¡Detrás del Volga no hay nada! Patriotismo e internacionalismo en
Stalingrado
DIARIO OCTUBRE / mayo 31, 2024
Fermin Santxez Agurruza (Unidad y Lucha).— El 22 de junio de 1941, el III Reich nazi y sus aliados fascistas (Rumanía, Hungría, Italia, Finlandia, Eslovaquia y Croacia, —sin olvidar la inestimable kollaboration de Francia, España, Noruega, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Grecia, Bulgaria, Chequia, Suecia y otros estados menores—) comenzaron la invasión de la URSS. La gigantesca ofensiva en un frente de casi tres mil kilómetros hizo contener la respiración a miles y miles de obreros y campesinos de todo el mundo. La destrucción de la URSS hubiera supuesto un cataclismo terrorífico para toda la Humanidad Trabajadora, como lo fue en su día la derrota de la Comuna de París, en 1871. El exterminio de toda una generación de revolucionarios y posiblemente la total destrucción del Movimiento Comunista.
Mientras tanto,
la oligarquía imperialista británica y el resto de burguesías liberales se
frotaban las manos. Habían conseguido desviar el golpe de las potencias
fascistas hacia la destrucción de la URSS, su máximo objetivo desde octubre de
1917. Habían ganado tiempo para la entrada en la guerra de la fuerza ascendente
en el seno del Capitalismo, los Estados Unidos de América. Se trataba ahora de
que los fascistas, lacayos rebeldes, insumisos y respondones del Imperialismo,
su padre fundador, culminaran el trabajo que no se pudo terminar en los años de
la «guerra civil rusa», en realidad la intervención imperialista
contrarrevolucionaria de más de una docena de estados capitalistas en los años
1917-1923. Este era el objetivo para el cual fueron creados los movimientos
fascistas: exterminar a los bolcheviques y hacer desaparecer la Dictadura del
Proletariado de la faz de la Tierra. Y simultáneamente, el objetivo de los
ingleses era que los nazifascistas se debilitaran al extremo en esa lucha
titánica contra la URSS. El Imperio Británico se encargaría luego de recoger
los fragmentos dispersos de los contendientes y de que todo volviera al «buen
orden anglosajón» en el planeta que gobernaban en solitario desde 1815: «Rule,
Britannia!»
¿Cómo se llegó
a esta situación? Esto es lo que vamos a ver a continuación.
1.- 1911-1941:
30 años vertiginosos.
Todo iba de
maravilla en el mejor de los mundos cuando el 18 de septiembre de 1911 fue
ejecutado en Kiev Piotr Stolypin, primer ministro del zar y represor implacable
del movimiento revolucionario ruso. Para dar una idea de su celo exterminador,
durante los años 1906-1911, en el Imperio Ruso a la horca se le llamó en
aquella época «la corbata de Stolypin». Eran los temblores tectónicos
que anunciaban la acumulación de contradicciones antagónicas en el seno del
sistema capitalista mundial. En 1905 había estallado la Primera Revolución
Rusa, a causa de la derrota del Imperio del Zar en la guerra con Japón. La
lucha de clases en Rusia no desapareció a pesar de la terrible represión
desatada, al contrario, se agudizó bajo la dirección del Partido Bolchevique,
cuyo líder y máximo estratega era Lenin. Se preparaban las revoluciones de
febrero y octubre de 1917…
Ese mismo año
de 1911 fue testigo de la crisis de Agadir, el incidente que enfrentó a Francia
con el II Reich del káiser Guillermo II. Crisis cuyos antecedentes se
remontaban a 1905, cuando Guillermo II visitó Tánger y defendió los intereses
alemanes en Marruecos, en detrimento de Francia y España, potencias
colonizadoras. La unificación de Alemania, proclamada en Versalles en 1871,
cambió la geopolítica de Europa. El Imperio Británico dejó de aislar y
enfrentarse a Francia, y se puso manos a la obra para derrotar a su nuevo
competidor, el II Reich Alemán.
La doctrina
geopolítica del Reino Unido siempre ha sido que en Europa continental jamás
debe existir una potencia que pueda cuestionar el dominio británico del mundo.
Esta estrategia de hegemonía mundial condena a los Pueblos de Europa a
constantes guerras que desgasten a los estados que puedan amenazar el poder
anglosajón. Tras vencer al Imperio Español con la firma de la paz de Westfalia
en 1648, Inglaterra se sumergió en una larga lucha para derrotar a Francia, la
nueva potencia continental, hasta que lo consiguió de forma definitiva en 1815,
en la batalla de Waterloo. Durante casi cien años, el Imperio Británico dominó
en solitario el mundo. Para mantener y conservar esa hegemonía se desencadenó
en gran medida la I Guerra Mundial.
Todo se torció
cuando en octubre del 1917 los bolcheviques tomaron el poder en Rusia y
desbancaron a los lacayos de los aliados que querían proseguir la guerra en
beneficio de Francia e Inglaterra. Ahora el tablero geopolítico había cambiado
una vez más radicalmente, pues una nueva potencia había surgido: la Rusia
Soviética. A lograr su destrucción se aplicaron a partir de entonces todos los
estados capitalistas, incluída la vencida Alemania. «El orden reina en
Berlín».
El Imperialismo
sacó las lecciones pertinentes de su fracaso en la guerra civil rusa y de su
intervención militar en ella: el costo humano y económico de aplastar a la
Unión Soviética era enormemente elevado, y sólo una sociedad industrial
extremadamente fanatizada y militarizada podría lograrlo. No era posible
conseguirlo con regímenes de democracia parlamentaria liberal, monarquías
constitucionales o repúblicas burguesas. Había que crear algo radicalmente
nuevo y eficaz. Un régimen capaz de atacar al coloso soviético y destruirlo al
coste que fuese necesario.
Ese monstruo ya
había nacido en 1922 en Italia, de la mano de Benito Mussolini, y se había
mostrado muy eficaz en la derrota de la Revolución Socialista en Europa
Occidental. El fascismo italiano fue calurosamente acogido entre las élites del
Imperio Británico, con Winston Churchill a la cabeza. Recordemos que en 1919,
siendo secretario de estado para la Guerra y Aire, este paladín de la
democracia liberal declaró: «Hay que ahogar en sangre al bebé bolchevique en
su misma cuna.»
Esta es la gran
partida de ajedrez que explica en parte el surgimiento del nazismo y sobre todo
el ascenso y triunfo de Hitler. Por fin el Imperialismo tenía un instrumento
(que ellos entonces creían fácil de manipular) para destruir de una vez por
todas a la Unión Soviética y el Movimiento Comunista. Es esta estrategia la que
explica la total pasividad de las potencias imperialistas frente al ascenso y
la agresividad del III Reich y su complicidad mal disimulada con Hitler. El
objetivo era evidente para todos en aquella época: la Alemania nazi era el puño
de hierro que el Imperialismo necesitaba para aplastar a sangre y fuego al
Comunismo y muy especialmente a la Unión Soviética. Es por eso que Stalin
declaró, en 1931: «Estamos 50 o 100 años detrás de los países avanzados.
Debemos acortar esa distancia en 10 años. O lo hacemos, o ellos nos aplastarán.»
Esta es la
clave que nos permite comprender los vertiginosos acontecimientos de los años
1931 – 1941. El Imperialismo buscaba a todo precio que el III Reich cumpliese
la misión para que la que fue creado: la destrucción de la Unión Soviética.
Para evitar su exterminio, ésta tuvo que colectivizar su agricultura e
industrializarse a marchas forzadas, de una forma implacable, pues lo que
estaba en juego era el destino de centenares de millones de ciudadanos soviéticos,
y de toda la Humanidad Trabajadora. No había ningún margen para el error, era
una lucha a muerte contra reloj.
Así podemos
comprender por qué el Imperialismo negoció con las potencias fascistas el
destino de Checoslovaquia (que ni tan siquiera estuvo presente en Munich en
1938) o por qué se abandonó a su suerte a la II República Española, permitiendo
la participación militar masiva de Alemania e Italia a favor de Franco,
mientras se defendía la «no intervención» de las potencias liberales.
Esto también explica el Pacto Ribbentrop-Molotov de agosto de 1939, en un
intento por parte de la Unión Soviética de ganar tiempo para preparar la guerra
y desviar hacia el oeste el primer zarpazo del III Reich. Y también el tan
cacareado y misterioso «milagro de Dunkerke»…
2.- 1942: la
URSS al borde del exterminio.
Esto es lo que
estaba en juego en junio de 1941: la posiblidad de destruir a la Unión
Soviética en una sola campaña de guerra relámpago «blitzkrieg»,
alcanzando la línea Arkangelsk – Astrakan y provocado el colapso de la
Dictadura del Proletariado. Pero la Unión Soviética, bajo la dirección del
Partido Comunista Bolchevique y de su secretario general, Stalin, no sólo
resistió la embestida de la mayor máquina militar de guerra de todos los
tiempos, sino que fue capaz de contraatacar en el frente de Moscú, en diciembre
de 1941, y hacer retroceder a las hordas nazifascistas. El III Reich había
fracasado en su ofensiva, y quizás había perdido la guerra.
Esta hazaña
heroica fue realizada a un costo humano terrible, varios millones de muertos
civiles y militares, y trajo como consecuencia la decisión nazi de exterminar a
todos los judíos de Europa, no sólo a los judíos soviéticos, cuyo genocidio ya
había comenzado en junio de 1941.
La Conferencia
de Wansee se celebró el 20 de enero de 1942. La Solución Final de la Cuestón
Judía era la venganza nazi ante el fracaso de la guerra relámpago en la URSS y
fue anunciada por Hitler en un discurso ante el Reichstag el 30 de enero de
1939 cuando dijo:
Muchas veces en
mi vida he sido profeta y la mayoría de las veces he sido ridiculizado. En el
momento de mi lucha por el poder, fue en primer lugar el pueblo judío el que
sólo recibió con risas mis profecías de que algún día asumiría la dirección del
Estado y de todo el pueblo de Alemania y luego, entre otras cosas, también
llevar el problema judío a su solución. Creo que esta risa hueca de los judíos
en Alemania ya se les ha quedado atascada en la garganta. Hoy quiero volver a
ser profeta: si la judería financiera internacional dentro y fuera de Europa
logran hundir a las naciones una vez más en un mundo de guerra, el resultado no
será la bolchevización de la tierra y, por tanto, la victoria de los judíos,
sino la aniquilación de la raza judía en Europa.
Hitler volvió a
aludir a su «profecía» el 8 de noviembre de 1942, en la reunión anual de
viejos camaradas nazis en la cervecería Löwenbräukeller de
Munich, y en el mismo discurso anunció la victoria nazi en Stalingrado. Pero
esto no era verdad, el Ejército Rojo de Obreros y Campesinos seguía resistiendo
heroicamente metro a metro en las ruinas de la ciudad del Volga.
Pero no sólo se
trataba de la «aniquilación de la raza judía», el plan nazi de conquista
del «espacio vital» en el este de Europa también incluía el exterminio
por hambre de los eslavos en aquellos territorios. Se trataba de asesinar unos
30 millones de ciudadanos de la Unión Soviética. Este aspecto de la
planificación estratégica del III Reich es menos conocido, por razones
políticas obvias y de grandísima actualidad, por lo que voy a dar un poco más
de información al respecto.
El Plan Hambre,
en Alemán, «Hungerplan» fue un plan económico genocida de la Alemania
nazi ideado en 1941 para ser aplicado en la Unión Soviética tras su invasión y
ocupación. Preveía que la Wehrmacht se alimentara sobre el terreno y que la
producción soviética se destinara a abastecer Alemania, a costa de la población
civil y de los prisioneros de guerra soviéticos a los que se dejaría morir de
hambre. Se calculaba que morirían treinta millones de personas, haciendo así
posible la aplicación del Plan General del Este que preveía constituir un Gran
Imperio Alemán que llegaría hasta los montes Urales. El colonialismo genocida
aplicado en la misma Europa.
La historia de
la II Guerra Mundial ha sido reescrita según los intereses del Imperialismo,
por lo que no hay que sorprenderse si estos datos históricos plenamente
documentados nos son desconocidos. Esta ignorancia ha sido socialmente
construida por los aparatos culturales imperialistas y es funcional a sus
intereses. Pero en aquellos terribles años, todo el mundo en la URSS era
consciente de lo que estaba en juego, y en primer lugar, el Partido Comunista
Bolchevique. Lo habían anunciado diez años antes. Y se habían preparado a
conciencia.
La Unión Soviética
había resistido el primer zarpazo de la bestia nazi, pero en el verano de 1942
la pregunta era si podría soportar el segundo. Cuando el 28 de junio de 1942
comenzó la «Operación Azul», la dirección político-militar de la URSS,
con Stalin a la cabeza, comprende que el objetivo esta vez no es Kiev,
Leningrado o Moscú, sino los pozos de petróleo del Cáucaso y la mayor arteria
fluvial de la Unión Soviética: el Volga. El 23 de agosto de 1942, la Wehrmacht
llegó al gran río, y a una ciudad: Stalingrado. Comenzaba la batalla que iba a
decidir el destino de la guerra, y de todo el planeta. Si el III Reich
conquistaba el Cáucaso, lograba tres objetivos a la vez: conseguir su petróleo
y sus otras materias primas, cortar la vía terrestre de suministros de los Aliados
vía Irán, y estrangular a la URSS impidiendo el enorme tráfico fluvial a través
del Volga.
3.- ¡Detrás del
Volga no hay nada!
No es el
objetivo de este escrito describir en detalle la batalla de Stalingrado, sino
ofrecer una reflexión y un análisis sobre la manera en que el Partido Comunista
Bolchevique de la URSS articuló el patriotismo, el internacionalismo y la
defensa de la Revolución Socialista en un esfuerzo total de guerra, que llevó a
la victoria al Ejército Rojo de Obreros y Campesinos, desde Stalingrado a
Berlín. La síntesis entre la defensa de la patria socialista y el
internacionalismo proletario.
Algunos
marxistas perezosos, que no estudian ni leen a Marx y alimentan su marxismo de
citas cortas y descontextualizadas, nos han repetido durante décadas que los
obreros no tienen patria. «¡Lo dice el Manifiesto Comunista!». Estos
marxistas se «olvidan» de leer el texto de Marx y Engels en su totalidad:
Se acusa
también a los comunistas de querer abolir la patria, la nacionalidad. Los
obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen. Pero, por
cuanto el proletariado debe en primer lugar conquistar el Poder político,
elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es
nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués. (…) En la misma
medida en que sea abolida la explotación de un individuo por otro, será abolida
la explotación de una nación por otra. Al mismo tiempo que el antagonismo de
las clases en el interior de las naciones, desaparecerá la hostilidad de las
naciones entre sí.
Esta es la gran
lección de la Gran Guerra Patria que desarrolló la URSS entre 1941 y 1945: el
Ejército Rojo de Obreros y Campesinos y todos los Pueblos Soviéticos estaban
defendiendo con uñas y dientes su Patria Socialista frente a un enemigo bestial
y genocida que no sólo quería destruir el Socialismo y la Dictadura del
Proletariado, sino también aniquilar y exterminar las naciones de la URSS,
especialmente las eslavas. El patriotismo socialista y revolucionario se fundía
con el internacionalismo proletario, pues en las calles de Stalingrado se
estaba jugando el destino de toda la Humanidad Trabajadora. Es éste el sentido
profundo del título de este escrito: «¡Detrás del Volga no hay nada!»,
expresión de la absoluta determinación de los combatientes del Ejército Rojo de
no ceder ni un milímetro más de tierra soviética al enemigo fascista, de no
rendirse, de no retroceder, de dar hasta la última gota de su sangre en defensa
de la Madre Patria.
4.- El roble de
Rubén.
Un ejemplo
luminoso de esa síntesis revolucionaria entre internacionalismo proletario y
patriotismo revolucionario es la vida de mi compatriota vasco, Rubén Ruiz
Ibárruri, nacido en Somorrostro, Bizkaia, el 9 de enero de 1920 y muerto en
combate en Stalingrado el 3 de septiembre de 1942. Rubén es mucho más que
simplemente «el hijo de la Pasionaria». Es un militante comunista que
nos mostró el camino a todos los revolucionarios del mundo. Luchando en defensa
de la Patria Soviética, estaba luchando por su Patria Vasca, y por la libertad
del resto de los Pueblos de lo que entonces se llamaba España y actualmente
llamamos, con mayor precisión terminológica, Estado Español. Pues España es una
de las varias naciones que componen este estado plurinacional.
De esto eran
muy conscientes los revolucionarios españoles ya en la década de los años 30,
cuando se lanzó la consigna de Unión de Repúblicas Socialistas Ibéricas. Y ésta
no era sólo una consigna de la III Internacional y del Partido Comunista de
España, el derecho de las naciones oprimidas por el Estado Español a acceder a
la independencia mediante el ejercicio del derecho de autodeterminación era defendido
también por el ala revolucionaria del PSOE, liderada por Largo Caballero, e
incluso en otros sectores del Frente Popular. Esto ha sido ocultado por el
nacionalismo españolista, que siempre ha negado la existencia de otras naciones
que no sean la suya.
Traigo aquí las
palabras de José Díaz, secretario general del PCE en su discurso del 9 de
febrero de 1936:
Queremos que
las nacionalidades de nuestro país, —Cataluña, Euzkadi, Galicia— puedan
disponer libremente de sus destinos. ¿Por qué no? Y que tengan relaciones
cordiales con toda la España popular. Si ellos quieren librarse del yugo del
imperialismo español, representado por el Poder central, tendrán nuestra ayuda.
Un pueblo que oprima a otros pueblos no se puede considerar libre. Y nosotros
queremos una España libre.
Como dijo el
comunista vasco Jesús Larrañaga, respondiendo a la frase del fascista Calvo
Sotelo: «Una España roja es una España rota». Una España que acepta
fraternalmente la existencia de otras naciones hermanas.
En Stalingrado,
el comunista internacionalista Rubén Ruiz Ibárruri estaba luchando en defensa
de la Unión Soviética, de la Madre Patria socialista, y al mismo tiempo luchaba
por la República Socialista Vasca, y las Repúblicas Socialistas Catalana,
Gallega y Española. Por la Unión de Repúblicas Socialistas Ibéricas. No había
contradicción entre patriotismo revolucionario e internacionalismo proletario,
por que «al mismo tiempo que el antagonismo de las clases en el interior de
las naciones, desaparecerá la hostilidad de las naciones entre sí.»
Es por eso que
algún día, cuando Stalingrado vuelva llamarse por su glorioso nombre, como
Leningrado por el suyo, los comunistas revolucionarios vascos plantaremos un
retoño del árbol de Gernika a lado de la lápida erigida allí en honor de Rubén
Ruiz Ibárruri. El roble de Rubén, símbolo de la unidad indisoluble de la
independencia y el socialismo para nuestro país y para todos los países del
mundo. Pues la independencia socialista de las naciones es su unión fraternal y
solidaria.
5.- De Stalingrado
a Gaza, 1943-2023.
Han pasado 80
años de la victoria en Stalingrado, y su luz nos sigue iluminando en todas
nuestras luchas. En estos cruciales momentos de la Historia de la Humanidad,
cuando el choque frontal entre el Imperialismo anglo-yanki-sionista y el Frente
Multipolar se agudiza y estalla en los campos de batalla de Ucrania y
Palestina, debemos retomar la consigna del Ejército Rojo: «Detrás del Volga
no hay nada». No podemos ceder ni un milímetro frente al Imperialismo, y
debemos tomar ejemplo del coraje de los combatientes palestinos en la defensa
de su patria dividida y colonizada. Y aprender de la firmeza de los patriotas
rusos y ucranianos que luchan hombro con hombro contra el régimen neonazi de
Kiev impuesto por la OTAN. Y de todos los Pueblos que luchan por su Liberación,
que para nosotros se llama Socialismo, pues no puede haber una patria
verdaderamente libre mientras en su seno existan clases sociales y explotación
capitalista. La Liberación Nacional y la Liberación Social son dos aspectos del
mismo proceso revolucionario global, cuyo último objetivo es el Comunismo.
Todos sabemos
que será un largo camino, pero contaremos siempre con la brújula inmortal que
nos legaron los combatientes de Stalingrado.
¡DETRÁS DEL
VOLGA NO HAY NADA!
FUENTE: unidadylucha.es
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