Salió, y bien
cargado: un artículo sobre la nueva estrella del cómic Milei; un recuerdo de
Mario Tronti; quiénes son las verdaderas amazonas; en la sección de cine Víctor
Erice; una nueva sección satírico-filosófica a cargo de Miguel Candel; etc. etc.
El explotado de la habitación de al lado
El Viejo Topo
1 octubre, 2023
En los años 70 a.C., Espartaco el esclavo lideró una rebelión conocida como la tercera guerra servil, con nada menos que 120 mil esclavos fugitivos que plantaron cara a Roma. Al final, como sabréis, no tuvieron éxito, y unos seis mil esclavos acabaron siendo crucificados, adornando la Vía Apia entre Capua (cerca de Nápoles) y Roma, como macabra advertencia en un mundo sin un Boletín Oficial donde se publican las leyes.
Espartaco
estaría orgulloso de nosotros, y no solo porque ya no se puede salpicar la
Castellana con cadáveres, sino sobre todo porque ahora tendría como mínimo los
juzgados de lo social. Pero después de pasar un tiempo en nuestra época,
Espartaco acabaría decepcionándose al descubrir, bajo el cubilete del trilero,
una bolita que posiblemente le resulte familiar. Esto tiene que ver con una
cuestión que voy a explicar: que la esclavitud continúa existiendo, y que mejor
si le ponemos nombre. Y de esta cuestión surgirán otras dos: que no todo puede
ser esclavitud, porque si todo es esclavitud entonces nada lo es; y que lo
urgente no nos puede desviar de lo importante.
1. La esclavitud existe y necesitamos ponerle nombre
Aunque
Espartaco hubiera terminado sus días viejo y cebado y rodeado de prole, que es
como podemos imaginar que muere la gente a la que le ha ido bien en la vida, no
se hubiera podido eliminar la esclavitud en un mundo que no estaba preparado
para ello. La liberación de 80 mil esclavos no hubiera supuesto el fin de la
institución. Ni jurídica ni materialmente. A lo sumo, éstos hubieran sido,
mientras se reponía la oferta con la captura de los vencidos en las guerras de
conquista, infinitamente más caros por haber menos disponibles, y seguramente
se habrían endurecido las medidas de aseguramiento o los castigos por
escaparse, ante un temor (fundado) de una cuarta revolución servil que no llegó
a producirse. Pero la esclavitud, como forma de producción, estaba lejos de
morir.
Probablemente,
la esclavitud legal solo empezó a agonizar cuando empezó a ser más rentable
tener un trabajador asalariado, que se costeaba su propia supervivencia, que un
esclavo al que se mantenía en todo momento, incluso cuando enfermaba y era
improductivo. Esta tesis marxista me pareció muy bien explicada en la
película Queimada de Gillo Pontecorvo, en un pasaje donde Sir
William Walker (Marlon Brando) compara al esclavo y al asalariado, en términos
productivos, con la diferencia entre tener una esposa o contratar una
prostituta. No obstante, aunque la esclavitud dejó de ser legal y ya no pueden
verse carteles de «se busca» con recompensas suculentas a quien encuentre a un
esclavo fugado, siguen existiendo casos sustancialmente similares.
Parece una
obviedad, pero quiero insistir en esto: que algo no sea legal no quiere decir
que de repente deje de existir. Hay cosas que sí, como aquellos artificios
normativos que no tienen un equivalente en el mundo físico, como ocurriría si
se declarase válido el extinto «derecho de pernada». Si esos artificios
jurídicos solo existen en el mundo del derecho, entonces desaparecen sin dejar
rastro cuando simplemente se elimina su referencia legal. Por el contrario, si
se aboliese la prostitución, entendida como el intercambio sexual a cambio de
un precio, solo un ingenuo diría que esto equivale a su erradicación en la
realidad. Seguiría ocurriendo (tendríamos que vivir en una sociedad distinta si
no queremos que sea así), pero debería castigarse con la etiqueta de
«prostitución», o con otra, si pretendiésemos ser algo eficaces en su
eliminación.
Esto me lleva a
la primera cuestión, que sostiene que la esclavitud tiene actualmente un
equivalente material: toda aquella situación en la que se controla por completo
la vida de otra persona, incluso aunque algunas posibilidades jurídicas, como
su compraventa, estén vetadas. Si tengo un esclavo y alguien lo libera no puedo
exigirle al Estado que me lo restituya, como sí puedo hacerlo respecto de mis
objetos, si es que alguien se los ha apropiado indebidamente. No obstante, al
existir en el mundo de la experiencia humana, su abolición no implica
eliminación. Como prueba de lo que digo, hay ejemplos que se hicieron
tristemente célebres hace unos pocos años, como los mercados de esclavos cerca
de Trípoli que han acabado trufando Libia tras desmantelarse el Estado libio en
2011, sobre los que tenemos testimonios gráficos gracias a un documental de la
CNN de 2017 que atestigua una subasta en la que un esclavista recaba 800
dólares a cambio de un «hombre fuerte para trabajar en el campo». O la
estrategia de esclavización masiva de mujeres y niños no musulmanes,
especialmente yazidíes, legitimada por el Estado Islámico entre 2014 y 2017,
que creó una auténtica estructura burocrática y logística para gestionar miles
de esclavos.
Estos ejemplos
tan brutales solo son posibles cuando no hay estructura estatal. En España no
encontramos a esa escala nada parecido, afortunadamente, aunque sí hay casos
más escondidos de prácticas esclavistas que se ven si se sabe cómo mirar: en la
prensa se suelen anunciar bajo las etiquetas de «redes de proxenetismo», o de
«trata de blancas», o como «personas explotadas en condiciones de
semiesclavitud». Los hechos probados de las sentencias de trata o de
prostitución también son auténticas minas de casos. A veces hasta se encuentran
elementos simbólicos de la esclavitud en su sentido originario: por ejemplo, la
Sentencia del Tribunal Supremo 827/2015, de 15 de diciembre, detalla cómo
captaban y explotaban en Madrid a menores rumanas en la prostitución, y
describe cómo a algunas de las que trataban de escapar fueron tatuadas con un
código de barras y con el nombre del explotador. Por cierto, a esta práctica
–la de marcar a fuego o por otro medio a un esclavo– ya se había referido la
Convención Suplementaria sobre la abolición de la esclavitud de 1956 como una
práctica relacionada con la esclavitud tradicional que había que prohibir.
2. Si todo es esclavitud, entonces nada lo es
A las personas
nos inflama y nos moviliza la injusticia. La esclavitud es uno de los pocos
males sobre los que existe un indiscutible consenso de que es injustificable y
nadie lo merece. De hecho, me atrevería a decir que, a diferencia de la
tortura, que algunas personas estarían dispuestas a admitir en algún caso
límite (por ejemplo, si es un criminal que ha secuestrado a un niño y no quiere
decir su paradero), ninguna lo haría con la esclavitud. Por esta razón, no es
sorprendente que se haya tendido a vincular la palabra esclavitud para generar
movilización contra cualquier fenómeno que se pretenda combatir. Es tentador:
si soy una organización abolicionista de la prostitución, o quiero que se
ilegalice la gestación subrogada, una buena estrategia para lograrlo es
vincular mi lucha con algo que ya se repudie unánimemente. Si convenzo de que
son males equiparables a la esclavitud, será infinitamente más sencillo que la
gente se movilice, porque no tendré que explicar las razones de por qué la
prostitución, o la gestación de un óvulo ajeno, aun cuando no se realicen en
condiciones de esclavitud, también deberían prohibirse. Porque si hay un
acuerdo sobre algo, es sobre que la esclavitud es inadmisible.
Esta
estrategia, no obstante, es un arma de doble filo porque estirar los conceptos tiene
un coste, especialmente si hay buenas razones para distinguir. Si consigo
trasladar la idea de que todo tipo de prostitución es esclavitud, entonces toda
persona que esté implicada es responsable al mismo nivel. El proxeneta que
explota, el cliente, o la agencia de acompañantes sexuales. También significa
que las asociaciones de prostitutas (que de acuerdo con esta lógica serían
asociaciones de esclavas que no saben que lo son), en realidad promueven el
mantenimiento de un statu quo de esclavitud.
Como alguien me
podría achacar que estoy combatiendo la peor versión de este argumento, vamos a
ver una versión que salga mejor parada. Cuando dicen que la prostitución
es como la esclavitud, no dicen que sea posible hacer un
paralelismo exacto en todos los casos, sino que se refieren a la
instrumentalización (característica definitoria de la esclavitud) en un sentido
más abstracto. Efectivamente, es difícil negar que exista tal
instrumentalización cuando alguien paga a cambio de acceder o dominar
temporalmente el cuerpo de otra persona. El problema es que, aunque a nivel
abstracto sean fenómenos comparables, las experiencias concretas son
radicalmente distintas. Un caso puede ser bastante parecido a una tortura
continuada, y otro es una actividad –que me atrevería a etiquetar como
alienadora– que normalmente, aunque no necesariamente, se ejerce en condiciones
de explotación. Esto determina que las razones de la prohibición también deban
ser distintas para ser convincentes: en el segundo caso (prostitución en general),
para que la justificación de su prohibición abarque todos los supuestos y no
los más parecidos al primero (esclavitud en sentido estricto), debe referirse a
cuestiones más generales, como que no queremos una sociedad que permita ese
tipo de actitudes «cosificadoras», o demostrar que efectivamente producen
efectos negativos inaceptables y que sobrepasan los que implicaría su
prohibición. Y deben hacerse cargo de algo que no tiene parangón en la
esclavitud: que hay personas que ejercen la prostitución voluntariamente y que
se agrupan para reivindicar sus derechos.
Lo anterior
sirve para demostrar que la esclavitud tiene, como mínimo, dos usos: uno
abstracto que alude a situaciones que cosifican o someten de manera que
consideramos excesiva, y otro concreto que tiene que ver con las experiencias
de las personas que son materialmente esclavas en el sentido más parecido al
histórico. Es preciso no confundir ambos planos porque la manera de combatir
ambas situaciones es distinta, y porque si estiramos demasiado el concepto
(esclavitud en sentido estricto), se diluyen los esfuerzos para abordarla,
porque también aquí sigue siendo cierta la máxima de quien mucho
abarca, poco aprieta. De hecho, cuanto más se difuminen los límites,
comprendiendo situaciones de muy distinta gravedad, más difícil será asignar
responsabilidades o lograr objetivos concretos. Si equiparamos la esclavitud
con la instrumentalización de las personas, al Estado le resultará más fácil
desentenderse, ya que este objetivo suena mucho menos acuciante o alcanzable
que el de impedir que en España haya personas que pertenezcan funcionalmente a
otras.
En definitiva,
la segunda cuestión puede resumirse en que la ambigüedad tiene un coste. El
concepto puede utilizarse para designar fenómenos muy distintos que tengan como
denominador común una cierta instrumentalización, pero eso tiene el riesgo de
la dilución de la responsabilidad porque si todo es esclavitud,
entonces nada lo es.
3. Que lo urgente no nos desvíe de lo importante
Si las dos
cuestiones anteriores conforman una cara de la moneda (que la esclavitud existe
y que debemos definirla de forma adecuada), la explotación laboral es la
otra.
Imaginemos que
ya tenemos un delito de esclavitud más o menos bien definido. Esta es la
situación que dibuja el Anteproyecto de Ley Integral contra la Trata y la
Explotación de Seres Humanos, público desde diciembre de 2022. Ahora el
problema puede venir si la lucha (urgente) contra la esclavitud opaca o
desplaza otro problema que también es importante: la lucha contra la
explotación laboral. Lo explico. La lucha contra la esclavitud puede ser muy
rentable porque es la lucha contra algo que, como decíamos, es
indiscutiblemente un mal. Este tipo de medidas pueden venderse fácilmente como
éxitos y, de hecho, así ha ocurrido con la política anti-trata española.
Teniendo un régimen tan suculento y rentable (política y socialmente), es fácil
centrar toda la atención en luchar contra la punta del iceberg y no en las
condiciones materiales de explotación laboral, que afectan a un mayor número de
personas y que, en última instancia, hacen posible que se extiendan los casos
de esclavitud.
No creo que sea
un riesgo hipotético porque contamos con el antecedente del régimen contra la
trata internacional de personas (concepto que a veces se utiliza como sinónimo
de «esclavitud moderna»). A nivel internacional, desde el año 2000, Estados
Unidos viene condicionando la concesión de fondos al establecimiento de ciertas
medidas contra la trata de personas por parte de los propios países (los Trafficking
in Person Reports). En función de cómo de bien se portan, los coloca en los
niveles 1, 2, 3 o 4. Casualidad o no, lo cierto es que esto ha coincidido con
la multiplicación exponencial de medidas contra la trata a nivel global. Y, a
pesar de todos estos esfuerzos, no se han reducido los niveles de pobreza o de
explotación en muchos de los países que se encuentran en los primeros niveles
(como Filipinas o Iraq), al menos no en relación con otros que se encuentran en
el último nivel (como China). Parece, más bien, que simplemente se está
utilizando el consenso global contra la trata como una herramienta política
estadounidense más, entre otras cosas, para lograr que los países gestionen
mejor sus fronteras.
Trasladado al
régimen contra la esclavitud, su implantación en España puede significar un
incremento de los esfuerzos del Estado, las ONG y los sindicatos para
identificar y asistir a víctimas de esclavitud. Se trata de un objetivo
deseable y estos esfuerzos son fundamentales. Sin embargo, esto no puede
hacerles olvidar su papel para lograr otros objetivos que son también
deseables, aunque quizás menos rentables, como reducir la explotación laboral.
En definitiva, que lo urgente no nos desvíe de lo importante.
Conclusión
Adela Cortina,
en su famosa obra Aporofobia, el rechazo al pobre (2017),
explica muy bien la importancia de poner nombre a las realidades sociales,
especialmente aquellas que no se pueden ver o tocar, para poder reconocerlas,
analizarlas y tomar posición ante ellas. En caso contrario, advierte, «si
permanecen en la bruma del anonimato», ni siquiera se pueden denunciar.
Esta era la
primera cuestión: la esclavitud existe y necesitamos ponerle
nombre. Necesitamos nombres que designen realidades sociales que no
podemos tocar para poder tomar posición ante ellas. Esto era fácil cuando la
esclavitud era una institución jurídica: el esclavo era aquel que la ley decía
que lo era. Pero cuando no tenemos el respaldo legal, tenemos que recurrir a
las analogías: es esclavo aquel al que se le trata como tal. Suena
un poco abstracto, pero es algo que hacemos constantemente. Por ejemplo, aunque
una persona que posee cierta cantidad de droga no es legalmente su propietaria,
si la policía la descubre vendiéndola, la va a procesar por el delito de
tráfico de drogas. La persona no podrá escudarse en que no era
posible realizar una transacción jurídicamente válida, porque la
tratamos como si fuera propietaria a estos efectos.
Igualmente
ocurre con las personas: jurídicamente no pueden pasar a formar parte de la
propiedad de otra, pero en la realidad encontramos ejemplos que se parecen en
todo, menos en el nombre, a la esclavitud legal. A este tipo de situaciones
mejor si las bautizamos, ya que es la única manera de que los operadores de la
justicia las identifiquen correctamente. Esto se ve bien con otro ejemplo:
imaginad que tengo un Código Penal en el que la violación no es un delito.
Tendríamos el resto de delitos para aplicar, por supuesto, como la tortura o
las amenazas. Pero entonces, cuando se produjese una violación (tal y como se
nos viene a la mente), habría que demostrar uno por uno los delitos cometidos,
en lugar de centrar el proceso penal en el delito de violación como un «todo»
complejo. Esto hace que la investigación sea mucho más difícil de llevar a
cabo. Este mismo razonamiento puede aplicarse a la esclavitud: como no existe
un concepto específico, las situaciones que pueden calificarse como tal se
consideran en el marco de otros delitos conexos y, por lo tanto, pasan
desapercibidas: no es lo mismo decir «víctima de prostitución coactiva» que,
por el contrario, «esclava sexual».
Pero los
nombres, sin una buena definición detrás, no son más que una cáscara vacía o,
peor, herramientas que pueden usarse con fines distintos a los previstos o
queridos. Esta era la segunda cuestión: si todo es esclavitud, entonces
nada lo es. Una vez reclamado el nombre (el continente), debemos dejar bien
atado el fenómeno (el contenido) para que diga exactamente lo que queremos
decir, o prohibir. Y, una vez definido el mal, que es lo urgente, nos queda no
olvidarnos de lo importante (tercera cuestión), que es evitar que la lucha
contra la esclavitud desvíe excesivamente los esfuerzos contra la explotación
laboral: si atendemos a los antecedentes en la lucha contra la trata, este es
un riesgo más que factible.
En definitiva,
la abolición de la esclavitud supuso un avance legal, pero de manera más o
menos anómala sigue produciéndose en la actualidad. Es necesario, por
consiguiente, detectar y erradicar sus expresiones contemporáneas. De igual
manera, se deben combatir otros males, como la explotación laboral. Y con
respecto a esto último, quizás nos ocurra como con la tercera guerra servil:
que nuestros esfuerzos no sirvan para nada porque no se adecúan a las
condiciones materiales que nos ha tocado vivir. No obstante, nadie puede negar
que Espartaco estaba en el lado correcto de la Historia. Espero que nosotros
también.
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