Los pactos de Estado como herramienta para la
conciliación de clases
Pactos de la Moncloa. Varios firmantes, entre ellos
Felipe González, Santiago Carrillo, Miquel Roca, Enrique Tierno Galván, Adolfo
Suárez y Rodolfo Martín Villa. Imagen: Marisa Flórez.
Ástor García. — Cualquier persona mínimamente preocupada por los problemas sociales,
económicos y políticos que afronta nuestro país ha escuchado en algún momento,
de boca de representantes políticos, patronales, sindicales o de organizaciones
sociales, la necesidad de un “pacto de Estado” para abordar y tratar de
resolver alguna problemática social “sin atender a intereses partidistas” o
“por encima de las ideologías”.
La superación
de las ideologías y de los intereses supra-partidistas es un mantra habitual de
la política burguesa. Parte de la base de que ya no hay ideologías porque la
ideología única es la del capitalismo, o sus variantes, y de que los partidos
son, en el fondo, vehículos de expresión de las distintas variantes de esa
ideología —falsa conciencia— única.
Estas
posiciones, repetidas machaconamente por el aparato ideológico del Estado,
generan en amplias masas la convicción de que no existen enfoques de clase
sobre los fenómenos sociales, de que no existen intereses sociales realmente
confrontados, o que si existen es sobre cuestiones menores, sino que todo,
finalmente, se subordina a unos hipotéticos “intereses generales” que, en una
sociedad dividida en clases, siempre terminan por identificarse con los
intereses de la clase que domina.
Cuando tales
posicionamientos son asumidos e interiorizados por fuerzas políticas, sociales
y sindicales que dicen representar —o querer representar— los intereses de la
mayoría trabajadora, las consecuencias siempre terminan siendo desastrosas para
la clase obrera y los sectores populares.
Si se abandona,
o se niega, el análisis sobre la naturaleza de clase del Estado, si se olvida
que el Estado es una herramienta que surge para la dominación de una clase por
otra, se abona el terreno para el mantenimiento sistemático de la posición
subordinada de la clase obrera.
Ni la
correlación de fuerzas adversa ni la necesidad de mantener ciertas conquistas
en momentos de crisis social, política o económica justifican que, en nombre de
la clase obrera, se equiparen los intereses de los explotadores con los de los
explotados, y mucho menos que se sometan los segundos a los primeros.
Frente a quien
pueda pensar que esta afirmación es fruto de una posición intransigente o de
algún tipo de sectarismo, en el presente artículo se ofrecerán algunos ejemplos
concretos que corroboran lo dicho.
¿Por qué
tenemos que hablar de los pactos de Estado?
El
derrocamiento del poder burgués y la construcción del socialismo-comunismo
exige de los Partidos Comunistas una previa actividad multifacética, dirigida
fundamentalmente a desarrollar una capacidad de movilización de masas que
quiera, y pueda, tumbar al poder establecido. Dentro de esa actividad, la clase
obrera y su Partido de vanguardia deben contar con un análisis propio, que
parta de anteponer los intereses obreros y populares a cualesquiera otros y que
se desarrolle desde una posición independiente, consciente y ajena de las
múltiples trampas y falsos dilemas que coloca ante nosotros y nosotras el
enemigo de clase.
En nuestro
tiempo, caracterizado por la aparente hegemonía político-ideológica de las
fuerzas capitalistas y por la concepción de que el capitalismo es el único
modelo económico y social posible, la aportación de análisis de clase
orientados a la elevación de la conciencia revolucionaria es una de las tareas
más relevantes para un Partido Comunista, y desde esta perspectiva se ofrecen a
continuación algunos argumentos y análisis que intentan ser útiles para el
trabajo diario de la militancia comunista.
El carácter de
clase del Estado
El movimiento comunista es quien mejor ha caracterizado al Estado. Es justo decir también que nuestro movimiento ha aportado numerosas enseñanzas de cómo un enfoque erróneo sobre esta cuestión conduce a retrocesos en las posiciones revolucionarias.
Señalaba Lenin,
en El Estado y la Revolución, que:
“Según Marx, el
Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase
por otra, es la creación del «orden» que legaliza y afianza esta opresión,
amortiguando los choques entre las clases. En opinión de los políticos
pequeñoburgueses, el orden es precisamente la conciliación de las clases y no
la opresión de una clase por otra. Amortiguar los choques significa para ellos
conciliar y no privar a las clases oprimidas de ciertos medios y procedimientos
de lucha para el derrocamiento de los opresores”.
La actitud ante
el Estado es una de las medidas más fiables para detectar la verdadera
naturaleza de las organizaciones que se reclaman del campo obrero y popular.
Según asumamos que el Estado existe para legitimar y sostener la situación de
explotación de clase o que es precisamente el Estado el que permite integrar a
las clases, estaremos afrontando la lucha de clases con los objetivos definidos
y bien armados políticamente o estaremos entregando armas y bagajes desde el
primer momento.
Esto es así
porque, si partimos de que el Estado legitima y sostiene la explotación de una
clase por otra, concluiremos que la tarea histórica de la clase obrera
revolucionaria con respecto al Estado burgués es su destrucción y la
utilización de la maquinaria estatal para avanzar hacia la supresión de las
clases.
En cambio, si
asumiésemos que el Estado es un espacio neutro, de conciliación, capaz de
resolver sin tomar partido los problemas que engendra el desarrollo
capitalista, no sólo estaríamos cayendo en un profundo y peligroso idealismo,
sino que nuestra práctica política, aun asumiendo la necesidad de superar la
posición subordinada de la clase obrera, se limitaría a tratar de alcanzar un
equilibrio entre clases, jamás a lograr una sociedad sin clases.
La posición
sobre el Estado, la concepción sobre el aparato estatal, es entonces una faceta
más de la distinción entre reforma y revolución, es una línea de deslinde entre
fuerzas revolucionarias y fuerzas reformistas.
En este
contexto, las fuerzas políticas, sociales o sindicales que se dedican día sí y
día también a exigir “pactos de Estado”, “pactos por encima de las ideologías”
sobre alguna materia, no hacen sino expresar su convicción de que el Estado
capitalista, surgido como necesidad para el sostenimiento del modo de
producción capitalista, puede atentar contra los intereses capitalistas, y ello
precisamente a través de un pacto político con las fuerzas que representan
genuinamente los intereses de los capitalistas.
Quienes exigen
tales pactos olvidan aquello que Engels tan bien apuntaba en El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado:
“Como el Estado
nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo
tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el
Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con
ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante,
adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la
clase oprimida”.
Uno de los
“nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida” ha
sido, precisamente, el favorecimiento y promoción que, por parte del Estado
capitalista, se ha hecho de las organizaciones de raíz obrera y popular que han
asumido la bandera de la conciliación de clases y han conducido a millones de
trabajadores y trabajadoras a someterse a los intereses ajenos, renunciando a
elaborar una estrategia revolucionaria y colocándose cómodamente en la posición
de sostenimiento del orden capitalista, al que consideran el único orden
posible.
Históricamente
han sido las fuerzas socialdemócratas quienes con más ahínco han defendido los
pactos, desde esa concepción neutral y conciliadora del Estado que es fruto de
la desviación oportunista que les caracteriza desde los tiempos de la II
Internacional.
Hoy, los nuevos socialdemócratas continúan esa tarea por más que su fraseología quiera ser diferente a la de la socialdemocracia clásica. Con su actitud y con los argumentos que utilizan para defenderla no sólo niegan el carácter de clase del Estado, sino que reconocen su incapacidad y su falta de voluntad —si alguna vez la hubo— para transformar radicalmente, de forma revolucionaria, el status quo. Se contentan con corregir muy superficialmente, cosméticamente, el modelo económico y social basado en la explotación. De la misma manera que buscan la conciliación en la contradicción de clase, buscan la conciliación con el Estado de clase.
Para ellos, el
capitalismo es el único orden posible y el socialismo-comunismo es, si acaso lo
mencionan, una bella idea en el horizonte que siempre será difícil o imposible
de alcanzar. Su control por parte de elementos burgueses y pequeñoburgueses y
su vinculación directa —incluso orgánica— con los intereses de sectores
capitalistas, les llevan a asumir, en nombre de los sectores obreros y
populares que dicen representar, que el éxito político está en la renuncia a
sus intereses de clase.
Esta concepción
del Estado y de la lucha de clases choca diametralmente con la posición
marxista-leninista y es la que determina absolutamente la estrategia y la
táctica de los partidos y organizaciones que dicen querer representar a la
mayoría obrera o al pueblo trabajador, llámenlo como lo llamen. Pero la
estrategia y la táctica del Partido Comunista, como sabemos, es otra.
¿Debe, por
tanto, el Partido Comunista promover o defender que se realicen pactos de
Estado? Rotundamente no. La experiencia nos demuestra que este tipo de acuerdos
son siempre una herramienta de sostenimiento del orden capitalista. Pero,
además, son expresión de cuál es la propia concepción que tienen de sí mismas,
y de su papel con respecto al orden burgués, las fuerzas que los promueven en nombre
de la mayoría trabajadora.
Los Pactos de
la Moncloa
Si existe en la historia reciente española un ejemplo de pacto de Estado, son los denominados “Pactos de la Moncloa”, suscritos en octubre de 1977 por todas las fuerzas parlamentarias del momento, en un caso paradigmático de eso que se ha venido llamando “responsabilidad de Estado”.
Existe entre
las fuerzas burguesas un amplio consenso sobre la importante de aquellos
pactos. Se considera que fueron esenciales porque “crearon un clima de consenso
que permitió aprobar la Constitución”, pero sobre todo “su gran éxito no fue
solo detener el proceso inflacionista y los desequilibrios exteriores, sino
afirmar que España sería una economía de mercado con voluntad de buscar un
espacio competitivo dentro de la economía mundial”.
También se ha
dicho que “se convirtieron en un paradigma mundial de diálogo y convivencia
democrática entre todas las fuerzas políticas y territorios (incluidos,
evidentemente, los nacionalistas vascos y catalanes). Los pactos permitieron a
España iniciar el camino de la modernización que la llevaría a integrarse en la
Unión Europea y a tener uno de los periodos más largos de prosperidad de su
historia”.
Se diga como se
quiera, lo cierto es que estos acuerdos supusieron una actualización y
“modernización” del aparato estatal para adaptarlo a una forma de dominación
distinta a la que nuestro país había vivido durante 40 años.
Ante una
situación en que la crisis capitalista mundial se solapaba con la crisis
política que vivía España en las postrimerías del franquismo, todas las fuerzas
parlamentarias estuvieron de acuerdo en que había que adaptar y dulcificar
algunos aspectos del aparato estatal para garantizar la pervivencia del modelo
capitalista en España, homologándolo con las democracias burguesas del entorno
geográfico inmediato. Dicho en otras palabras, la voluntad era convertir a
España en un país capitalista “moderno”, donde el ejemplo del campo socialista
y, por tanto, el riesgo de revoluciones obreras se conjurase mediante el
desarrollo del denominado “Estado del Bienestar”. La dictadura fascista había
cumplido su papel evitando que España comenzase su andadura socialista en los
años 30, pero el momento histórico ya era otro y exigía reformas en el modelo
de dominación capitalista.
Tanto el Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía (firmado el 25 de octubre) como el Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política (firmado dos días después) fueron la certificación de una contundente victoria de los intereses capitalistas, ya que ambos pactos sometían “los intereses de la clase obrera y de los sectores populares a los intereses económicos de la oligarquía en plena crisis económica, jugando un papel de contención de la lucha obrera”.
Puede resultar
llamativo que una de las fuerzas más entusiastas en la defensa de estos
acuerdos fuera el PCE dirigido por Santiago Carrillo. Este entusiasmo llevó a
que, en el terreno sindical, las Comisiones Obreras suscribieran también los
acuerdos mientras la UGT los rechazara inicialmente, aunque luego los terminara
aceptando también.
En parte, en
aquellos momentos se estaba jugando la hegemonía dentro de “la izquierda”, y el
análisis del PCE eurocomunista conducía a que, para superar a un PSOE
desaparecido durante la dictadura franquista y después financiado por las
potencias capitalistas, había que ser más “sensato” y tener más
“responsabilidad de Estado” que nadie. Tal análisis ya lo habían negado los
resultados electorales de junio de 1977, pero hoy podemos certificar que fue un
grave error que acabaría determinando el rumbo del PCE en los siguientes años.
La firma de aquellos pactos fue la constatación de que el PCE, la organización que luchó durante 40 años contra el franquismo en el interior del país, que sufrió persecución y represión como ninguna otra fuerza política, renunciaba de plano a cualquier lucha real y efectiva por la toma del poder político. Los acuerdos del Comité Central ampliado que, en abril de ese mismo año, habían reconocido la bandera rojigualda y aceptado el Estado heredero del franquismo, no habían sido únicamente virajes tácticos, como anunciaba el propio Carrillo en aquella reunión:
“Si la
Monarquía continúa obrando de manera decidida para restablecer la democracia,
en unas próximas Cortes nuestro partido podría considerar la Monarquía como el
régimen constitucional democrático. Si no fuera así, no tendríamos ningún
compromiso en ese sentido. Hemos defendido la República, y las ideas de nuestro
partido son republicanas; pero hoy, la opción no es entre Monarquía o
República, sino entre dictadura o democracia”.
La
participación del PCE en esos pactos, y posteriormente en la elaboración de la
Constitución, fue el triunfo del eurocomunismo, de las posiciones que, desde
dentro del movimiento obrero revolucionario y su partido de vanguardia,
renunciaban absolutamente a cualquier transformación revolucionaria, asumían el
dominio burgués y depositaban todas sus esperanzas de avance político en la
democracia burguesa, en un Estado supuestamente neutro, que ya no era
“partidista” porque ya no era franquista, a pesar de seguir encabezado por sus
herederos políticos directos.
Cómo el PCE
llegó a asumir tales posiciones no es objeto de este artículo. Hay textos
publicados en la Revista Comunista Internacional y en otras publicaciones
analizando el eurocomunismo, sus orígenes y su gestación en el seno de Partidos
Comunistas como el español, el italiano o el francés, así como ejemplos de que
sus posiciones fueron combatidas dentro y fuera de esos partidos. Pero sí cabe
señalar aquí que esta actitud “pactista” fue compartida por el otro gran
promotor del eurocomunismo: el Partido Comunista Italiano.
Los Pactos de
la Moncloa coincidieron en el tiempo con el período del “compromiso histórico”
italiano, cuando el PCI de Berlinguer aceptó apoyar a la Democracia Cristiana
de Andreotti, sobre la base, en su caso, de sostener la República surgida del
triunfo contra el fascismo, renunciando a cualquier posible toma del poder por
el mayor Partido Comunista que conocieron las democracias burguesas europeas.
La concepción
subordinada del PCI la expresaba así el propio Berlinguer:
“En definitiva
la perspectiva de éxito de una vía democrática al socialismo está en función de
la capacidad del movimiento obrero para realizar sus propias elecciones y medir
sus iniciativas según –más allá del marco internacional– las relaciones de
fuerza concretas existentes en cada situación y momento, y con su capacidad
para vigilar en todo instante las reacciones y contrarreacciones que la
iniciativa transformadora determina en toda la sociedad”.
Es indudable
que los Pactos de la Moncloa abrieron el paso a lo que conocemos como “pacto
social” o “concertación”. Fueron la expresión política de la renuncia a la
lucha de clases y la asunción del carácter neutral del aparato estatal, que ha
tenido consecuencias duraderas en el campo político y que también acabó por
imprimir carácter a la lucha sindical en nuestro país.
El Pacto de
Toledo
El otro gran ejemplo de pactos de Estado se encuentra en el denominado “Pacto de Toledo”, fruto del cual el Congreso aprobó en abril de 1995, y a propuesta de la Comisión de Presupuestos, una ponencia sobre el “Análisis de los problemas estructurales del sistema de la Seguridad Social y de las principales reformas que deberán acometerse”.
Este acuerdo,
que contó con el apoyo de Izquierda Unida, supuso no sólo la continuidad con
las medidas ya apuntadas en los Pactos de la Moncloa sobre el sistema de la
Seguridad Social, sino que afirmaba cosas como:
“(…) sin perjuicio
de mantener la edad ordinaria de jubilación en los 65 años, resultaría muy
aconsejable, en términos financieros y sociales, facilitar la prolongación
voluntaria de la vida activa de quienes libremente lo deseen”
Ello al tiempo
que expresamente hacía suyas las recomendaciones del denominado “Libro Blanco
de Delors”, en el que se planteaban, entre otras cosas, la rebaja de costes
salariales, la reducción de cotizaciones empresariales y el fomento de una
mayor flexibilidad del trabajo.
Estas cuestiones,
que merecerían sin duda un artículo específico, se apuntan aquí para ilustrar
cómo este tipo de acuerdos jamás son “neutros” en términos de clase y cómo,
además, sus consecuencias son palpables lustros después. Las luchas y
movilizaciones que hoy llevan a cabo los y las pensionistas de nuestro país se
comprenden mejor, y se puede intervenir mejor en ellas, conociendo lo que se
pactó en La Moncloa a finales de los 70 y en Toledo a mediados de los 90.
La cuestión hoy
La necesidad de un Pacto Educativo, de un Pacto por la Sanidad o de un Pacto por las Pensiones están en boca de muchos compañeros y compañeras de lucha. Se esgrimen como necesarios ante el evidente empeoramiento de las condiciones en que se prestan los servicios públicos en nuestro país.
Pero, partiendo
de una realidad incontestable, se yerra profundamente en la propuesta política.
Se enfoca la movilización con el objetivo político de alcanzar un acuerdo con
las fuerzas que, precisamente, están poniendo todo de su parte para transformar
el sistema educativo, el sanitario o el de pensiones en espacios para la
rentabilidad del capital. Dicho de otra forma, se nos está llamando a luchar
para garantizar nuestros derechos a través de un pacto con quienes están
destrozando nuestros derechos. Se pretende someter la movilización a un acuerdo
de mínimos, sin ninguna perspectiva superior.
Si hablamos de
Educación, debemos plantearnos de qué nos sirve un pacto en la materia que no
termine con ese cáncer que es la enseñanza concertada, que mantenga la enseñanza
de la religión católica y abra el espacio para la enseñanza de otras religiones
o que continúe con las políticas de segregación, mercantilización y elitización
de las distintas etapas educativas mientras se culpabiliza de todo problema en
el sector a los trabajadores y trabajadoras.
En el caso de
la Sanidad, debemos plantearnos de qué nos sirve pacto al respecto que no
aborde la proliferación de clínicas privadas, que actúan la mayoría de las
veces como parásitos del sistema sanitario público, o que no mencione el
creciente papel de las compañías aseguradoras y farmacéuticas en el sector.
En el caso de
las pensiones, es más que evidente que lo que se pretende es abrir ese espacio
a la obtención de beneficios por parte de la banca, las aseguradoras y los fondos
de inversión, dada la brutal campaña propagandística acerca del interés y
necesidad de contar con planes privados de pensiones.
¿En estas
condiciones corresponde exigir pactos de Estado?
No. A nuestros compañeros y compañeras en las organizaciones sindicales y sociales debemos señalarles que esa exigencia de pactos responde a una percepción errónea sobre la correlación de fuerzas y a una realidad de pérdida de influencia de las posiciones de clase debida, en gran medida, a la adopción del camino de la conciliación y la concertación en los años 70 del siglo pasado.
Nos toca romper
la dinámica infernal que coloca como único horizonte la posibilidad de
conseguir pactos irrisorios para tratar de conservar algunas de las conquistas
de la clase obrera en el pasado, mientras paso a paso se van poniendo las
bases, en nuestro nombre, para superiores ataques en el futuro cercano.
Esa voluntad de
defender lo conquistado no puede concretarse en una asunción de los mecanismos
burgueses, gracias a los cuales la burguesía está en mejores condiciones hoy de
lo que lo estuvo anteriormente para imponer su programa de máximos.
No se puede
caer repetidamente en el error de sostener la hipotética neutralidad de un
Estado que ha demostrado por activa y por pasiva que es partidista en términos
de clase y que tiene una capacidad enorme de introducir y promover los
intereses de la clase dominante, haciéndolos pasar por intereses generales.
La consecución
de victorias parciales de la clase obrera en un momento de agresiones es una
necesidad. Es la manera inicial de promover la elevación de la conciencia. Abre
el camino para pasar de la lucha económica a la lucha política, pero se
convierte en mero reformismo si carece de cualquier perspectiva estratégica
favorable a los intereses obreros, si se convierte en un fin y no en un medio,
si asume, por acción u omisión, que el orden capitalista es el único posible y,
por tanto, sólo cabe arrancar algunas conquistas, pero no aspirar a la
totalidad de las conquistas, esto es, al poder obrero, a un país para la clase
obrera.
***
* Artículo
publicado en el nº1 de Nuestra Política (mayo, 2018), revista teórica y
política del PCTE.
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