En Sevilla, como en cualquier otra tierra de garbanzos acontecen cosas, pero en esta Ciudad tanto si miras para arriba como si lo haces hacia abajo, lo acontecido tiene un sabor especial.
El calor sevillano es tan calor como el que pueda hacer en Zaragoza o Pamplona, pero en Sevilla el calor es otro, único.
Como no soy político de oficio llevo años dándole vueltas al asunto de ETA, a la forma en cómo el problema, cada vez más complejo, pudiera ser erradicado, y como no tengo más que un par de bolígrafos y unos cuantos folios, no me queda otra que, de vez en cuando, dejar caer algo sobre el papel que sea lo más parecido a una idea con la intención esa que digo de erradicar ETA de la sociedad. Y eso me obliga, como cuando nos reuníamos unos cuantos en el despacho de Paco, en mi casa, en las Delicias, en la calle Doctor Cerrada, en la Química, en Ejea de los Caballeros, o en cualquier otro lugar, pero siempre debajo de las piedras, en tiempo de Franco, siendo por entonces Su Majestad don Juan Carlos sólo Príncipe, a tener el conocimiento más profundo que fuera posible de cualquier asunto que hubiéramos de manejar públicamente, porque era opinión mantenida por nosotros en aquella época, que la verdad era el acto más revolucionario de todos, y a la verdad no se llega, siquiera sea a sus alrededores, más que conociendo la médula de los huesos del objeto que quiera ser conocido para su posterior transformación, que era precisamente lo que nosotros pretendíamos, transformar el régimen capitalista de Franco mediante una república popular democrática hasta llegar a una sociedad socialista (del PSOE actual no, socialista), ni más ni menos, que transformar al ser humano de objeto, que era la consideración que tenía y tiene, a su condición humana de sujeto, condición está que, obviamente, ni tenía ni tiene ni lleva camino de tener.
El documento, de los caídos en mis manos, que no han sido muchos, pero sí unos cuantos, del que más sustancia histórica puede ser extraída para aplicar a la erradicación de ETA, a mi juicio, que ya digo, no soy político profesional, es el libro de José María de Mena, “Los últimos bandoleros”.
Había leído dicho libro y me hice el propósito de recorrer con mis propios pasos los mismos que a la fuerza (a rastras, era lo prescrito por la ley) hacían recorrer a los bandoleros que eran condenados a muerte, allá por el siglo XVIII, desde una de las dos cárceles de la calle Sierpes a la plaza del actual Ayuntamiento de Sevilla, y con ese objeto fui a esa Ciudad (me queda pendiente, y a ver si con más fortuna, ir al antiguo camino de Alcalá de Guadaira a ver si encuentro la piedra donde, después de ejecutados los bandoleros, le cortaban la cabeza y cuarteaban sus cuerpos para ser expuestos al público como modo de ejemplo, y que, por cierto, el ejemplo que pretendieron dar las autoridades, con lo que hoy podríamos equiparar al “endurecimiento” de las penas, no debió causar el efecto que pretendieron las autoridades de la época, tan corruptas entonces como hoy, porque tales ejecuciones “ejemplares” no fueron las que acabaron con el bandolerismo, sino los correspondientes pactos e indultos que se hicieron entre los correspondientes poderes reales de la época y los propios bandoleros. Cuestión esta en la que ahora no se quiere entrar).
Poco trigo limpio obtuve como resultas de mis pesquisas tras el rastro de los bandoleros, desde la cárcel de los pobres en la calle Sierpes hasta el patíbulo. Mis pesquisas resultaron inútiles. Dos de los comerciantes a los que consulté al respecto, me dijeron que sí, que algo les sonaba, pero que no me podían decir nada concreto. Un policía nacional, al que también le pregunté, después de mirarme de arriba abajo, me respondió que ni idea tenía del asunto, él no era de Sevilla, apostilló, y era evidente, no lo era. Y otro algo más gracioso que el policía nacional, un policía local, de guardia en el Ayuntamiento de Sevilla, me dijo: mire, para que le voy a decir runa cosa por otra, no tengo ni puta idea de eso de las cárceles…
Me quedé, pues, como estaba, con que fue en Sevilla donde seguramente fuera cometido el primer asesinato de Estado con todos los aparatos del mismo puestos a su servicio, en nada comparable a los que cometieron los GAL y el Batallón Vasco Francés, en cuyas manos murieron mas de cincuenta personas inocentes que nada tenían que ver con ETA, siendo presidente del gobierno español Felipe González.
Finalizaba el siglo XVIII, el liberalismo (nada parecido a lo que dice ser José María Aznar) triunfaba en la vecina Francia, y parece ser que al monarca español Carlo IV, ascendiente de Su Majestad don Juan Carlos I, Rey de España, como al resto de los monarcas ante el liberalismo que se acerca, le entraba tembleques de piernas o flojedad de bolsillos, porque sus intereses particulares peligraban y no vio mejor solución para frenar aquel avance político del liberalismo que representaba la Revolución francesa, que mandar que le cortaran la cabeza y fuera descuartizado su cuerpo y expuestos sus restos para ejemplo público al miembro de la nobleza don Lázaro de Mena, al que previamente hubo de acusársele de bandolero (lo de demostrar era lo de menso, porque no había nada que pudiera serle atribuido como bandolero) perteneciente a la banda de el Tenazas, banda inexistente.
Después de la acusación, lógicamente, ser juzgado y posteriormente ejecutado que, en definitiva era de lo que se trataba, de asesinarle, en la creencia de que con ello se erradicaría el liberalismo que despuntaba por España, que en realidad fue el “delito” de don Lázaro de Mena, ser el primero o cuando menos uno de los primeros liberales españoles.
Con esto me quedé, como ya he dicho, con lo que sabía, y dándome por vencido y reconociendo mi absoluto fracaso en lo relativo al propósito de mi viaje de investigación, decidí pasear por aquellas mismas calles, por las que andaba cogido de la mano de mis padres siendo yo niño (como ahora, pero con unas decenas menos de años encima), y entre recuerdos presentes, porque los recuerdos si es que son algo, no son más que presentes perpetuos, y así, entre un multicolor de recuerdos, sin proponérmelo deliberadamente, llegué a una plaza de la que no sabía el nombre y en la que oí como alguien decía: “¡Mare mía, kalegría pal cuerpo!” Y, efectivamente, volviéndome y mirando hacia la mujer a la que se había dirigido aquella exclamación, que no era sino un piropo echado con toda la gracia sevillana, al punto estuve de acuerdo con el autor del mismo.
Era este hombre de mediana edad, vestía camisa blanca y pantalón negro, el camarero del Bar Duque de la Victoria (nombre de al plaza en la que me hallaba), el que servía las siete mesas con sus correspondientes sombrillas que tiene en la acera.
Paella, pescacito frito, pan y agua fue lo que tomé del menú. No sé el postre que había, no tomé, negocié su cambio por un café con hielo, a cuyo cambio accedió sin tardanza el camarero, el hombre simpático que había echado el piropo, y por nueve euros.
No puedo decir después de lo último, que mi viaje a Sevilla buscando huellas de bandoleros terminará en fracaso total.
*
El calor sevillano es tan calor como el que pueda hacer en Zaragoza o Pamplona, pero en Sevilla el calor es otro, único.
Como no soy político de oficio llevo años dándole vueltas al asunto de ETA, a la forma en cómo el problema, cada vez más complejo, pudiera ser erradicado, y como no tengo más que un par de bolígrafos y unos cuantos folios, no me queda otra que, de vez en cuando, dejar caer algo sobre el papel que sea lo más parecido a una idea con la intención esa que digo de erradicar ETA de la sociedad. Y eso me obliga, como cuando nos reuníamos unos cuantos en el despacho de Paco, en mi casa, en las Delicias, en la calle Doctor Cerrada, en la Química, en Ejea de los Caballeros, o en cualquier otro lugar, pero siempre debajo de las piedras, en tiempo de Franco, siendo por entonces Su Majestad don Juan Carlos sólo Príncipe, a tener el conocimiento más profundo que fuera posible de cualquier asunto que hubiéramos de manejar públicamente, porque era opinión mantenida por nosotros en aquella época, que la verdad era el acto más revolucionario de todos, y a la verdad no se llega, siquiera sea a sus alrededores, más que conociendo la médula de los huesos del objeto que quiera ser conocido para su posterior transformación, que era precisamente lo que nosotros pretendíamos, transformar el régimen capitalista de Franco mediante una república popular democrática hasta llegar a una sociedad socialista (del PSOE actual no, socialista), ni más ni menos, que transformar al ser humano de objeto, que era la consideración que tenía y tiene, a su condición humana de sujeto, condición está que, obviamente, ni tenía ni tiene ni lleva camino de tener.
El documento, de los caídos en mis manos, que no han sido muchos, pero sí unos cuantos, del que más sustancia histórica puede ser extraída para aplicar a la erradicación de ETA, a mi juicio, que ya digo, no soy político profesional, es el libro de José María de Mena, “Los últimos bandoleros”.
Había leído dicho libro y me hice el propósito de recorrer con mis propios pasos los mismos que a la fuerza (a rastras, era lo prescrito por la ley) hacían recorrer a los bandoleros que eran condenados a muerte, allá por el siglo XVIII, desde una de las dos cárceles de la calle Sierpes a la plaza del actual Ayuntamiento de Sevilla, y con ese objeto fui a esa Ciudad (me queda pendiente, y a ver si con más fortuna, ir al antiguo camino de Alcalá de Guadaira a ver si encuentro la piedra donde, después de ejecutados los bandoleros, le cortaban la cabeza y cuarteaban sus cuerpos para ser expuestos al público como modo de ejemplo, y que, por cierto, el ejemplo que pretendieron dar las autoridades, con lo que hoy podríamos equiparar al “endurecimiento” de las penas, no debió causar el efecto que pretendieron las autoridades de la época, tan corruptas entonces como hoy, porque tales ejecuciones “ejemplares” no fueron las que acabaron con el bandolerismo, sino los correspondientes pactos e indultos que se hicieron entre los correspondientes poderes reales de la época y los propios bandoleros. Cuestión esta en la que ahora no se quiere entrar).
Poco trigo limpio obtuve como resultas de mis pesquisas tras el rastro de los bandoleros, desde la cárcel de los pobres en la calle Sierpes hasta el patíbulo. Mis pesquisas resultaron inútiles. Dos de los comerciantes a los que consulté al respecto, me dijeron que sí, que algo les sonaba, pero que no me podían decir nada concreto. Un policía nacional, al que también le pregunté, después de mirarme de arriba abajo, me respondió que ni idea tenía del asunto, él no era de Sevilla, apostilló, y era evidente, no lo era. Y otro algo más gracioso que el policía nacional, un policía local, de guardia en el Ayuntamiento de Sevilla, me dijo: mire, para que le voy a decir runa cosa por otra, no tengo ni puta idea de eso de las cárceles…
Me quedé, pues, como estaba, con que fue en Sevilla donde seguramente fuera cometido el primer asesinato de Estado con todos los aparatos del mismo puestos a su servicio, en nada comparable a los que cometieron los GAL y el Batallón Vasco Francés, en cuyas manos murieron mas de cincuenta personas inocentes que nada tenían que ver con ETA, siendo presidente del gobierno español Felipe González.
Finalizaba el siglo XVIII, el liberalismo (nada parecido a lo que dice ser José María Aznar) triunfaba en la vecina Francia, y parece ser que al monarca español Carlo IV, ascendiente de Su Majestad don Juan Carlos I, Rey de España, como al resto de los monarcas ante el liberalismo que se acerca, le entraba tembleques de piernas o flojedad de bolsillos, porque sus intereses particulares peligraban y no vio mejor solución para frenar aquel avance político del liberalismo que representaba la Revolución francesa, que mandar que le cortaran la cabeza y fuera descuartizado su cuerpo y expuestos sus restos para ejemplo público al miembro de la nobleza don Lázaro de Mena, al que previamente hubo de acusársele de bandolero (lo de demostrar era lo de menso, porque no había nada que pudiera serle atribuido como bandolero) perteneciente a la banda de el Tenazas, banda inexistente.
Después de la acusación, lógicamente, ser juzgado y posteriormente ejecutado que, en definitiva era de lo que se trataba, de asesinarle, en la creencia de que con ello se erradicaría el liberalismo que despuntaba por España, que en realidad fue el “delito” de don Lázaro de Mena, ser el primero o cuando menos uno de los primeros liberales españoles.
Con esto me quedé, como ya he dicho, con lo que sabía, y dándome por vencido y reconociendo mi absoluto fracaso en lo relativo al propósito de mi viaje de investigación, decidí pasear por aquellas mismas calles, por las que andaba cogido de la mano de mis padres siendo yo niño (como ahora, pero con unas decenas menos de años encima), y entre recuerdos presentes, porque los recuerdos si es que son algo, no son más que presentes perpetuos, y así, entre un multicolor de recuerdos, sin proponérmelo deliberadamente, llegué a una plaza de la que no sabía el nombre y en la que oí como alguien decía: “¡Mare mía, kalegría pal cuerpo!” Y, efectivamente, volviéndome y mirando hacia la mujer a la que se había dirigido aquella exclamación, que no era sino un piropo echado con toda la gracia sevillana, al punto estuve de acuerdo con el autor del mismo.
Era este hombre de mediana edad, vestía camisa blanca y pantalón negro, el camarero del Bar Duque de la Victoria (nombre de al plaza en la que me hallaba), el que servía las siete mesas con sus correspondientes sombrillas que tiene en la acera.
Paella, pescacito frito, pan y agua fue lo que tomé del menú. No sé el postre que había, no tomé, negocié su cambio por un café con hielo, a cuyo cambio accedió sin tardanza el camarero, el hombre simpático que había echado el piropo, y por nueve euros.
No puedo decir después de lo último, que mi viaje a Sevilla buscando huellas de bandoleros terminará en fracaso total.
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