OBREROS ELIGIENDO GOBIERNOS ULTRAS
Rafael Cid
Kaosenlared
27.02.2019
La política supremacista entraña un
ataque frontal a los derechos humanos. Se pasa de una tutela universal para
garantizar derechos y libertades fundamentales de cualquier persona por el
hecho de serlo, sin importar más atributos, a restringirlos solo para los
titulares de un determinado Estado, siendo así que estos nacieron precisamente
para poner límites al despotismo estatal.
<Es
sorprendente el número de tonterías que se pueden creer temporalmente
si se
aísla uno demasiado tiempo del pensamiento de los demás>>
(Keynes. Teoría general).
Esta nota no pretende tanto descifrar
porqué ganan las elecciones sujetos como Trump, Putin, Salvini, Bolsonaro o
Viktor Orbán, sino porqué llegan al poder gracias al voto mayoritario de los
trabajadores, teóricos representantes de la izquierda en el clásico reparto del
mapa ideológico. También y en última instancia, intenta dilucidar cómo
funcionan las responsabilidades compartidas por el alunizaje. Es decir, a quién
es imputable semejante desaguisado.
Hasta
ahora la izquierda se ha limitado a poner el grito en el cielo, habida cuenta
de su incapacidad para asaltarlo. Ha bufado contra la llegada al gobierno de
formaciones ultranacionalistas. Sin más argumentario ni reflexión. Solo
blandiendo el toque a rebato “que vienen los fachas”. Salvo los recalcitrantes
del socialismo científico, que han desempolvado el viejo dogma victimista sobre
el fascismo como último recurso del capitalismo para justificar lo que no
comprenden. Relato desmentido por los hechos y la ciencia política ad
calendas graecas. Al menos desde que el neomarxista Friedrick Pollock,
fundador de la Escuela de Franckfurt, arrumbara esa tesis. En su ensayo Is
National Socialism a New Order revelaba al respecto que “casi todas
las características esenciales de la propiedad privada habían sido destruidas
por los nazis” (Martin Hay. La imaginación dialéctica. Pág. 255).
Ya Marx, en carta a César de Paepe de 18 de diciembre de 1870, había advertido
sobre este tipo de avatar: “Es necesario que los acontecimientos pongan fin de
una vez por todas a ese culto reaccionario del pasado”.
Quizás
por esa falsa percepción de la realidad la posición de clase es ambivalente en
su respuesta al fenómeno. Se mueve, ora entre la radical denostación, ora en un
temerario respaldo. El primer caso vendría ejemplificado por la emergencia en
España del partido Vox, de firmes resonancias ultras, en Andalucía, una de las
circunscripciones con mayor paro de Europa. El segundo tiene que ver con la
entrada en el gobierno italiano de la coalición representada por el Movimiento
5 Estrellas de Luigi di Maio y la Liga de Mateo Salvini, uno y otra formaciones
populistas bipolares. Aquí, la novedad ha sido que algunos de los prohombres de
la órbita comunista hayan saludado las medidas sociales del ultra Salvini (Decreto
Dignidad) como un triunfo de la clase trabajadora, dicho sin mayores
reparos.
Parecida hibridación se observa en la
perspectiva histórica. El paradigma que catapultó al fascismo y al nazismo de
entreguerras no es el que surge ahora en occidente con el encumbramiento de partidos
de corte xenófobo. Es cierto que el doble crac económico (1929 y 2008) ha
funcionado como fermento en los dos supuestos. No lo es sin embargo que exista
un mimetismo ideológico entre lo que supusieron aquellos movimientos
totalitarios y los experimentos ultranacionalistas actuales. Tampoco la
secuencia en que se produjo la deflagración social consiguiente. Entonces las
poblaciones afectadas venían de una era de vacas flacas y de la Gran Guerra, y
ahora por el contrario claman por la prosperidad perdida tras más de medio
siglo de paz social. Por otra parte, el patrón involucionista de los países del
antiguo bloque soviético (Hungría y Polonia sobre todo), los que iniciaron la
saga-fuga, responde a circunstancias específicas. Su código fuente es diferente.
Ese puzle
comprende, no obstante, un mismo marco de referencia que enlaza ambos
acontecimientos. Es la “rebelión de las masas” que identifica el proyecto común
antiliberal de principios del siglo XX y al del primer tercio del XXI. Los
mismos contingentes que han celebrado y disfrutado de la sociedad de consumo y
del Estado de Bienestar son los que ahora, en época de precariedad, buscan
respuestas a sus demandas fuera de sus tradicionales inclinaciones políticas.
Agua y aceite, en principio, que las agravadas mutaciones económico-sociales
aproximan. Como si la categorización marxista de estructura y superestructura
operara también sobre la clase trabajadora, sacrificando convicciones
ideológicas por la base material de su existencia. Albarda sobre albarda, el
asalariado (homo económicus) ha devorado al trabajador (homo faber),
dejándole sin atributos. Nada que ver con aquel internacionalismo obrero
originario orgulloso de su autonomía (“emancipación de los trabajadores ha de
ser obra de los trabajadores mimos”) y consciente de su responsabilidad
histórica (“no más deberes sin derechos, ni más derechos sin deberes”). Un
corrimiento de opciones, pues, que comunica a los votantes de izquierda con los
planteamientos de las formaciones populistas. La gravedad de esta abducción
está en su carácter estructural no contingente. El sincretismo en marcha exige
dar la espalda al internacionalismo solidario como seña de identidad de la
izquierda y abrazar la formulación “los nacionales primero” que define a los
grupos xenófobos.
La política supremacista entraña un
ataque frontal a los derechos humanos. Se pasa de una tutela universal para
garantizar derechos y libertades fundamentales de cualquier persona por el
hecho de serlo, sin importar más atributos, a restringirlos solo para los
titulares de un determinado Estado, siendo así que estos nacieron precisamente
para poner límites al despotismo estatal. Es lo que la politóloga Hannah Arendt
calificó como “aporía de los derechos”. Lo vemos en lo que actualmente está
sucediendo respecto a la acogida de migrantes y refugiados. En un lado, y a
favor de su protección, pugnaría el clásico internacionalismo solidario de la
izquierda, y en el otro la tentación reaccionaria de rechazo a unas personas
que se las presenta como competidoras en cuanto a la utilización de los
recursos disponibles, deshumanizándolas en su tipificación (ocurrió en el
pasado con los judíos como chivos expiatorios). El euroescepticismo del
gobierno Salvini en lo económico implica una negación de la protección de los
Derechos Humanos que la Unión Europea garantiza en sus tratados y tribunales
superiores de justicia.
Por tanto hay dos puntos iniciales de
encuentro entre esos actores en principio antagónicos (unidad de los
contrarios). La prevalencia de lo económico-material sobre lo
ideológico-cultural, y el relanzamiento del espacio Estado-nación como
“democracia de proximidad”. Ambas variables albergan una traza que permea el
eje izquierda-derecha como fuerzas paralelas que se tocan en el infinito. El
materialismo descarnado como principio fundante atraviesa al marxismo (versión
histórico y/o dialéctico), y al capitalismo (modalidad utilitarista). Una
realidad intelectual que adquiere dimensión pragmática cuando la multitud
asalariada de la sociedad neoliberal toma conciencia de que los males que le
aquejan proceden de las organizaciones supranacionales que han impuesto las
políticas austericidas. Este es el “kairós” que favorece a los grupos
extraparlamentarios (y por tanto no contaminados por las instituciones) para
ofrecer su mercancía: mano dura contra el sistema y empoderamiento del
Estado-nación como herramienta para la acción legal.
Otros dos
factores intervienen también en el derrapaje de esa izquierda para cebar el
nacionalismo xenófobo. Uno es la desafección unidimensional de la
globalización, sin matices, confundiendo lo que es solo una etapa más del
imperialismo capitalista con formas de humanismo integral. En ese tirar el niño
con el agua sucia se han contaminado peldaños que jalonan el proceso civilizatorio.
Las “globalizaciones positivas” institucionalizadas, sobre todo después de los
actos de barbarie estatal perpetrados durante la Segunda Guerra Mundial, para
que “nunca más” reinara el horror como arma política en el concierto mundial.
Hablo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre adoptada por la
ONU en 1948 y sus secuelas el Pactos Internacional de Derechos Civiles y
Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales; de la Convención Europea de Derechos Humanos adoptada por el
Consejo de Europa en 1950; del Tribunal de Justicia Europeo de Derechos Humanos
de 1959, entre otras. Algunas de estas prerrogativas de protección urbi
et orbi se ven amenazadas, si no directamente conculcadas, por las
consignas populistas de los “nuestros primero”. Tal es el día a día de los
gobiernos ante la tragedia de la emigración forzosa, al anteponer el
nacionalismo gregario al internacionalismo solidario por las urgencias del
cortoplacismo electoral. Una conducta que sigue la práctica de los gobiernos en
sus relaciones exteriores. Igual que hubo una confesionalidad extrema que
obligaba a los vasallos en la fe de sus señores, la convención pide expurgar la
ética de la agenda diplomática. Business manda. Lo acabamos de ver en el caso
del viaje a Cuba de Sánchez esquivando a la disidencia y a Marruecos para fijar
tarifa con Mohamed VI por enjaular a los sin papeles que devuelve Moncloa; el
besamanos del Rey Emérito Juan Carlos I al príncipe saudí que ordenó asesinar y
descuartizar al periodista Khashoggi; o la humillante genuflexión de las
autoridades españolas durante la recepción al presidente chino Xi Jimping, El
envés está en las “injerencias humanitarias” que se hacen en defensa de los
derechos humanos en países de segundo o tercer orden, un régimen que ha hecho
de la represión indiscriminada su baluarte.
A lo
anterior hay que añadir el gradiente de la “razón de Estado”, un remedo de
aquel hegelianismo de izquierda y hegelianismo de derecha que fecundó a muchas
mentes militantes de la generación de entreguerras. La mitificación del Estado
como elemento transformador está en el tuétano de las dos culturas. Esa es una
de las razones que explica el curioso trasvase de voluntades de una orilla a
otra. El Estado intervencionista así tomado era el deus ex machina que
animaba a comunistas y fascistas de la vieja escuela, y de casta le viene al
galgo. No es una anécdota, aunque tampoco conviene sacarlo de contexto, que el
primer país en aplicar la teoría keynesiana de maximización del gasto público
para combatir la depresión fue la Alemania de Hitler con su movilización
general. Y aunque algo intuyo al final de sus días, ni en las peores pesadillas
hubiera supuesto el autor de la Teoría general de la ocupación, el
interés y el dinero que andando el tiempo la China
ordocapitalista-ultracomunista sería, mutatis mutandis, su alumno
más aventajado (3,9% de paro, a la zaga del 3,7% de EEUU). Lo de los años
treinta del siglo XX se etiquetó como nacionalsocialismo y lo que hoy despunta
aparece como una socialización nacionalista. La negativa de Trump a ratificar
los acuerdos de la Cumbre del Clima sería el episodio más bestial de ese
proteccionismo distópico, al poner en peligro la salud y la seguridad de la
población mundial (incluida la estadounidense) con la excusa de fomentar el
empleo propio y hacer competitiva la economía nacional.
Hasta
llegar a la actual confluencia ha habido una lenta pero eficaz labor de zapa
intelectual. Términos como “liberal” y “democracia”, matriz conceptual de los
derechos humanos, han sido objeto de ataque y cuestionamiento al alimón por
derecha e izquierda. El mismo Marx puso en solfa a la democracia como un
espantapájaros utilizado por la burguesía (alienación de la sociedad civil) en
su estratagema de dominación (el consentimiento de los gobernados). Incluso en
sus obras de juventud. Ya en El manifiesto comunista (1848)
podía leerse: “una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales
para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa”, y
“vuestro Derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una
voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de
vida de vuestra clase”. Es remotamente posible que esta reticencia del
“socialismo real” a sancionar el “derecho a tener derecho” influyera para que
el bloque soviético se abstuviera a la hora de ratificar la Declaración
Universal de Derechos Humanos propuesta por la ONU. Por lo demás, la presente
refutación del “neoliberalismo”, lejos de significar un rechazo de un
capitalismo salvaje sin medida ni control, ha terminado contaminando
expresiones como “liberal” y “libertad”, que nacieron a la vida común como
atributo de la autonomía de la persona, en el segundo ejemplo, y como banderín
de enganche para combatir al feudalismo. Un claro abuso de metonimia
identitaria cuya onda expansiva alcanza al individuo escarnecido del sujeto. Lo
democráticamente correcto hoy pivota sobre lo colectivo-comunitario. El dictum
“una persona es ella misma si y mientras se experimenta como como tal” de Locke
cae en tierra baldía.
La dinámica en el polo opuesto bebe en
la doctrina “amigo-enemigo” de Carl Schmitt, cerrando el círculo vicioso que
corteja ambas filiaciones ideológicas. El eslogan “los nuestros primero” de las
formaciones ultras que atrae a tantos votantes procedentes de la izquierda, se
realiza y concreta en el repudio de migrantes y refugiados vistos como
invasores. Son apátridas, gentes sin Estado, y por tanto carentes de los
derechos de ciudadanía que conlleva la asunción reduccionista de la normativa
universal, seres superfluos. Conviene recordar que Schmiit se ha convertido
para muchos pensadores neomarxistas (el ex maoísta Alain Badiou y el lacaniano
Slajov Zizek, entre otros) en un filón temático con que relanzar sus tesis
revolucionarias de la “hipótesis comunista”. Un atajo que recuerda a las
reiteradas apelaciones de Salvini, Le Pen y otros caudillos populistas a una
“democracia directa” (con un “referéndum” consumó Putin la anexión ilegal de
Crimea a Rusia), tan paternalista y plebiscitaria como intuitiva, en
contraposición a la “democracia representativa” (liberal y burguesa), como
muestra de la legitimidad que les prestan unas masas infantilizadas.
Los obreros eligiendo gobiernos ultras
es como los pajaritos disparando a las escopetas.
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