el telescopio en octubre de 1608. A los pocos meses del
descubrimiento de Lippershey, Galileo escribió que “ha llegado a mis oídos el
rumor de que un holandés ha fabricado un extraordinario catalejo”, e
inmediatamente se dispuso a construir sus propios telescopios.
El gran logro
de Galileo fue transformar el rudimentario diseño de Lippershey en un
instrumento realmente portentoso. En agosto de 1609, Galileo le presentó al Dux
de Venecia el que por entonces era el más poderoso telescopio del mundo. Juntos
subieron a lo alto del campanario de San Marco, instalaron el telescopio e
inspeccionaron la laguna. Una semana más tarde, en una carta a su cuñado,
Galileo le informaba de que el telescopio estaba provocando “el asombro
infinito de todos”. Los instrumentos rivales tenían un aumento de
aproximadamente x10, pero Galileo tenía un conocimiento más perfecto de la
óptica del telescopio y consiguió unos aumentos de x60. El telescopio no
solamente dio a los venecianos una ventaja en el campo de batalla, pues podían
ver al enemigo antes de que el enemigo les viera a ellos, sino que también
permitió a los más astutos mercaderes divisar a mucha distancia la llegada de
un barco cargado de especias o de telas, lo que les permitía liquidar
rápidamente sus existencias antes de que los precios del mercado cayeran en
picado.
Galileo supo
sacar provecho de la comercialización del telescopio, pero también se dio
cuenta del enorme valor científico que tenía. Cuando apuntaba su telescopio
hacia el cielo nocturno, podía ver más lejos, con más claridad y con mayor
profundidad en el espacio de lo que nadie había conseguido ver antes que él.
Cuando Herr Wackher le habló a Kepler del telescopio de Galileo, el astrónomo
inmediatamente reconoció su potencial y escribió el siguiente panegírico: “¡Oh,
telescopio, instrumento del conocimiento, más valioso que cualquier cetro!
¿Acaso quien te tiene en sus manos no es el dueño y señor de las obras de
Dios?”. Galileo sería efectivamente este dueño y señor.
Primero Galileo
estudió la Luna y mostró que estaba “llena de protuberancias, cráteres
profundos y sinuosidades”, lo que estaba en directa contradicción con el punto
de vista ptolemaico según el cual los cuerpos celestes eran esferas sin mácula.
La imperfección de los cielos fue más tarde reafirmada cuando Galileo
apuntó su telescopio hacia el Sol y descubrió unas manchas e imperfecciones,
las llamadas manchas solares, que hoy sabemos que son trozos de la superficie
solar de hasta 100.000 km de ancho.
Luego, en enero
de 1610, Galileo hizo una observación aún más trascendental cuando descubrió lo
que inicialmente pensó que eran cuatro estrellas merodeando por las
inmediaciones de Júpiter. Pronto quedó claro que aquellos objetos no eran estrellas,
porque giraban alrededor de Júpiter, lo que significaba que eran lunas
jupiterinas. Nunca antes había visto nadie más lunas que la nuestra. Ptolomeo
había dicho que la Tierra era el centro del universo, pero allí estaba la
prueba indiscutible de que no todo giraba alrededor de la Tierra.
Galileo, que
mantenía correspondencia con Kepler, conocía muy bien la última versión
kepleriana del modelo copernicano, y se dio enseguida cuenta de que su
descubrimiento de las lunas de Júpiter proporcionaba nuevas pruebas a favor del
modelo heliocéntrico del universo. No tenía ninguna duda de que Copérnico y
Kepler tenían razón, pero siguió buscando pruebas a favor de este modelo con la
esperanza de convencer al establishment, que seguía aferrado al
punto de vista tradicional de un universo geocéntrico. La única forma de
resolver definitivamente la cuestión era llevar a cabo una predicción que
permitiese tomar claramente partido por uno de los dos modelos en disputa. Si
dicha predicción podía contrastarse empíricamente, confirmaría uno de los
modelos y refutaría al otro. La ciencia auténtica formula teorías empíricamente
verificables, y es mediante esta verificación como progresa.
De hecho,
Copérnico ya había hecho esta predicción, una predicción que solamente estaba
esperando a que estuvieran disponibles los instrumentos apropiados para hacer
las observaciones pertinentes. En De revolutionibus había
afirmado que Mercurio y Venus tenían que presentar una serie de fases (por ej.,
Venus llena, Venus creciente, Venus menguante) similares a las fases de la
Luna, y el patrón exacto que seguirían estas fases dependería de si la Tierra
giraba en torno al Sol o viceversa. En el siglo XV no era posible comprobar
cuál era el patrón que seguían las fases porque el telescopio aún no había sido
inventado, pero Copérnico confiaba en que era una cuestión de tiempo y que
pronto se demostraría que estaba en lo cierto. “Si nuestro sentido de la vista
pudiera ampliarse lo suficiente, veríamos las fases de Mercurio y de Venus”.
Dejando aparte
Mercurio y concentrándonos en Venus, la relevancia de las fases es evidente en
la Figura 17. Venus siempre tiene una cara iluminada por el Sol, pero desde
nuestro punto de vista en la Tierra, esta cara no está siempre mirando hacia
nosotros, por lo que Venus pasa por una serie de fases. En el modelo
geocéntrico de Ptolomeo, la secuencia de fases viene determinada por la
trayectoria que sigue Venus en torno a la Tierra y por su servil obediencia a
su epiciclo. Sin embargo, en el modelo heliocéntrico la secuencia de fases es
diferente porque está determinada por la trayectoria de Venus en torno al Sol
sin necesidad de ningún epiciclo. Si alguien pudiera identificar la secuencia
real de fases crecientes y menguantes de Venus, podría probar más allá de cualquier
duda razonable qué modelo era el correcto.
En otoño de
1610, Galileo se convirtió en la primera persona que observó y que trazó el
mapa de las fases de Venus. Como esperaba, sus observaciones encajaban
perfectamente con las predicciones del modelo heliocéntrico y aportaban nuevos
argumentos en favor de la revolución copernicana. Registró sus resultados en
una críptica nota en latín que decía Haec immatura a me iam frustra
leguntur oy (“En este momento son demasiado jóvenes para que las pueda
leer”). Más tarde reveló que se trataba de un anagrama en clave que, una vez
descifrado, decía Cynthiae figuras oemulatur Mater Amorum (“Las
figuras de Cynthia son imitadas por la Madre del Amor”). Cynthia era una
referencia a la Luna, cuyas fases eran ya muy conocidas, y la Madre del Amor
era una alusión a Venus, cuyas fases había descubierto Galileo.
Las pruebas a
favor del universo heliocéntrico se fueron haciendo más convincentes con cada
nuevo descubrimiento. La Tabla 2 (pp. 42-3) comparaba los modelos geocéntrico y
heliocéntrico basándose en las observaciones precopernicanas, y mostraba por
qué el modelo geocéntrico parecía más lógico durante la Edad Media. La Tabla 3
(al dorso) muestra por qué las observaciones de Galileo hicieron más persuasivo
al modelo heliocéntrico. El punto débil restante en el modelo heliocéntrico
sería eliminado más tarde, una vez que los científicos comprendieran mejor el
fenómeno de la gravedad y pudieran entender por qué no notamos el movimiento de
la Tierra alrededor del Sol. Y aunque el modelo heliocéntrico no estaba en
sintonía con el sentido común, uno de los criterios de la tabla, esto no era
realmente una debilidad porque el sentido común tiene poco que ver con la
ciencia, como ya hemos dicho antes.
En este punto
de la historia, todos los astrónomos deberían de haber cambiado de lealtad y
haberse pasado al modelo heliocéntrico, pero este cambio no tuvo lugar. La
mayoría de astrónomos se habían pasado la vida convencidos de que el universo
giraba alrededor de una Tierra estática y eran incapaces de dar el salto
emocional o intelectual a un universo heliocéntrico. Cuando el astrónomo
Francesco Sizi tuvo noticia de las observaciones de las lunas de Júpiter por
parte de Galileo, que parecían sugerir que la Tierra no era el centro de todo,
propuso un estrafalario contraargumento: “Las lunas son invisibles a simple
vista y por consiguiente no pueden tener ninguna influencia sobre la Tierra, o
sea que no sirven para nada, es decir, no existen”. El filósofo Giulio Libri
adoptó un punto de vista igualmente ilógico e incluso se negó a mirar por el
telescopio por una cuestión de principios. Cuando Libri murió, Galileo comentó
que al menos podría ver las manchas solares, las lunas de Júpiter y las fases
de Venus en su camino hacia el cielo.
La Iglesia
católica tampoco estaba dispuesta a abandonar su doctrina de que la Tierra
permanecía fija en el centro del universo, a pesar de que los matemáticos
jesuitas habían confirmado la superior precisión del nuevo modelo
heliocéntrico. A partir de entonces, los teólogos aceptaron que el modelo
heliocéntrico podía efectuar unas predicciones excelentes de las órbitas
planetarias, pero al mismo tiempo se negaron a aceptar que ello fuera
una representación válida de la realidad.
En otras palabras, el Vaticano consideraba el modelo heliocéntrico
del mismo modo que nosotros consideramos una frase como “Oh, cómo necesito una
copa después de asistir a una pesada clase de mecánica cuántica”. Esta frase en
inglés [“How I need a drink, alcoholic of course, after the heavy lectures
involving quantum mechanics”] es una ayuda mnemotécnica para el número.
Contando el número de letras que tiene cada palabra, obtenemos
3,14159265358979, que es el valor del número ð hasta el catorceavo decimal. La
frase es efectivamente un artilugio muy preciso para representar el valor de π,
aunque sabemos perfectamente que p no tiene nada que ver con el alcohol. La
Iglesia sostenía que el modelo heliocéntrico del universo tenía un estatus
similar –preciso y útil, pero no real.
No obstante,
los copernicanos continuaron argumentando que el modelo heliocéntrico predecía
mejor la realidad por la simple razón de que el Sol realmente estaba en el
centro del universo. Y lógicamente, ello provocó una dura reacción de la
Iglesia. En febrero de 1616, un comité de asesores de la Inquisición declaró
formalmente que defender el punto de vista heliocéntrico del universo era
herético. A consecuencia de dicho edicto, el De revolutionibus de
Copérnico fue prohibido en marzo de 1616, sesenta y tres años después de haber
sido publicado.
Galileo no
podía aceptar la condena de sus puntos de vista científicos por parte de la
Iglesia. Aunque era un devoto católico, también era un ferviente racionalista y
se creía capaz de conciliar estos dos sistemas de creencias. Había llegado a la
conclusión de que los científicos estaban mejor cualificados para opinar sobre
el mundo material, mientras que los teólogos lo estaban para opinar sobre el
mundo espiritual y sobre cómo había que vivir en el mundo material. Galileo
decía que “la finalidad de las Sagradas Escrituras es enseñar a los hombres
cómo ir al cielo, no decirles cómo es”.
Si la Iglesia
hubiera criticado el modelo heliocéntrico identificando algún punto débil en la
teoría o algún error en los datos, entonces Galileo y sus colegas habrían
estado dispuestos a escucharla, pero sus críticas eran puramente ideológicas.
Galileo optó por ignorar los puntos de vista de los cardenales, y año tras año
siguió abogando por una nueva visión del universo. Finalmente, en 1623, creyó
ver una oportunidad de derrotar a las autoridades eclesiásticas cuando su amigo
el cardenal Maffeo Barberini fue elegido para el trono papal con el nombre de
Urbano VIII.
Tanto Galileo
como el nuevo papa habían nacido y se habían criado en Florencia, y habían
asistido a la misma universidad en Pisa, y poco después de su elección Urbano
VIII concedió a Galileo seis largas audiencias. Durante una de ellas, Galileo
mencionó la idea de escribir un libro que comparase los dos puntos de vista
rivales del universo, y cuando abandonó el Vaticano lo hizo con la impresión de
que había obtenido la bendición del papa. Regresó a su estudio y empezó a
escribir el que acabaría siendo uno de los libros más polémicos jamás
publicados en la historia de la ciencia.
En su Diálogo
sobre los dos principales sistemas del mundo, Galileo recurre a tres
personajes para debatir los méritos respectivos de los sistemas geocéntrico y
heliocéntrico. Salviati defiende la opinión preferida de Galileo, la
heliocéntrica, y es claramente un hombre inteligente, culto y elocuente.
Simplicio, el bufón, intenta defender el punto de vista geocéntrico. Y Sagredo
actúa como mediador, guiando la conversación que mantienen los otros dos
personajes, aunque de vez en cuando muestra su parcialidad reprendiendo o
burlándose de Simplicio. Era un texto académico, pero el recurso de usar
personajes para explicar los argumentos y contraargumentos lo hizo accesible a
muchos lectores. Además estaba escrito en italiano, no en latín, por lo que
resultaba evidente que Galileo buscaba un amplio respaldo popular para su
visión heliocéntrica del universo.
El Diálogo fue
finalmente publicado en 1632, casi una década después de que Galileo hubiese
conseguido aparentemente la aprobación del papa. Esta larga demora entre el
comienzo de la obra y su publicación resultó tener severas consecuencias,
porque la Guerra de los Treinta Años, entonces en curso, había cambiado el
paisaje político y religioso, y el papa Urbano VIII estaba ahora dispuesto a
aplastar a Galileo y a sus ideas. La Guerra de los Treinta Años había empezado
en 1618 cuando un grupo de protestantes había entrado por la fuerza en el
Palacio Real de Praga y había arrojado por una ventana a dos de los consejeros
del rey Fernando, un hecho que se conoce en los libros de historia como la
Defenestración de Praga. La población local se había enojado por la constante
persecución a que sometía a los protestantes el rey católico, y con esta acción
provocaron el levantamiento violento de las comunidades protestantes de
Hungría, Transilvania, Bohemia y otras partes de Europa.
En el momento
en que se publicó el Diálogo, hacía ya catorce años que duraba la
guerra, y la Iglesia Católica estaba cada vez más alarmada por la creciente
amenaza protestante. El papa estaba obligado a dar muestras de ser un gran
defensor de la fe católica y decidió que parte de su nueva e implacable
estrategia populista sería dar un hábil giro radical y condenar los blasfemos
escritos de cualquier científico herético que se atreviese a cuestionar la
tradicional visión geocéntrica del universo.
Una explicación
más personal del espectacular cambio de opinión del papa es que unos cuantos
astrónomos celosos de la fama de Galileo, junto con los cardenales más
conservadores, excitaron los ánimos destacando los paralelismos existentes
entre algunas de las declaraciones astronómicas anteriores y más ingenuas del
propio papa, y las frases que pronuncia el bufón Simplicio en el Diálogo.
Por ejemplo, Urbano había dicho, igual que hace Simplicio, que un Dios
omnipotente había creado el universo sin preocuparse por las leyes de la
física, con lo que el papa tuvo que sentirse humillado por la sarcástica
réplica de Salviati a Simplicio en el Diálogo: “Así que Dios podría
haber hecho que los pájaros volasen teniendo los huesos de oro sólido, las
venas llenas de mercurio, la carne más pesada que el plomo y las alas
extremadamente pequeñas. Pero no lo hizo, y esto debería haceros ver algo. Es
solamente para disimular vuestra ignorancia que sacáis a colación al Señor a
cada paso”.
Poco después de
la publicación del Diálogo, la Inquisición ordenó a Galileo
presentarse ante su tribunal bajo la acusación de “vehemente sospecha de
herejía”. Cuando Galileo protestó diciendo que estaba demasiado enfermo para
viajar, la Inquisición le amenazó con arrestarle y llevarle a Roma encadenado,
con lo cual él consintió y se preparó para emprender el viaje. Mientras
esperaba la llegada de Galileo, el papa intentó incautar el Diálogo y
ordenó al impresor que mandase todos los ejemplares del libro a Roma, pero ya
era demasiado tarde –la edición ya se había agotado.
El juicio a
Galileo empezó en abril de 1633. La acusación de herejía se centraba en el
conflicto entre las opiniones de Galileo y la afirmación que se hace en la
Biblia según la cual “Dios fijó la Tierra sobre sus cimientos para que no se
moviese jamás”. La mayoría de los miembros de la Inquisición adoptaron el punto
de vista expresado por el cardenal Bellarmino: “Afirmar que la Tierra gira
alrededor del Sol es tan erróneo como afirmar que Jesús no nació de una
virgen”. Sin embargo, entre los diez cardenales que presidían el juicio,
había una facción racionalista que simpatizaba con Galileo liderada por
Francesco Barberini, el sobrino de Urbano VIII. Durante dos semanas se fueron
acumulando las pruebas en contra de Galileo y hubo incluso amenazas de tortura,
pero Barberini constantemente abogaba por una mayor indulgencia y tolerancia.
Hasta cierto punto se salió con la suya. Después de ser declarado culpable,
Galileo no fue ejecutado ni arrojado a una mazmorra, sino sentenciado en cambio
a un arresto domiciliario indefinido, y el Diálogo pasó a
engrosar la lista de libros prohibidos, el Index librorum prohibitorum.
Barberini fue uno de los tres jueces que no firmaron la sentencia.
El juicio de
Galileo y el castigo subsiguiente fueron uno de los episodios más oscuros de la
historia de la ciencia, un triunfo de la irracionalidad sobre la lógica. Al
final del juicio, Galileo se vio obligado a retractarse y a negar la
verdad de su argumento. Sin embargo, consiguió salvar en parte su orgullo en
nombre de la ciencia. Después de escuchar su sentencia, cuando se incorporaba
de la postura genoflexa en la que la había tenido que escuchar, se dice que
murmuró entre dientes: “Eppur si muove” [“Y sin embargo se mueve”]. En
otras palabras, la verdad la dicta la realidad, no la Inquisición.
Independientemente de lo que dijera la Iglesia, el universo seguía funcionando
de acuerdo con sus propias e inmutables leyes científicas, y la Tierra daba
realmente vueltas en torno al Sol.
Galileo se
sumió en el aislamiento. Confinado en su casa, continuó reflexionando sobre las
leyes que rigen el universo, pero sus investigaciones se vieron severamente
limitadas porque en 1637 se quedó ciego, probablemente debido a un glaucoma
causado por las largas horas que había pasado en su telescopio mirando el Sol.
El gran observador ya no pudo observar más. Galileo murió el 8 de enero de
1642. Como acto final del castigo al que le había sometido, la Iglesia le negó
el derecho a ser enterrado en tierra consagrada.
Epígrafe del capítulo 1 del libro de Simon Singh Big Bang. El descubrimiento científico más importante…
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