Sabían exactamente lo que hacían
El nuevo
desorden mundial
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Rebelión
counterpunch.org
21.04.2015
Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza.
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Hace tres décadas, con el fin de la Guerra
Fría y el desmantelamiento de las dictaduras de América del Sur, muchos
esperaban que por fin se materializara el famoso "dividendo de la
paz" prometido por Bush padre y Thatcher. No hubo suerte. Lo que hemos
tenido han sido continuas guerras, levantamientos, intolerancia y
fundamentalismos de todo tipo, religiosos, étnicos e imperialistas. Las
revelaciones sobre las redes de vigilancia occidentales han acrecentado el
sentimiento de que las instituciones democráticas no están funcionando como
deberían y que, nos guste o no, estamos ante el crepúsculo de la propia
democracia.
Un
crepúsculo que comenzó a principios de los noventa del siglo pasado con la
implosión de la antigua Unión Soviética y la toma del poder, en Rusia, Asia
Central y buena parte de Europa del Este, por parte de antiguos burócratas del
Partido Comunista carentes de visión, muchos de los cuales se convirtieron
rápidamente en multimillonarios. Los oligarcas que se hicieron con algunas de
las propiedades más caras del mundo, incluyendo algunas en Londres, pueden
haber sido en su momento miembros del Partido Comunista, pero también fueron
unos oportunistas sin otro compromiso que el de alcanzar el poder y llenarse
los bolsillos. El vacío que dejó el colapso del sistema de partidos ha sido
llenado por cosas distintas en diferentes lugares del mundo, entre ellas la
religión, y no solo el Islam. Las estadísticas que muestran el aumento de la
religiosidad en el mundo occidental son dramáticas; solo hay que fijarse en
Francia. Además, hemos visto el auge de un imperio global con un poder sin
precedentes. Estados Unidos es la potencia militar indiscutible y domina la
política mundial, incluso la de los países a los que trata como enemigos.
Si
comparamos la reciente demonización de Putin con el trato que recibió Yeltsin
en los tiempos en los que éste cometió atrocidades mucho más estremecedoras
–destruir por completo la ciudad de Grozny, por ejemplo– vemos que lo que está
en juego no son los principios, sino los intereses del poder dominante mundial.
Nunca antes ha existido un imperio semejante, y no es probable que vuelva a
haber uno igual. En Estados Unidos se ha producido el desarrollo económico más
notable de los últimos tiempos con la aparición de la revolución IT (de las
Tecnologías y la Información) en la costa oeste. Sin embargo, a pesar de estos
avances en la tecnología capitalista, la estructura política de Estados Unidos
apenas ha cambiado en el último siglo y medio. Tal vez tenga el control
militar, económico e incluso cultural –su poder blando domina el mundo– pero
sigue sin haber señales de cambio político en su interior. ¿Podrá mantenerse
esta contradicción?
A
nivel mundial está habiendo un debate sobre la decadencia del imperio
estadounidense. Y existe abundante literatura que analiza el tema y sostiene
que el declive ha empezado y es irreversible. El imperio estadounidense ha
tenido dificultades, ¿qué imperio no las ha tenido? Las cosas se le complicaron
en los sesenta, los setenta y los ochenta: muchos pensaron que la derrota
sufrida en Vietnam en 1975 era definitiva. No lo fue, y Estados Unidos no ha
vuelto a sufrir otro revés semejante desde entonces. Pero a menos que
conozcamos y comprendamos cómo funciona este imperio a nivel global, será muy
difícil proponer un conjunto de estrategias para combatirlo o contenerlo o,
como reclaman teóricos realistas como el fallecido Chalmers Johnson y John
Mearsheimer, conseguir que Estados Unidos desmantele sus bases, salga de los
países donde interviene y solo actúe a nivel global cuando esté amenazado como
país. Muchos realistas estadounidenses sostienen la necesidad de dicha
retirada, pero lo hacen desde una posición de debilidad en el sentido de que
los reveses que ellos consideran irreversibles no lo son. Hay muy pocos reveses
de los que el imperio no pueda recuperarse. Algunos argumentos sobre su
debilitamiento son simplistas, como por ejemplo que todos los imperios que han
existido al final se han derrumbado. Eso es cierto, desde luego, pero existen
motivos para esos colapsos, y en este momento Estados Unidos sigue siendo
inexpugnable: ejerce su poder blando en todo el mundo, incluyendo los feudos de
sus rivales económicos; su poder duro todavía es dominante, permitiéndole
ocupar aquellos países que considera enemigos; y su poder ideológico sigue
siendo arrollador en Europa y más allá.
No
obstante, Estados Unidos ha sufrido contratiempos a escala semi-continental en
América del Sur, y estos han sido políticos e ideológicos más que económicos.
La sucesión de victorias electorales de partidos de izquierdas en Venezuela,
Ecuador y Bolivia demostró que podía haber una posible alternativa dentro del
capitalismo. Ninguno de estos gobiernos, sin embargo, está desafiando al
sistema capitalista, y lo mismo vale para los partidos radicales que han
aparecido recientemente en Europa. Ni Syriza en Grecia ni Podemos en España
suponen una amenaza para el sistema; aunque las reformas que proponen son
mejores que las políticas que llevó a cabo Attlee en Gran Bretaña después de 1945.
Al igual que los partidos progresistas en América del Sur, combinan programas
esencialmente socialdemócratas con una amplia movilización social.
Ahora
bien, las reformas socialdemócratas se han vuelto intolerables para el sistema
económico neoliberal impuesto por el capital global. Si se argumenta, como
hacen (si no explícita, implícitamente) quienes están en el poder, que es
necesario tener una estructura política que no permita desafiar al sistema,
entonces vivimos tiempos peligrosos. Convertir el terrorismo en una amenaza
equivalente a la amenaza comunista de antaño resulta extravagante. El uso de la
propia palabra "terrorismo", los proyectos de ley aprobados en el
Parlamento y el Congreso para impedir que la gente diga lo que piensa, el examen
previo de las personas invitadas a dar conferencias en las universidades, la
idea de que antes de permitirles entrar en el país hay que saber qué es lo que
los conferencistas extranjeros van a decir: parecen cosas sin importancia, pero
son emblemáticas de la época en que vivimos. Y asusta la facilidad con que se
acepta todo esto. Si lo que se nos dice es que el cambio no es posible, que el
único sistema concebible es el actual, entonces vamos a tener problemas. A la
larga no será aceptado. Y si se impide que la gente hable, piense, o desarrolle
alternativas políticas, no será solo el trabajo de Marx el que quede relegado
al olvido. Karl Polanyi, el teórico socialdemócrata más cualificado, sufrirá el
mismo destino.
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