La palabra y
la historia
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En 1922 se publicó un libro cuyo título es más
recordado que la obra: El estúpido siglo XIX. El autor era Léon Daudet,
uno de los príncipes de la reacción francesa, hijo de Alphonse Daudet –ya
entonces un clásico decimonónico–, y que prosperó con su reputación de polemista volublemente furibundo. Para
muchos, y no sólo en la derecha, el título marcó las interpretaciones del
ingenuo siglo XIX como la cicatriz de un latigazo. Hoy sabemos que era una calumnia de los que consiguieron hacer del
siglo XX la más innecesaria carnicería de la historia. No disponemos, para
resumir su soberbia sanguinaria, de un título igualmente memorable. Pero
disponemos de una obra que lo retrata y define con la indignación bíblica que
exige un crimen de esas proporciones: Archipiélago Gulag, de Alexandr
Solzhenitsyn. Con menos sonoridad pero irrefutable justicia, podemos calificar
al siglo XX de «el siglo del Gulag».
Rozamos aquí un tema que ya fue enojoso. Durante un
par de generaciones, a lo largo de la
Guerra Fría, contemplar el paralelismo nazismo/comunismo y Holocausto/Gulag era
tabú. Esta disputa, que rara vez llegó a ser debate, está siendo resuelta
por muerte natural, aunque la agonía todavía se prolonga. Sin embargo, la comparación e identificación de ambas ideologías y
regímenes eran moneda corriente en las décadas anteriores a la Segunda Guerra
Mundial, incluso en la izquierda (Léon Blum, Victor Serge). Pero tal vez la
última figura importante a la que se le toleró hablar del fenómeno como dos
caras de una misma moneda, sin ser acusada de afinidades fascistas y
anticomunismo «profesional» (es decir, mercenario), fue Hannah Arendt, antes de que la Guerra Fría se calentase. Un
autor tan ecuménicamente respetado como Norberto
Bobbio sólo se atrevió a decantarse in extremis, medio siglo después
(1998), negando su antigua aserción de que el comunismo era «un gran ideal» mal
aplicado, en comparación con el nazismo «teóricamente falso y moralmente
malvado»; los dos conceptos eran igualmente perversos. La cuestión del
Holocausto/Gulag no fue menos borrosa.
La mejor ilustración de sus ambigüedades es la actitud
de Primo Levi, superviviente de Auschwitz y gran escritor de irrefutable
probidad. En un apéndice añadido en 1976 a Si esto es un hombre (1947),
Levi afirma que los campos soviéticos «nada
tienen que ver con el socialismo sino al contrario: se destacan en el socialismo
soviético como una fea mancha. [...] No es imaginable, en cambio, un nazismo
sin Lager». Eso a pesar de que siempre que enumera las
características esenciales y distintivas del universo concentracionario nazi
podría estar hablando del Gulag. Pero ya en Los hundidos y los salvados
(1986) Levi cita a Solzhenitsyn, aparentemente sin darse cuenta de que, al hacerlo, se autorrefuta. En su primer libro Levi afirma que la
principal diferencia entre los campos del socialismo soviético y los del
nacionalsocialismo «consiste en su finalidad»: en los campos soviéticos «no se buscaba expresamente, ni siquiera en
los más oscuros años del estalinismo, la muerte de los prisioneros». Diez
años después, en el segundo libro citado, se apoya en una cita de Solzhenitsyn
que, hablando del Gulag, dice: «Porque
los Lager [soviéticos] son de exterminio, no podemos olvidarlo».
No todos fueron tan cándidamente ecuánimes como Levi,
que honesta y confusamente buscaba la verdad. Y ahora que la verdad es por fin innegable –documentada en los propios archivos soviéticos– sabemos también que la «polémica» sobre la
equiparación de los campos comunistas con los nazis era en parte fraudulenta:
lo que se buscaba de un lado era esconder la verdad. Indeleblemente, a Sartre
le parecía tan intolerable como el sufrimiento y la muerte en los campos el que
la prensa occidental se permitiera mencionarlos. Un crítico tan exquisito como George Steiner perpetró la vulgaridad
de repetir, al reseñar Archipiélago Gulag, un burdo lugar común
estalinista del que debe arrepentirse tres décadas después: «Decir que
el terror soviético es tan horrendo como el hitlerismo es no sólo una
simplificación brutal sino también una indecencia moral». Sin embargo, uno de sus héroes morales, Andrei Sajárov, no sólo lo
decía, sino que consideraba los campos soviéticos como «prototipos de los
campos de exterminio nazis». Solzhenitsyn,
por su parte, no vacila en la comparación, que reitera y justifica
constantemente. Los presos, dice con
concisión quevediana, morían «en el horno helado de la tala forestal o
asfixiados en la cámara de gas de una mina». Va incluso,
implacablemente, más allá. Una de las pocas personas con experiencia en campos
tanto soviéticos como nazis que ha vivido para formularlo con lucidez, Margarete Buber-Neumann, dice que es «difícil decidir qué es más inhumano: matar
con gas en cinco minutos o estrangular a lo largo de tres meses».
Solzhenitsyn, sin haberla leído, aclara: «Era
una máquina de exterminio declarada, pero, siguiendo la tradición del Gulag, de
acción prolongada, para que los condenados sufrieran más y trabajaran todavía
un poco antes de morir». Stalin
–concluye– enviaba a los rusos a morir en el Gulag «con la seguridad de una
cámara de gas, pero más barato». Los nazis no eran peores;
simplemente contaban con una industria más eficaz y productiva: «para montar
cámaras nos faltaba el gas».
El hecho es que, tanto
en el caso del nazismo como del comunismo, el resto del mundo se negó a creer
la magnitud y horror de los crímenes. Ni los informes de la clandestinidad
organizada ni los testimonios personales que llegaban a los gobiernos y la
opinión pública de Occidente hicieron mella en la minuciosa incredulidad que
inspiraba la escala genocida (ni siquiera existía la palabra «genocidio») de
los despotismos totalitarios. Sólo la
liberación de los campos nazis por las tropas aliadas y la documentación
fotográfica y cinematográfica obtenida entonces consiguió imponer la verdad. Y
eso que en el caso del nazismo, como ha sido apuntado por muchos, la
incredulidad tenía que esquivar o solapar las declaraciones estentóreamente
explícitas de los escritos de Hitler y las proclamas oficiales del régimen
nacionalsocialista. Además, el nazismo no contaba con la simpatía militante de
un sector vociferantemente abrumador de la intelectualidad ocidental,
interesado en defender la imagen del régimen. El caso del régimen comunista
ruso es simétricamente diferente. Disfrutando del mismo escudo de incredulidad,
tenía además el apoyo, simpatía u obediencia de muchas de las voces más
prestigiosas de Occidente. Pero tenía, sobre todo, la ventaja formal de
identificarse (y ser identificado) con las más nobles y justas causas de la política
de la época. Y tanto el régimen como sus defensores eran sinceros: no se
cometían crímenes, se defendía y avanzaba por todos los medios –incluso el
crimen, que al justificarse dejaba de ser crimen– una causa cuyo alto vuelo
moral era reconocido hasta por sus enemigos. Rusia fue uno de los aliados vencedores en la guerra, y no hubo
tropas extranjeras que descubrieran por la fuerza los horrores de los campos
soviéticos, ni el público occidental tuvo que aceptar a contrapelo pruebas
patentes e irrefutables que nunca fueron filmadas libremente. El
régimen comunista duró hasta 1991, como un putrefacto despotismo en el que los
verdugos morían en la cama después de una larga y cómoda jubilación pagada por
sus víctimas. Al instalar en la
imaginación mundial la dantesca visión colosal de un sistema gemelo al nazi y
con un número de víctimas varias veces mayor, Solzhenitsyn consumó con no
más que lápiz y papel una solitaria hazaña que requirió, en el caso del
nazismo, toda una guerra mundial.
Lo que explica la fervorosa ojeriza que le dedicaron
todos los escritores que se consideraban el puño justiciero de la historia y
los coleccionistas de aventuras políticas de ida y vuelta en las que sólo
perecen los nativos. Les parecía un intolerable sinsentido que el ideal del
escritor como legislador secreto (o no tan secreto) del mundo lo encarnara un
reaccionario, un «anticomunista profesional», un creyente practicante. Peor aún, desde el punto de vista estético,
la vida de Solzhenitsyn –los peligros mortales de que se salvó milagrosamente,
los sufrimientos sin público que supo sobrellevar, su indomable rebeldía, la
sobrehumana empresa que acometió al enfrentarse, anónimo e inerme, al Leviatán
soviético, así como su triunfo final– tal vez no tengan paralelo en la historia
de la literatura. De ningún otro escritor puede decirse que cumple como
Solzhenitsyn la ambición nietzscheana de hacer de su vida una obra de arte.
Eso no se perdona. El último capítulo de The Soul
and Barbed Wire –cuyos autores analizan uno por uno todos sus libros– se
dedica por ello a la recepción de la obra de Solzhenitsyn en Occidente. El
texto es obligatorio para entender los avatares de su reputación. El encono
parte de la política, pero va más allá. Mary McCarthy, cuya incursión
periodística en Hanoi durante la guerra del Vietnam representó menos peligros
que sus hazañosas disputas domésticas con Edmund Wilson, lo planteó con su
célebre franqueza: «Solzhenitsyn, por decirlo de una vez, es descortés e
injusto en su novela [Agosto, 1914] con toda una categoría de la
sociedad: los “liberales” y los “círculos avanzados” de 1914. [...] Se la tiene
jurada, así como nos la tendría jurada si pudiera oírnos hablar». (Téngase en
cuenta que, en la terminología estadounidense de McCarthy, «liberales»
significa izquierda y «círculos avanzados», revolucionarios.) Este inmotivado,
calumnioso rencor –si Agosto, 1914 tiene un «héroe político», ése es Pyotr
Stolypin, el primer ministro liberal, en el recto sentido de la palabra,
asesinado en 1911 por un miembro de los «círculos avanzados»– se explica. Si la
obra de Solzhenitsyn, para él, tiene un sentido general y absoluto, es el de no dejar olvidar, pace Primo
Levi, que no es imaginable un socialismo radical sin Gulag. Esa
opinión, lejos de ser solitariamente excéntrica, es compartida por una
abrumadora mayoría de los especialistas, incluida la gran historiadora del
tema, Anne Applebaum. En Gulag: A History (2003), Applebaum –columnista
de The Washington Post, diario de centroizquierda– confirma con todo el
aparato de la historiografía anglosajona la identificación milimétrica, a
partir del verano de 1918, que Solzhenitsyn plantea entre el comunismo
soviético y el sistema concentracionario (el sistema chino sería desarrollado
con personal y know-how soviéticos). Los
prisioneros también pensaban así: en su jerga, salir del Gulag a la «libertad»
de la sociedad comunista era meramente pasar de la «zona chica» a la «zona
grande», donde –como dice el verso
de Anna Ajmátova– «los únicos que sonreían eran los muertos, contentos de poder
descansar». Estas últimas, por supuesto, no son opiniones imparciales; pero
su parcialidad no es la de los verdugos o sus teóricos, sino la de las
víctimas.
Se entiende ahora por qué
Solzhenitsyn ha sido el autor más demonizado de la literatura mundial después
de Voltaire. La
explicación más valerosa y cabal tal vez sea la de Octavio Paz, que parece
dirigida a todos los Steiner y McCarthy: «Nuestras opiniones en esta materia no
han sido meros errores, han sido un pecado, en el antiguo sentido religioso de
la palabra: algo que afecta al ser entero. [...] Ese pecado nos ha manchado y,
fatalmente, ha manchado también nuestros escritos». La imagen religiosa –de un
autor serenamente descreído– no es gratuita. El diplomático estadounidense y sovietólogo George Kennan saludó
famosamente la publicación de Archipiélago Gulag como «la más grande y
poderosa denuncia individual de un régimen político jamás realizada en los
tiempos modernos». Y el historiador Martin Malia, ciñéndose mejor al tono
de Solzhenitsyn, dice que Archipiélago es lo más parecido que hay a un juicio de Núremberg del comunismo.
Pero Solzhenitsyn tira más alto, como dice en su autobiografía literaria The
Oak and the Calf, apostrofando al
gobierno soviético: «Archipiélago Gulag es la acusación con que comienza
vuestro juicio en nombre de la raza humana».
La esfera en que combate Solzhenitsyn es nada menos
que metafísica. No está enfrentándose tan solo a un régimen político o a una
ideología homicida, lo que sería una mera revolución. Después de desenmascarar
al adversario, Solzhenitsyn tiene la magnanimidad de declararlo todo un hombre,
como nosotros, en cuyo pecho coexisten el bien y el mal. Solzhenitzyn no quiere
someter a ese hombre, sino vencer al mal que lo somete: «las revoluciones sólo destruyen
a los agentes del mal». Como dijo en su discurso al recibir el Nobel:
«No sólo se trata de que la fuerza bruta sea victoriosa en el mundo moderno,
sino también su clamorosa justificación». Por ello no se vieron amenazados por
Solzhenitsyn simplemente comisarios y apparatchiks y agentes a sueldo y
militantes; también se sintieron vulnerables los justificadores, no
necesariamente comunistas, aquellos «hombres libres bien cebados», aquellos
«teóricos que nos explicaban por qué debíamos pudrirnos en un campo».
Todo esto ya ha cumplido el ciclo enunciado por
Humboldt para siempre: primero la gente niega las cosas, luego les resta
importancia y, finalmente, las declara cosas archisabidas, que ya no interesan
a nadie y es mejor olvidarlas. Hoy en
día es posible declarar que el régimen soviético fue, con toda modestia, un
simple «experimento social» (Eric Hobsbawm), como si se tratase de la
socialdemocracia europea. Pero en Rusia se vive una etapa más avanzada. Ahora hay nuevos teóricos que explican a la
juventud rusa por qué sus abuelos hacían bien en pudrirse en los campos: «Había
razones racionales tras el uso de la violencia para obtener un máximo de
eficacia» (Historia de la Rusia Moderna: 1945-2006, texto escolar de
Alexander Filippov). Y un ex verdugo, Vladimir
Putin, ha exhortado a otros historiadores rusos a no detenerse en algunas
«páginas problemáticas» de la historia del país: «No podemos permitir que nadie
nos imponga un sentimiento de culpa». No es descabellado pensar que, entre
otros, se refiera a Solzhenitsyn, al que
se dio el trabajo de tener que aceptar un premio nacional en 2007. Hay
quien prefiere pensar que aceptarlo fue un error de Solzhenitsyn o, peor, un
revelador gesto político de apoyo a una dictadura nacionalista y reaccionaria. Son los mismos que decían que Solzhenitsyn,
por nacionalista y reaccionario, mentía sobre el Gulag. Además, quieren
tenerla de ida y de vuelta, pues se trata de un gobierno que construye museos a
Stalin, rehabilita su régimen en campañas televisivas y libros escolares, y
confisca los archivos de los testigos del Gulag (la organización Memorial).
El lector de Solzhenitsyn disfruta del privilegio de
sonreírse. Sabe que el mensaje incesante
y atronador de Archipiélago Gulag es que los crímenes del régimen
soviético no sólo deben ser denunciados; deben también –y el lenguaje es
religioso, aunque no nos guste a los descreídos– ser aceptados como una culpa y
purgados por el arrepentimiento. Hay más. Para quien haya leído las
memorias contenidas en The Oak and the Calf (1975) y su secuela Invisible
Allies (1995) –una de las más extraordinarias autobiografías literarias,
con más aventuras y suspense que todo un anaquel de thrillers–, la acogida a Putin en el hogar de
Solzhenitsyn sugiere una de las maniobras tácticas descritas en las memorias,
en las que la terminología estratégica es más frecuente que la religiosa.
El escritor, desde la clandestinidad, está perpetuamente preparando ofensivas
de opinión, movilizando batallones de amigos y simpatizantes, replegando baterías
literarias, organizando retiradas. Recibir
a Putin, entonces presidente, aceptar el máximo galardón patrio, era la manera
de volver a captar la adormecida atención nacional, hacerse leer otra vez,
hacer oír nuevamente su arrinconado testimonio. Con la seguridad de que quien lo lea sabrá sin lugar a la menor duda
que un hombre como él –que por razones tácticas ya estuvo dispuesto a negociar
con Bréznev, que estaba dispuesto a recibir un Premio Lenin para hacer oír la
voz de los muertos– podía estrechar la mano de Putin sin ensuciarse.
Lo sabemos porque una obra es un hombre, así como el
hombre es la obra. En el caso de Solzhenitsyn esto se da en grado superlativo;
un caso, como dijo Saul Bellow, que justifica desempolvar la palabra héroe. Son pocas y mal contadas las veces en que
la literatura se ha visto honrada con un escritor total como Solzhenitsyn.
A lo largo de años memorizó miles de versos y varias obras de teatro porque no
podía escribirlos en un campo; cuando fue posible hacerlo, en letra microscópica,
tuvo que quemar inmediatamente los minúsculos papelillos, o enterrarlos en una
botella para un secular lector futuro. En la prisión o en la perdida aldea de
su «exilio perpetuo», las perspectivas de publicar en vida, o alguna vez, eran
nulas. La gloria sólo era concebible como un arma. De ahí que cuando este
Montecristo de la literatura recibe, con la improbable teatralidad de un
episodio folletinesco, el Premio Nobel apenas diez años después de publicar su
primer libro, su reacción es exclamar: «¡Ahora puedo hablar con el gobierno
como un igual!». Ante una superpotencia mundial, un régimen acorazado contra
todo tipo de ataques internos políticos o de fuerza, Solzhenitsyn llega a la
convicción –algo sobada en otros contextos– de que sólo la literatura puede
cambiar la sociedad. «Todo el que haya proclamado la violencia como su método
debe inexorablemente optar por la mentira como su principio», declara.
La manera de vencerla es «ver el presente a la luz de la eternidad».
Nada le debe la literatura a Solzhenitsyn como la
hazaña de cumplir sus propósitos extraliterarios –de vencer a la mentira para
desenmascarar a la fuerza– sin otros recursos que los literarios. Es fácil
olvidar que el más influyente de todos sus libros (y en Rusia ciertamente más
que todos sus panfletos y discursos) es la novela corta Un día en la vida de
Iván Denisovich, escrita en una
arrebatada epifanía de cuarenta días. Tan perfecto y transparente es su
arte que el régimen creyó que podía publicarla impunemente. Sus dos novelas
«polifónicas», El primer círculo (1968) y Pabellón de cáncer (1968),
están entre las más notables del siglo XX gracias al detalle aún más notable de
que a nadie exento de malicia se le ocurriría clasificarlas restringidamente
como «novelas políticas». Su tema son las relaciones del hombre con el mal, es
decir, con su alma. Al mismo tiempo que sí lo son, «a la luz de la eternidad». El
primer círculo ha sido confirmado en su estricta veracidad humana y social
por dos de los compañeros de prisión de Solzhenitsyn que figuran como
personajes. El estupendo libro de memorias de uno de ellos, Lev Kopelev (Ease
my Sorrows, 1983, último volumen de tres), nos ofrece distraídamente una
lección sobre el arte de Solzhenitsyn. Cuenta esencialmente la misma
experiencia con los mismos personajes, no sin brío, exactitud y profundidad,
pero no roza siquiera la versión del infierno borgiana («perfecto dolor sin
destrucción») de la novela de su amigo. Ya Pabellón de cáncer, que
maravilló a Edmund Wilson por prender su interés a lo largo de setecientas
páginas en las que no pasa nada, consigue el milagro cervantino de
transfigurarse en una de las grandes metáforas de la historia de la literatura:
el cáncer como la enfermedad del
espíritu que es el Estado totalitario.
Es importante señalar a estas alturas que los tres
libros, así como ese cuento prodigioso que es «La casa de Matriona», son
minuciosamente autobiográficos. Pero la obra de arte que es la vida de
Solzhenitsyn rebasa épicamente esas experiencias. El régimen soviético fue,
después del propio Solzhenitsyn, el primero en darse cuenta. Es verdad que su
independencia montaraz y su insolencia de haut en bas al tratar con las
autoridades –eran ellas, aún en el poder, las que tenían que doblegarse,
ellas las que debían declararse culpables y pedir clemencia del pueblo– habrían terminado abrupta y anónimamente
con un nocturno tiro en la nuca en los tiempos de Stalin. Pero no sólo los
tiempos eran otros, sino que el miedo que los verdugos se tenían mutuamente
impedía la restauración de los buenos viejos métodos: el comunismo estalinista, por definición, exige un Stalin y el
terror de todo el resto. Un libro extraordinario, The Solzhenitsyn
Files (1995) compilado por el primer biógrafo de Solzhenitsyn, Michael
Scammel, recoge las minutas y documentos de las deliberaciones de la cúpula
soviética sobre el novelista. Después de haber organizado una unidad del KGB
para ocuparse exclusivamente de Solzhenitsyn –al que trataron de asesinar
inyectándole ricino–, en un determinado momento Bréznev arengó a los miembros
del Politburó y les recordó que, después de todo, el régimen había afrontado la
crisis del exilio de la hija de Stalin y había conseguido reprimir la
contrarrevolución en Checoslovaquia en 1968, tras lo cual declaró que había
llegado el momento de enfrentar a Solzhenitsyn, un simple escritor armado de
lápiz y papel: «Hemos soportado de todo. Creo que sobreviviremos también a este
caso». Se equivocaba, pero al hacerlo expresó el más señero homenaje jamás
rendido a las letras por la fuerza bruta.
Por otra parte, el régimen no era tan pusilánime ni
tan incompetente como parecía. Bréznev y el jefe del KGB, Yuri Andrópov –que
sería uno de sus sucesores–, veían a Solzhenitsyn sólo como una pieza minúscula
en el gran tablero estratégico en que la Unión Soviética jugaba su política
imperial. Lo que Solzhenitsyn ignoraba era que el régimen sabía desde 1965,
cuando grabó una conversación suya con un amigo, que estaba escribiendo lo que
sería Archipiélago Gulag y, sobre todo, que ya había enviado parte de
sus trabajos a Occidente con órdenes de publicarlos inmediatamente si algo le
sucedía. Y la diplomacia de la fuerza –la Unión ¬Soviética vivía días de auge
imperial, como cuentan los tres volúmenes de The Mitrokhin Archive (1999-2005)–
requería los servicios de la mentira
ante sus justificadores occidentales. El hecho de ignorar el resorte básico
de la inusual moderación del régimen da la medida del coraje y la audacia de
Solzhenitsyn. Pero su temeridad tenía la lógica del zek (prisionero del
Gulag) que ve la vida «fuera» como una mera pausa, «una rara y temporal
anomalía», entre los campos y prisiones en que se vivía la vida en el
socialismo ruso. El temple adquirido en esas circunstancias es formulado en una
de las escenas finales de El primer círculo, que narra un episodio
autobiográfico. Cuando varios reclusos
de una sharashka (prisión de régimen especial para científicos y
técnicos a los que se les permitía trabajar en sus especialidades) encaran
su traslado a los campos árticos, vale decir al trabajo físico esclavo y la
muerte segura, el novelista comenta: «Ningún destino en la tierra podía ser
peor. Sin embargo, estaban en paz consigo mismos, eran tan audaces como podían
serlo unos hombres que habían perdido todo».
No falta quien ve en la actitud y desplantes de
Solzhenitsyn una teatralidad compuesta
de vanidad y ambiciones, y no todos ellos pertenecen a la tribu de los
justificadores de verdugos. Lev Kopelev se burlaba afectuosamente de los
aires de zek endurecido e impávido que Solzhenitsyn cultivaba dentro y
fuera de la prisión. El excelente novelista Vladimir Voinovich satirizó
al escritor en su novela Moscú 2042 (1986) con un personaje llamado Sim
Simych Karnavalov, «el terriblemente aterrador jefe de un ominoso
nacionalismo ruso». Pero no sin antes haber reconocido que Solzhenitsyn «se
porta valientemente, no se doblega ante la autoridad o rehúye el peligro, y
está siempre dispuesto a sacrificarse». Lo que es evidente es que, si las
ambiciones de Solzhenitsyn eran fama, riqueza y honores, podía haberlas saciado
muellemente entendiéndose con el régimen, incluso afectando una elegante imagen
de rebelde, como el poe¬ta Yevtushenko. Igualmente patentes son los riesgos que
corría. Antiguo zek, podía ser enviado de vuelta al Gulag sin mayores trámites.
Como cuenta uno de los agentes del KGB
que participó en el atentado contra su vida, Solzhenitsyn sobrevivió por pura suerte (para Solzhenitsyn fue uno de
los tantos milagros –como su curación de un cáncer tratado en el Gulag y en un
tercermundista hospital de provincia– con que la providencia lo señaló para su
misión). Y la publicación de Archipiélago Gulag en Occidente (1973),
programada para un futuro incierto, fue precipitada por el arresto, tortura y
asesinato de una de sus colaboradoras, que imprudentemente guardó una copia que
había mecanografiado clandestinamente y que tenía órdenes de destruir.
Tal vez el más grave defecto de la biografía de Joseph
Pearce, Solzhenitsyn. Un alma en el exilio, es que en ningún momento
transmite la tensión dramática –a veces trágica y épica, y también
galopantemente folletinesca– de la aventura vital del escritor. Es posible, sin
embargo, que Pearce no se lo haya propuesto, contentándose con una narración
pedestre y sin sobresaltos porque su objetivo es otro: recuperar toda la
dimensión espiritual y religiosa de Solzhenitsyn que sus biógrafos anteriores,
y especialmente el mejor, Michael Scammel, habían soslayado o escamoteado.
Efectivamente, Solzhenitsyn es casi inexplicable sin esa dimensión por así
decir metafísica, como veremos. Pero el
género apropiado para tratarlo es el ensayo interpretativo. Es eso que
hacen Edward E. Ericson y Alexis Klimoff en un capítulo de treinta páginas de The
Soul and Barbed Wire, que corona un estudio libro a libro que hacen de la
obra de Solzhenitsyn; el capítulo biográfico precedente, de más de sesenta
páginas, compite con ventaja con el volumen de Pearce (igualmente informativa
es la introducción del mismo Ericson y su coautor, Daniel J. Mahoney, de la
excelente antología que publicaron en 2007, The Solzhenitsyn Reader).
Mas nada iguala, naturalmente, a los dos tomos autobiográficos antes
mencionados, obras maestras del género a las que sólo se aproximan los tres
vertiginosos volúmenes de Arthur Koestler.
The Oak and the Calf e Invisible Allies, que en la
edición definitiva en ruso forman un solo libro, cuentan la epopeya (cualquier
otro término le queda corto) del enfrentamiento de Solzhenitsyn con el dragón
soviético a partir de su asalto al establishment literario soviético en
1961 y la publicación rusa de Un día en la vida de Iván Denisovich en
1962 hasta la publicación en París de Archipiélago Gulag en diciembre de
1973 y su destierro en 1974. Sus quilates estéticos son comparables a los de
sus novelas, aunque la intención original era la de preservar y presentar una
versión del combate que contrarrestara la mendacidad de las versiones
oficiales: como los nazis, los soviéticos registraban y archivaban todo en un
falaz simulacro de legitimidad. Como Iván y Archipiélago, estos
textos autobiográficos fueron escritos en un feliz arrebato cuya intensidad es
compartida por el lector. No puede resumirse una obra de arte, pero es
indispensable vislumbrar la importancia de los elementos biográficos en Archipiélago
Gulag.
En 1961 Solzhenitsyn era un ex presidiario que enseñaba matemáticas en una escuela provinciana cercana a Moscú. Clandestinamente pasaba a limpio lo que había compuesto mentalmente en los campos y escribía nuevos libros de improbable publicación. Pero desde 1956 el país vivía un precario «deshielo» político que Solzhenitsyn intuía como favorable y que le animó, cansado de vivir al margen de la historia, a tratar de publicar su Iván. Kopelev lo llevó a la principal revista literaria, Novy Mir, bastión de la vanguardia antiestalinista cultural, dirigida por un atormentado poeta, Alexandr Tvardovski, refugiado del «reino inhumano de la mentira» soviética (Pasternak dixit) en la probidad estética y el alcohol. Ducho en las vías tortuosas del despotismo, Tvardovski hizo leer el manuscrito al propio Jruschov, que aprobó personalmente la publicación como una maniobra política contra los estalinistas que aún asediaban el Kremlin. Como Byron, Solzhenitsyn amaneció un buen día como «el hombre más célebre de la tierra», en palabras de la poeta Ajmátova. Nunca más publicaría nada en Rusia, excepto en los zamisdat clandestinos, hasta poco antes del desmoronamiento del imperio soviético. Y, utilizado como un arma por Jruschov, se convirtió en blanco vulnerable de los neoestalinistas.
En 1961 Solzhenitsyn era un ex presidiario que enseñaba matemáticas en una escuela provinciana cercana a Moscú. Clandestinamente pasaba a limpio lo que había compuesto mentalmente en los campos y escribía nuevos libros de improbable publicación. Pero desde 1956 el país vivía un precario «deshielo» político que Solzhenitsyn intuía como favorable y que le animó, cansado de vivir al margen de la historia, a tratar de publicar su Iván. Kopelev lo llevó a la principal revista literaria, Novy Mir, bastión de la vanguardia antiestalinista cultural, dirigida por un atormentado poeta, Alexandr Tvardovski, refugiado del «reino inhumano de la mentira» soviética (Pasternak dixit) en la probidad estética y el alcohol. Ducho en las vías tortuosas del despotismo, Tvardovski hizo leer el manuscrito al propio Jruschov, que aprobó personalmente la publicación como una maniobra política contra los estalinistas que aún asediaban el Kremlin. Como Byron, Solzhenitsyn amaneció un buen día como «el hombre más célebre de la tierra», en palabras de la poeta Ajmátova. Nunca más publicaría nada en Rusia, excepto en los zamisdat clandestinos, hasta poco antes del desmoronamiento del imperio soviético. Y, utilizado como un arma por Jruschov, se convirtió en blanco vulnerable de los neoestalinistas.
El malentendido de la publicación de Iván era
doble. No sólo Jruschov creía que Iván encarnaba el superado pasado estalinista
(fue por este motivo por lo que mandó publicarlo); el propio Solzhenitsyn creía que su narración era una piadosa
recuperación de la memoria, un homenaje a los muertos. Después se
reprocharía implacablemente el error. Comenzaron a llegarle cartas de otros
superviventes de todos los rincones de Rusia y, lo que es más importante,
cartas y notas –en miserables papeluchos sucios y ajados, a veces con sólo una
frase– de presos que denunciaban la
existencia de un Gulag que se correspondía como un espejo turbio y maligno con
el mundo descrito en la novela. Sólo entonces Solzhenitsyn supo para qué
había nacido y milagrosamente sobrevivido hasta entonces: los zeks todavía vivos y sufrientes, y el Gulag en
funcionamiento (aún hoy viven zeks varados en el círculo Ártico,
rehabilitados, pero que no pueden volver a sus patrias), confirmaban que el
comunismo soviético y el universo concentracionario formaban una unidad
indisoluble. Solzhenitsyn siempre se había considerado ante todo un
escritor. Pero Chéjov ya había dicho que los grandes escritores deben meterse
en política «para defender al pueblo de la política». El tratamiento
novelístico era una imperdonable vanidad literaria. Había toda una «nación zek» cuya mayoría, los muertos, tenían
que hablar con su propia voz. Avergonzado
de haber cedido a la «tentación de la tripa llena» (como el amigo con el que
había sido condenado al Gulag), Solzhenitsyn se declara para siempre «ciudadano
zek». Consciente de la enormidad de la empresa, Solzhenitsyn
buscó la ayuda de otros –incluido el doloroso cronista de los campos de Kolima,
Varlam Shalamov–, pero vio que tendría que hacerlo solo. Su gran ciclo
novelístico de veinte volúmenes sobre la revolución bolchevique tendría que
esperar. Y tendría que escribirlo mientras se batía desarmado con un régimen
todopoderoso. Un novelista occidental sería ridiculizado si plantease un
argumento tan absurdo.
Desde abril de 1958 Solzhenitsyn
había estado ordenando notas sobre el tema, más por cargo de conciencia que como proyecto
realista. A partir de 1962 se pone en
campaña –el vocabulario militar es imprescindible– con la obstinación
alucinante que tantas buenas almas le han criticado. Su experiencia como
escritor secreto (revelar microfilmes a la luz de la luna, pegar páginas de
papel cebolla para esconderlas en encuadernaciones, mandar mensajes en el
collar de un perro) fue un factor decisivo. La admiración que despierta como
escritor le permite reclutar colaboradores (sobre todo colaboradoras)
dispuestos a arriesgar su libertad y el bienestar de sus familias. Una de ellas
dice memorablemente que ayudaba para compensar el no haber estado en el Gulag.
Pequeños batallones de mecanógrafos, fotógrafos (para los microfilmes),
investigadores y mensajeros se someten a la férrea y minuciosa disciplina de la
clandestinidad. El trabajo era abundante, pesado y peligroso, además de
repetitivo (había que copiar varias
veces cada texto, incluidas las ficciones de Solzhenitsyn, cuyo arsenal era la
literatura). La seguridad imponía engorrosas complicaciones: construir
escondrijos, evitar habitaciones con micrófonos, quemar todo el papel carbón
–no siempre fácil en viviendas comunitarias–, mantener citas secretas en
estaciones de metro desiertas. Diplomáticos,
periodistas y monjas transportan manuscritos a Occidente. En la primavera de 1968 Solzhenitsyn
llevó tres mecanógrafas a Estonia, donde en treinta y cinco días pasaron a
limpio más de mil quinientas cuartillas sin espacio entre las líneas, siempre
con las ventanas cerradas para que los vecinos no oyeran el traqueteo de las
máquinas de escribir. Solzhenitsyn redactaba en la soledad de una cabaña
cercana, en jornadas de dieciocho horas, en una epifanía similar a la de la
escritura de Iván.
La historia de cómo se enteró de que el KGB había
decomisado uno de los manuscritos de Archipiélago Gulag es todo un thriller
con felices casualidades a lo Dickens: desconocidos que se saben vinculados
por un secreto coinciden en una morgue y
recorren media ciudad, sin identificarse mutuamente en caso de infiltración,
tras un cadáver ambulante que las autoridades querían enterrar discretamente;
noches de tren yendo de ida y vuelta entre Moscú y Leningrado para aclarar una
simple letra de un mensaje en código farfullado confusamente... Un folletín
rocambolesco que consiguió despistar al KGB y detonar un ataque ante la opinión
pública mundial que determinó el comienzo del fin del reino de la mentira
soviética: Archipiélago Gulag consiguió
persuadir al estado mayor de los justificadores occidentales: la
intelectualidad francesa.
La indeleble y retumbante
importancia histórica del Archipiélago Gulag ha tenido un efecto
deformante. A pesar de
haber vendido más de treinta millones de ejemplares en más de treinta idiomas,
pesa sobre el libro un malentendido tan serio como el que aquejó a Un día en
la vida de Iván Denisovich cuando fue publicado con la venia de Jruschov. Un número tal
vez mayoritario del público lector lo considera un libro de historia para
especialistas. Hasta la editorial responsable de la magnífica
edición española aquí reseñada lo califica de tal en la portada. Como ya ha
afirmado alguien, no sin sorna, hay que distinguir entre una historia de la guerra de Troya y
la epopeya homérica. Quien quiera una simple historia del Gulag estará mejor
servido leyendo a Applebaum.
El biógrafo Michael Scammel, sin ser el primero, es el
que mejor ha señalado que, con la perspectiva del tiempo, es inevitable llegar a la conclusión de que Archipiélago
Gulag es la obra maestra del arte literario de Solzhenitsyn, incluso
teniendo muy en cuenta que sus novelas ocupan un lugar insoslayable entre la
mejor ficción del siglo XX. Al justificar ese juicio, de paso
explica brillantemente por qué las seis mil páginas de Rueda roja –el
ciclo sobre la revolución, que Solzhenitsyn consideraba el magnum opus de
su carrera– fracasan, aunque gloriosamente, en comparación con sus otras
novelas y, en especial, con Archipiélago. Solzhenitsyn concibió la idea en 1936,
cuando todavía era un leal ciudadano soviético y marxista, convencido de que
Lenin y su revolución inauguraban una nueva y definitiva era humana.
Pero cuando finalmente se sienta a escribirla, toda su vida y experiencia e
ideas daban un mentís radical a esa concepción inicial. La idea original es
vuelta como un guante (la revolución destruye Rusia y envenena el mundo como un
cáncer) y pierde su razón de ser. Todo el arte y la famosa tozudez de
Solzhenitsyn sólo consiguen insuflarle vida novelística en episodios frecuentes
pero insuficientes. Confieso haber leído sólo los dos primeros volúmenes, pero
me bastan para estar de acuerdo con Scammel. Es imaginable que Solzhenitsyn
haya llegado a la misma conclusión cuando renunció a completar el ciclo.
El gran libro de
Solzhenitsyn sobre la revolución rusa, sin que el autor se lo propusiera,
es Archipiélago Gulag y, al
mismo tiempo, es uno de los libros más originales y extraordinarios de toda la
historia de la literatura, sólo comparable
a las Memorias del duque de Saint-Simon, que alguna vez es confundido
con un documento histórico, o Anatomía
de la melancolía de Robert Burton, que ya ha pasado por un estrambótico
tratado sobre la depresión. Solzhenitsyn prevé el malentendido y trata
de esclarecernos desde el subtítulo: Archipiélago Gulag es un Ensayo de investigación
literaria. Cae por su peso que, ante el blindado despotismo soviético, el autor
no podía aspirar a otra cosa (aunque los especialistas se han sorprendido ante
lo mucho que consiguió desentrañar sin acceso a las fuentes primarias), pero es
importante recordar que tampoco quería otra cosa. Solzhenitsyn
podría haber definido su libro con las palabras de Tolstói: «Guerra y paz
no es una novela, menos aún un poema [épico], y menos todavía una crónica
histórica. Guerra y paz es lo que el autor quería y podía expresar, en
la forma en que ha sido expresada».
Solzhenitsyn dice que prefiere no pensar en qué tipo
de escritor habría sido, incapaz como era de imaginar un argumento, si no lo hubieran encerrado arbitrariamente. De hecho,
sus primeras ficciones son claustrofóbicamente autobiográficas. Su fuerza viene
de un realismo microscópico, nítido y denso como la nervadura de una hoja
magnificada por una gota de agua. La resonante
exactitud de esos textos insuflaría en Lukács la tardía y sofística esperanza
de que el realismo socialista pudiera aspirar a un genuino arte mayor.
Las dificultades en imaginarse un argumento, prosigue Solzhenitsyn, fueron
curadas con sólo dos años de Gulag. Pero eso creaba un dilema: «El Archipiélago
ofrecía una posibilidad única y exclusiva a nuestra literatura, y quizá también
a la mundial: esa inaudita esclavitud en los albores del siglo XX, en un
sentido único que nada redimía, abría a los escritores un camino fructífero
aunque funesto». Más allá de su experiencia personal, sin
embargo, ficcionalizar
el Gulag sería banalizarlo. El principal personaje de El
primer círculo, Nerzhin (que puede ser identificado con Solzhenitsyn),
había formulado otra posibilidad: «El dolor que he experimentado y que veo en los otros, ¿no
podría ser un poderoso resorte para mis especulaciones sobre la historia?».
Al comenzar a escribir Archipiélago Gulag, años
después, Solzhenitsyn comprendió que su sufrimiento personal no pasaba de uno
de los temas de una empresa gigantesca, un elemento técnico que le permitía retratar a millones sin
caer en la abstracción: su vida y sus experiencias personales
atraviesan como una hebra roja toda la narración, hasta el punto de tejer todo
un Bildungsroman autobiográfico. Pero es el coro de las narraciones biográficas de los zeks lo
que constituye su estructura, con el bajo continuo de la «construcción del
socialismo», que se
identifica y confunde con la construcción del Gulag. Y a través
de él podemos seguir como una experiencia vivida los diferentes tramos
narrativos: el arresto, los interrogatorios, las confesiones forzadas, los
procedimientos fradulentos o simplemente desaprensivos, la indiferente rutina
de sentencias desorbitantes, los transportes y prisiones de tránsito, la brutal
guerra perpetua contra los delincuentes comunes –privilegiados por el régimen,
con involuntaria ironía, como «socialmente afines»–, el régimen de trabajo,
condiciones de vida y métodos de supervivencia. Con mano de maestro, Solzhenitsyn se permite, siempre con éxito, romper la
cronología, barajar temas, alargarse en detalles minúsculos y arramblar décadas
en una página. Su eficacia y elegancia pueden ser ilustradas con un ejemplo.
Solzhenitsyn se permite también virtualmente ignorar a Stalin en el texto
principal, relegándolo casi exclusivamente a las notas; con eso realza su
papel secundario en la creación del sistema comunista y su sustentáculo, el
Gulag: «Stalin contribuyó con una nota de densa estupidez, despotismo mezquino
y autoadulación. En todo lo demás se limitó a seguir por el sendero que ya
había sido trazado».
Naturalmente, Solzhenitsyn también utiliza su
instrumental de novelista con gran efecto. Su capacidad para evocar aquellos
momentos en que el hombre llena sus medidas de hombre y se equilibra con el
cosmos son momentos memorables en sus novelas, como la caminata de Kostoglotov
(que puede
ser identificado con el autor) al salir del pabellón de cáncer,
o el paseo de Rubin por el patio, bajo la nieve, en El primer círculo.
En Archipiélago Gulag, al regresar a la siniestra prisión moscovita de
Butyrki, Solzhenitsyn siente el equivalente a la epifanía de quien «vuelve a
casa», ingresando en ella con el paso expectante del exiliado que regresa a la
patria, donde encontrará a sus hermanos y semejantes, los zeks. Como un
catador exigente, juzga la calidad de las celdas, y cuando lo llevan por primera vez a la
Lubianka lo considera todo un honor. Un pasaje extraordinario es «El gatito
blanco», que ocupa casi cincuenta páginas del tercer volumen, y
es una narración de aventuras digna de Kipling. En ella cuenta una fuga
fracasada de su amigo estonio Georgi Tenno, un virtuoso del arte de la fuga,
que un editor perspicaz debería publicar en un librito separado, como se hace
con la narración de la fuga de I Piombi, que es uno de los mejores capítulos de
las memorias de Casanova.
La técnica «polifónica» que Solzhenitsyn emplea en sus
novelas es aplicada con éxito aún mayor en Archipiélago Gulag. A lo que
hay que sumar un elemento crucial, que sólo vuelve a aparecer en los magníficos
volúmenes de memorias: la voz del autor. Solzhenitsyn recuerda los 146 días en que
escribió Archipiélago entre 1965 y 1967 como un período de iluminación:
«Hasta parecía que no era yo quien escribía; más bien me dejaba arrastrar, con
una fuerza exterior que guiaba mi mano». Encontramos un eco de
esa actividad extática en la voz del autor, que rara vez se transparenta o deja
de oírse en un primer plano, exclamando, exhortando, denunciando, apostrofando,
interpelando («¡Eh, Tribunal de Crímenes de Guerra de Bertrand Russell!
¿Por qué no utiliza esto como argumentación? ¿O es que no le conviene?»),
irrumpiendo en ironías y espetando sarcasmos. La indignación da la tónica,
atronadora como un megáfono; pero en el sutil autor de «La casa de Matriona»
–obra de sostenida delicadeza chejoviana– no hay cómo confundirla con
decibelios fuera de control: como las longueurs de Balzac, su objeto es
espantar a los frívolos.
La excelente traducción castellana aquí reseñada capta
como ninguna otra ese tono, que da unidad y continuidad esenciales al libro.
Lenguas más pulidas y menos enraizadas en el habla popular que el ruso, como el
francés o el inglés, dan una falsa impresión de vociferante ampulosidad o
vulgaridad (Solzhenitsyn se burla pidiendo disculpas por «no haber tenido
tiempo» de escribir con mayor refinamiento). La intensidad retórica de Archipiélago,
taladrante y obsesiva, recuerda curiosamente a la prosa febril de Simenon,
también escrita en breves, alucinantes semanas de trabajo ininterrumpido.
Por lo demás, las barbazas y pelambre bíblicas de Solzhenitsyn se yuxtaponen
engañosamente al juzgar su estilo. Hay una aparente disyunción entre el
ascético, ceñudo profeta de las fotografías y la ubérrima abundancia retórica
de su prosa, utilizada en todos sus registros, desde los delicados y cantarines
hasta los brutalmente chocarreros. El contraste es falso. Según sus compañeros de prisión, como cuenta
Pearce, Solzhenitsyn tenía un agudo sentido del humor y era un desternillante
imitador de gestos y entonaciones, de contundente precisión satírica.
Edward Ericson, en The Soul and Barbed Wire (así
como en The Solzhenitsyn Reader) ha distinguido, además del efecto
unificador de la voz del autor, una estructura formal en Archipiélago Gulag.
Ericson observa que, para dar una dimensión imaginable al Gulag –muchos
prisioneros no podían creer o entender lo que les estaba pasando–, Solzhenitsyn desarrolló una retórica de
«heterogeneidad caleidoscópica». (Cuando la retahíla de violencia y
sufrimiento parece machacona, el autor aclara: «No me repito yo, se repite el Gulag».)
La apocalíptica cabalgata a que nos somete Solzhenitsyn es frenética,
manteniéndonos alerta al alternar historias personales con amplios murales
históricos, análisis sociológicos, disquisiciones jurídicas, ensayos
antropológicos sobre la «poderosa y singular estirpe de la nación zek»,
etc. Ericson señala, empero, que las siete partes del libro se dividen
simétricamente, girando alrededor de un eje, la cuarta parte, titulada «El alma
y el alambre de espino». En ella concluye la bajada a los infiernos y comienza
un «movimiento de ascensión» en que el sufrimiento se transfigura en esperanza
con el épico episodio de las rebeliones en el Gulag.
La aguda observación de
Ericson permite una visión de conjunto de Archipiélago Gulag y de lo que
Solzhenitsyn representa en la literatura del siglo XX. En la sección destacada por Ericson
encontramos la clave de lo que Solzhenitsyn trató de hacer y los caminos que
siguió. Es
allí donde Solzhenitsyn dice: «Gradualmente fui descubriendo que la línea que separa el bien del mal
no pasa entre Estados, ni entre clases, ni entre partidos: pasa a través de
todos y cada uno de los corazones humanos. [...] A partir de entonces descubrí
la mentira de todas las revoluciones de la historia: se limitan a destruir a
los agentes del mal que les son contemporáneos (sin distinguir, en su
precipitación, a los agentes del bien), pero el mal mismo, sólo que aumentado,
lo reciben como herencia». Y la conclusión es inesperada: ante el mal que
domina todo, la única salvación posible está con las víctimas. «¡Bendita seas,
prisión, por haber estado en mi vida!». A
la misma conclusión (que Ericson no menciona) había llegado el héroe de El
primer círculo, Nerzhin: «¡Gracias a Dios por la prisión! Me ha dado la
oportunidad de pensar definitivamente las cosas».
El mal total al que Solzhenitsyn tuvo que enfrentarse
–no sólo en el Gulag, sino en todas las decisiones morales de su vida como
ciudadano soviético, cuando encontró el mal no sólo en los otros, sino en sí
mismo– exigía una negativa igualmente total. Eso explica su repudio de la
modernidad, cuando la «autodeificación de la humanidad» (Kolakowski) abolió el
concepto mismo del mal. Octavio Paz ha
sido el único, que yo sepa, que se dio cuenta de que Solzhenitsyn llegó a ser,
por decisión calculada, un hombre premoderno: «su voz no es moderna sino
antigua». De ahí que Solzhenitsyn no sólo haga suya la misión de salvar la memoria
del Gulag, sino también la de salvar el pasado, todo el pasado: desde los
proverbios y vocablos desechados por la jerga ideológica hasta las tradiciones,
la religión y, si es necesario, a falta de otro genuino pasado histórico ruso,
el zarismo (que prueba, con documentos soviéticos, haber sido menos cruel y
dañino que el comunismo). No hay que olvidar que la formación
intelectual de Solzhenitsyn, toda su formación
intelectual, fue marxista. Y que al repudiarla tuvo que escarbar entre los
escombros del «liberalismo de las catacumbas» (Robert Conquest) para procurarse
alternativas. Pero su experiencia de
zek le ofrecía un ejemplo concreto: los que mejor y con más entereza resistían
los embates del mal en las situaciones extremas del Gulag eran los creyentes
religiosos. En la tabula rasa moral del totalitarismo
Solzhenitsyn se dio cuenta, como Platón después de la demolición epistemológica
socrática, que las verdades básicas hay
que conocerlas de antemano: no se las descubre, se las reconoce.
«La justicia –dice Nerzhin en El primer círculo– es la
piedra fundamental, la fundación del universo». Solzhenitsyn cierra Archipiélago
Gulag pidiendo ley, pidiendo justicia
para los vivos y los muertos. Pero las mil ochocientas páginas
de su libro se refieren a una injusticia suprema, vieja como el hombre, aunque
sólo la modernidad la ha entronizado como dogma ideológico: la extrema
especie de injusticia de que hablaba Platón, cuando el injusto es considerado
justo. Que es cuando el único refugio posible y deseado de los justos es la
prisión.
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