¿La bandera del europeísmo para frenar a
la extrema derecha?
Fernando
Luengo
Vientosur
28.12.2018
El
ascenso de la extrema derecha en Europa es un dato político de enorme
trascendencia que no sólo condiciona, y mucho, las próximas elecciones al
Parlamento europeo; también está siendo determinante en la configuración del
mapa político de los estados nacionales y en la acción de los gobiernos.
Hasta
ahora, el Estado español había permanecido al margen de ese proceso. En parte
porque los sectores conservadores más rancios y recalcitrantes de la derecha se
reconocían en el Partido Popular; y en parte, porque del 15M emergió un
partido, Podemos, que, con inteligencia y audacia, ha sabido recoger, canalizar
y dar voz al descontento social. Ambos factores, sin embargo, no han impedido
la irrupción de VOX en las elecciones andaluzas, un partido que, claramente, se
alinea en la extrema derecha más dura. Nos hemos “homologado” de esta manera
con una tendencia que recorre, imparable, Europa; no sólo en los países más
castigados por la crisis, sino también donde las consecuencias de la misma han
sido más leves.
Ante
este panorama -muy preocupante, sin duda-, se alzan voces reclamando que los
“europeístas” cierren filas, dejen a un lado sus diferencias en beneficio de un
objetivo superior: preservar y fortalecer la construcción europea. Como si
esta, a pesar de todas las dificultades que encuentra en su camino,
representara el progreso económico y social y una garantía para el pleno
ejercicio de los derechos de la ciudadanía; un sólido anclaje, en suma, frente
al nacionalismo autoritario, excluyente y desintegrador simbolizado por la
extrema derecha.
Una
simplificación de trazo grueso, que, además de beneficiar a los de arriba, no
pondrá coto a la extrema derecha, sino todo lo contrario.
En
el auge de estos partidos se dan cita factores muy diversos, imposibles
siquiera de enumerar en estas breves líneas. Uno de los que, en mi opinión, hay
que tener en cuenta es la deriva europea. En este sentido, no cabe ignorar que
entre la Europa realmente existente y la extrema derecha emergente existen
vasos comunicantes; en otras palabras, el avance de aquella se ha alimentado de
la degradación del denominado proyecto europeo. Ha sido, de hecho, su mejor
caldo de cultivo; la resultante de aplicar políticas presupuestarias y
salariales que han cargado los costes de la crisis sobre las espaldas de los
más desfavorecidos, otorgar privilegios y prebendas a las grandes corporaciones
y favorecer a los ricos frente a los pobres. Estas políticas han comprometido
al establishment político -tanto a los partidos conservadores como a los socialdemócratas-,
a la alta burocracia comunitaria, a los think tanks más
significados, a los lobbies empresariales y a las instituciones económicas y
financieras internacionales.
Este
y no otro es el corazón de Europa. Quienes, ingenua o interesadamente, levantan
la bandera del europeísmo en absoluto cuestionan ese pool de
políticas, intereses y tramas que articulan el espacio europeo. Tampoco las
reformas que se han introducido en los últimos años y las que se anuncian en
los próximos -centradas, sobre todo, en la corrección de algunos de los
“déficits” institucionales con que surgió el euro-; reformas que en lo
fundamental suponen un punto y seguido en el actual status quo.
Por
esa razón, no podemos defender ni articular nuestra acción política en torno al
“europeísmo”. Las políticas europeas no sólo han llevado a Europa a una
situación crítica, por mucho que la propaganda oficial continúe recitando el
mantra de que la integración comunitaria ha sido y es un motor de convergencia
entre los países que forman parte de la misma o que estamos saliendo de la
crisis. Estas políticas han abierto, además, un escenario propicio para el auge
y consolidación de los partidos de extrema derecha; partidos que han sabido
encauzar -con un relato retórico, contradictorio, confuso y demagógico- buena
parte de la insatisfacción y el rechazo provocado por esta Europa fracturada,
oligárquica y autoritaria.
La
construcción europea ha perdido buena parte de su legitimidad, y esta pérdida
se ha traducido en un rechazo social, sin el cual no es posible entender el
ascenso de los partidos de la extrema derecha, xenófoba y populista. Ante esta
situación, reivindicar las bondades del proyecto europeo, enarbolando la
bandera del europeísmo, sin introducir cambios sustanciales en la actual hoja de
ruta, posiblemente acentúe más que mitigue las dinámicas desintegradoras, dando
más argumentos y más espacios a la derecha extrema.
¿Significa
lo anterior que la izquierda transformadora comparte espacio político con esta
derecha? De ninguna manera, aunque la poderosa maquinaria mediática del
establishment abone esta falsedad. La impugnación de la rigidez presupuestaria
de Bruselas, la apelación a la recuperación de la soberanía o la crítica al
poder omnímodo de las elites comunitarias no pueden ocultar lo sustantivo del
discurso y de la acción política de la extrema derecha: culpabilizar al
diferente y al de afuera con un planteamiento profundamente racista y xenófobo,
y una cerrada defensa de los privilegios de los de arriba con políticas que, en
el fondo, son similares a las llevadas a cabo por las instituciones
comunitarias.
Me
parece evidente, en todo caso, que Europa debe ser para las fuerzas del cambio
un espacio de disputa. Nuestra alternativa no puede ser “Más Europa” (tampoco,
aunque no entraré aquí en este asunto, la salida del euro o la disolución de la
Unión Económica y Monetaria) y mucho menos la defensa de un europeísmo que, en
realidad, es un totum revolutum donde se encuentran firmemente
atrincherados los intereses -tibios, conservadores o francamente reaccionarios-
de los que, con sus políticas, son, como he señalado antes, responsables de la
dramática situación que atraviesa Europa; responsables, asimismo, del ascenso
de la extrema derecha.
Urge
elaborar un relato que no esquive ni se diluya en la bandera de un confuso y
falaz europeismo, sino que entre en el análisis de la problemática asociada a
los procesos de integración económica gobernados por los mercados y las
finanzas, la distribución desigual de los costes y los beneficios, la cesión de
soberanía en beneficio de los actores que operan en los mercados globales y el
papel prominente de las grandes firmas.
Ese
relato debe construirse a partir de la impugnación de la construcción europea
actual, que ha perdido legitimidad ante la ciudadanía, y la necesidad y la
posibilidad de poner en pie Otra Europa. Es nuestra obligación trasladar a la
ciudadanía un mensaje claro y rotundo que, inevitablemente, tiene que
cuestionar radicalmente (desde la raíz) tanto las instituciones como las políticas
comunitarias.
27/12/2018
Fernando
Luengo. Economista y miembro de la Secretaría de Europa de Podemos
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