El
relato dominante que explica las causas de esta guerra elude deliberadamente
una visión objetiva y completa de los acontecimientos que han hecho estallar el
conflicto, así como ignora los objetivos reales de las potencias enfrentadas.
La verdad sobre la guerra ruso-ucraniana
El Viejo Topo
13 enero, 2023
En un mundo
ideal, cuando estalla una guerra como la que actualmente enfrenta a Rusia y
Ucrania, que amenaza con tener graves consecuencias no sólo para las
poblaciones implicadas sino también para todo el planeta, la primera
preocupación de quienes están en condiciones –por su cultura y sus
competencias– de analizar las verdaderas causas del conflicto, debería ser
transmitir sus conocimientos al gran público de los no iniciados, no sólo para
ayudarles a formarse una opinión correcta sobre lo que está ocurriendo, sino
también para estimular su compromiso de hacer todo lo posible, si ya no para
poner fin a la masacre, al menos para limitar los daños. Desgraciadamente, no
vivimos en un mundo ideal, sino en la Italia actual, es decir, en un país
englobado en dos bloques económicos, políticos y militares, la Unión Europea y
la OTAN, esclavizado a los intereses de una superpotencia como Estados Unidos,
que no sólo es el principal responsable de la guerra, sino que está decidido a
hacerla durar el mayor tiempo posible, con la esperanza de frenar su propio
declive, perjudicando no sólo a una de las naciones beligerantes, Rusia, que
junto con China es su mayor contraparte geopolítica, sino también a sus
«aliados» europeos, que, al tener que pagar un alto precio si el conflicto se
prolonga, verían reducida su capacidad competitiva dentro del bloque
occidental. No es de extrañar, por tanto, que los grupos intelectuales antes
mencionados –periodistas, académicos, expertos en historia, política y
economía, etc.– en lugar de desempeñar un papel en el conflicto, tuvieran que
pagar un alto precio. En lugar de desempeñar un papel de información objetiva
sobre los hechos y de análisis científico de sus causas, se dedican a una frenética
campaña de propaganda contra una de las partes beligerantes, presentándola como
la única responsable de la guerra, cuando no como la encarnación del mal
absoluto.
En esta
situación, cualquier intento de ofrecer una visión lo más completa y objetiva
posible de los acontecimientos históricos que estamos viviendo, debería verse
recompensado con la difusión del conocimiento entre todos aquellos que,
conscientes de la infame campaña de desinformación a la que estamos sometidos,
buscan argumentos para contrarrestarla. Este post está dedicado al que es, en
mi opinión, el más coherente de los intentos en cuestión, al menos de los que
he conocido hasta ahora. Su autor es el historiador y estudioso de política
internacional Marco Pondrelli y la obra a la que me refiero es Ucrania
entre Rusia y la OTAN (Anteo Edizioni). El libro se divide en cuatro
capítulos dedicados, por orden, a la historia de Rusia y Ucrania y sus
relaciones desde la Alta Edad Media hasta nuestros días; al cambio de régimen
que Estados Unidos y la OTAN fomentaron en 2014 en Ucrania y sus consecuencias
hasta la intervención rusa; a una reconstrucción de las complejas y
contradictorias corrientes históricas que condujeron a la actual situación en
la Rusia postsoviética y a los intereses de otros actores internacionales
–Estados Unidos, Europa y China in primis– implicados
indirectamente en el conflicto. Al exponer los argumentos, me ceñiré al mismo
orden.
Pondrelli
reconstruye los primeros pasos de la nación rusa a partir del siglo VI de
nuestra era, época en la que los eslavos orientales se asentaron en
lo que hoy es Ucrania, una región antiguamente habitada por poblaciones que los
griegos y romanos llamaban cimerios. Los descendientes de los eslavos
orientales dieron origen a la Rus, cuya capital fue Kiev, fundada en el año
882, ciudad que no se emancipó de Bizancio hasta principios de la década del
1000 y se convirtió en sede metropolitana. Por tanto, parecería que, al menos
inicialmente, Rusia y Ucrania eran una misma cosa, pero Pondrelli explica cómo
las cosas ya eran más complejas en aquella época: mientras que Ucrania
occidental y Bielorrusia estaban bajo la influencia de la Europa católica, las
orientales estaban vinculadas a Bizancio (por tanto, a la Iglesia ortodoxa) y
expuestas a las influencias del Imperio mongol. Esta diferencia, señala
Pondrelli, está en el origen de la visión geopolítica del Intermarium, un eje
imaginario trazado entre el Báltico y el Mar Negro y concebido como baluarte
contra la barbarie asiática (tesis resucitada por las potencias occidentales
tras la revolución de 1917).
Tras señalar
que esta narración es el resultado de una manipulación ideológica (la Horda de
Oro mongola era cualquier cosa menos bárbara, ya que se basaba en estructuras
estatales hibridadas con las del Imperio Celeste Chino, más avanzadas que las
de Occidente), Pondrelli pasa a describir la evolución de la parte oriental, la
zona de la «Gran Rusia» centrada en el principado de Nóvgorod, una región que
en el siglo XIII tuvo que luchar en dos frentes: los mongoles en Oriente y los
suecos y los caballeros teutónicos en Occidente (una famosa película de
Eisenstein celebra la victoria del príncipe Aleksander Nevksy sobre estos
últimos). A partir del siglo XIV, Moscú sustituyó a Nóvgorod como capital de la
Gran Rusia y derrotó a los mongoles. En el siglo XVII, una insurrección cosaca
(celebrada por Gogol en el cuento Taras Bulba) expulsó a los
polacos (Pondrelli señala a este respecto que Polonia no sólo fue oprimida por
Rusia, sino que, antes de que polacos y lituanos fueran expulsados, desempeñó
ella misma el papel de opresora). Finalmente, tras la disolución de la nación
polaca, la actual Ucrania sería repartida por los imperios austriaco y ruso
hasta la Primera Guerra Mundial y la revolución de 1917, perpetuando la
oposición entre las regiones occidental y oriental.
Antes de pasar
a la actualidad, Pondrelli recorre las etapas de la integración de Ucrania en
la URSS, recordando cómo, aunque Lenin creía firmemente en el principio de
autodeterminación de los pueblos, fue de hecho la guerra civil entre el
ejército rojo y las formaciones blancas apoyadas por las potencias occidentales
la que decidió el destino de la región. Sin embargo, la tesis del supuesto
genocidio del pueblo ucraniano perpetrado por los soviéticos se basa en hechos
de un periodo posterior, a saber, la hambruna de principios de la década de
1930, que, según la propaganda occidental, fue utilizada por Stalin para
exterminar tanto a los kulak (campesinos ricos) como a los ucranianos, porque
ambos se oponían a la colectivización forzosa (los propietarios sacrificaban su
ganado y escondían el grano en lugar de entregarlo a las cooperativas agrícolas
estatales). Sin ocultar los errores cometidos por el régimen[1],
Pondrelli discute tanto el fondo (la confiscación forzosa de ganado y alimentos
fue una medida necesaria para evitar que la hambruna se cobrara muchas más
víctimas; además, carece de sentido atribuir al régimen la «planificación» de
la hambruna, al igual que se atribuyó a la intencionalidad de Mao las víctimas
de la hambruna tras el fracaso del Gran Salto Adelante) como la magnitud del
llamado Holodomor (genocidio): primero fue la propaganda nazi, luego la campaña
anticomunista orquestada por Reagan, basada en las tesis de historiadores que,
como Conquest, se basaban en fuentes periodísticas poco fiables (como los
relatos de un tal Thomas Walker, que hizo pasar por hechos reales datos
recogidos durante meses pasados en la Unión Soviética, observaciones relativas
a un viaje de sólo 13 días), lo que multiplicó el número de muertos de forma
desproporcionada.
A continuación,
Pondrelli desmonta la operación de «santificar» a Bandera como padre de la
patria ucraniana, fruto de un flagrante intento de revisionismo histórico,
según el cual Bandera fue el líder de las formaciones nacionalistas ucranianas
que lucharon tanto contra los soviéticos como contra los nazis durante la
Segunda Guerra Mundial, mientras que existen pruebas abundantes e
incontrovertibles de que estas formaciones estaban estrechamente vinculadas al
ejército nazi de ocupación y compartían sus crímenes de guerra, incluida la
participación activa en el exterminio de cientos de miles de judíos ucranianos.
La patraña de Bandera como héroe nacional comprometido en dos frentes se basa
en el hecho de que Hitler ordenó en un momento dado su detención, pero ésta,
explica Pondrelli, no se debió a disputas ideológicas, sino al hecho de que
Bandera exigía una Ucrania independiente (¡sin cuestionar su alianza con el
Reich nazi!), como prueba también el hecho de que fuera liberado en 1944 para
permitirle luchar contra los soviéticos junto a los nazis.
La disolución
de la URSS en 1991 y la consiguiente autonomización de Ucrania (con la
incorporación de territorios como Crimea y las regiones del Donbass habitadas
por poblaciones de clara identidad rusa) dejó así un país en el que, tras todas
las vicisitudes históricas que se acaban de describir, conviven diferentes
lenguas, tradiciones, culturas y religiones, y se plantea el problema de elegir
un pegamento para definir su identidad nacional. Este pegamento, argumenta
Pondrelli, se convirtió rápidamente en una especie de rusofobia que ocupó el
lugar del anticomunismo. La contraposición ideológica ya no tenía razón de ser,
dado que la evolución de los dos países en la era postsoviética había seguido
caminos similares, caracterizados por el ascenso de los oligarcas que se habían
apropiado de la riqueza sustraída al control del Estado (la diferencia, señala
Pondrelli, es que, a diferencia de Rusia, los oligarcas ucranianos pudieron
desempeñar un papel directamente político: véase el caso de un personaje como
Timoshenko). Quedaba, poderosamente, el factor de la oposición nacionalista,
alimentada por los objetivos occidentales que, como quedó claro ya en la cumbre
de Budapest de 2008, preveían integrar a Ucrania en la OTAN (después de todo,
el acuerdo de no ampliar la OTAN al Este tras la reunificación alemana ya se
había incumplido ese año). Rusia logró evitar lo inevitable durante unos años,
alcanzando una serie de compromisos, el último de los cuales tuvo como
protagonista al presidente ucraniano Yanukóvich, hasta que Occidente decidió
desbloquear la situación promoviendo el golpe de 2014, dominado por formaciones
de extrema derecha culpables de crímenes como la matanza de Odessa. A partir de
ese momento, los acontecimientos se sucedieron rápidamente al ritmo de las
fichas de dominó que caen: desde el referéndum de reunificación con Rusia en
Crimea, pasando por la aparición de las repúblicas populares en la región
rusófona de Donbass, hasta el fracaso de los acuerdos de Minsk, hasta que la
intensificación de la guerra civil y el anuncio del posible e inminente ingreso
de Ucrania en la OTAN provocaron la inevitable intervención rusa.
Sin embargo, no
sólo Ucrania está dividida entre un alma occidental (predominante hoy en día) y
un alma oriental. Esta tensión, recuerda Pondrelli, ha sido una constante
histórica también para Rusia, como atestigua el símbolo del imperio zarista, el
águila con dos cabezas mirando una al este y otra al oeste, direcciones
experimentadas de vez en cuando como promesas de expansión y amenazas de
invasión. De ahí la perpetuación de la lucha entre las corrientes
occidentalista y eslavófila que continuó en la experiencia soviética.
Asediada por
las potencias occidentales, la Rusia de los soviéticos, argumenta Pondrelli,
tuvo que elegir entre dos caminos: contar con el peso de la tradición nacional
(un camino que la China socialista ha tomado cada vez con mayor decisión desde
las reformas de los años setenta), o actuar como un «extranjero en casa» a la
espera de la revolución mundial[2].
Se podría decir (de forma muy aproximada, ya que las dos opciones siempre se
han hibridado entre sí) que dos figuras como Stalin y Trotsky encarnan
simbólicamente estas dos alternativas. El ala occidentalista, en su forma
extrema, fue hegemónica durante los años de las privatizaciones desenfrenadas,
cuando la política económica estaba inspirada por «expertos» como Anatoly
Chubais que, inspirándose en las teorías de Von Hayek y Friedman, predicaban la
terapia de choque, es decir, la transición inmediata al libre mercado según los
cánones del consenso de Washington sin pasar por etapas intermedias. Esta
elección resultó catastrófica no sólo en términos económicos (el PIB cayó un
19%; el nivel de vida, un 49%; la producción industrial, un 46%; las
inversiones, un 25%; mientras que la deuda pública y la pobreza aumentaron un 11%
y un 40% respectivamente), sino aún más en términos geopolíticos, que vieron a
Rusia cada vez más marginada respecto a las demás grandes potencias y expuesta
al riesgo de una verdadera balcanización a semejanza de Yugoslavia[3].
Es este
contexto el que ha favorecido el ascenso de Putin, que ha aislado al ala
radical occidentalista, ha permitido a los oligarcas conservar la riqueza de la
que se habían apropiado a cambio de renunciar a su papel político[4] y,
finalmente, ha recuperado el control de las fronteras para garantizar los
intereses y la seguridad del país (la guerra contra los terroristas islámicos
en Chechenia y las intervenciones militares en Georgia y Siria forman parte de
esta estrategia).
Esta nueva
asertividad preocupa a Occidente, pero sobre todo a Estados Unidos, que ve
resurgir un poderoso obstáculo a sus objetivos de expansión en Oriente. De ahí
la obsesiva repetición de campañas de propaganda que presentan al presidente
ruso como «el nuevo Hitler», ignorando que en Rusia existe un Parlamento
elegido por sufragio universal y que el régimen goza de un amplio apoyo popular
y dando protagonismo a una oposición de derechas totalmente marginal, mientras
que la única oposición que realmente cuenta en el país es la de un partido
comunista profundamente renovado que no mira al pasado sino a la experiencia
china. Y es a China a quien Putin se ve a su vez inducido a mirar como su único
aliado, a medida que crece la agresión occidental hasta el punto de intentar
incorporar a Ucrania a la OTAN, colocando sus propios misiles nucleares a pocos
minutos de vuelo de Moscú. En resumen, las causas de la guerra contra Ucrania
son similares a las que estuvieron a punto de desencadenar la Tercera Guerra
Mundial cuando la URSS envió sus misiles a Cuba. Además, señala Pondrelli, el
hecho de que Rusia comprometa sólo una fracción de sus recursos militares
demuestra que su objetivo estratégico no es invadir Ucrania, sino recuperar el
control sobre las regiones de habla rusa y de etnia rusa y obligar a Ucrania a
renunciar a su ingreso en la OTAN.
En cuanto al
papel –o más bien a la ausencia de papel autónomo– de Europa, Pondrelli
recuerda cómo lo que preocupó a Estados Unidos y le llevó a provocar el
conflicto fue, incluso más que las renovadas ambiciones rusas, el temor a la
consolidación de un eje ruso-alemán que parecía tomar forma en los primeros
años del nuevo milenio: un eje Rusia- Alemania (y por tanto Europa, dado el
papel hegemónico de Berlín en la UE) y su posible proyección hacia China, que
apuesta por construir la Nueva Ruta de la Seda, supondría de hecho una
compactación del continente euroasiático que dejaría aislado a Estados Unidos.
Por eso, concluye Pondrelli, la guerra ucraniana es también y sobre todo una
guerra contra Europa, para desvincularla de Rusia y debilitarla económicamente,
un proyecto que Estados Unidos está llevando a cabo con el apoyo de Inglaterra
y de los países de Europa del Este.
Notas
[1] Sobre las consecuencias del abandono por parte de Stalin de la NEP
decidida por Lenin (que anticipó en medio siglo las reformas chinas de la era
posmaoísta) y la consiguiente decisión de tomar el camino de la colectivización
forzosa, véase lo que escribe Rita di Leo en L’esperimento profano, Futura,
Roma 2011.
[2] En cierto sentido, la sinización del marxismo llevada a cabo por el
PCCh, que mezcla los principios marxistas con elementos de la tradición
cultural china, puede considerarse un ejemplo exitoso de la primera vía (es
decir, el acercamiento a la tradición nacional), en la que la adaptación por
Stalin de la teoría marxista a las condiciones históricas concretas de Rusia no
fue lo suficientemente radical, en la medida en que permaneció atada a ciertos
dogmas que condicionaron el desarrollo del país (véase la nota anterior). Al
mismo tiempo, la vía de Trotsky –que negaba la posibilidad misma de construir
el socialismo en un solo país– era aún más dogmática y habría conducido casi
con toda seguridad a la disolución de la URSS ya en el periodo de entreguerras.
[3] En cierto sentido, la sinización del marxismo llevada a cabo por el
PCCh, que mezcla los principios marxistas con elementos de la tradición
cultural china, puede considerarse un ejemplo exitoso de la primera vía (es
decir, el acercamiento a la tradición nacional), en la que la adaptación por
Stalin de la teoría marxista a las condiciones históricas concretas de Rusia no
fue lo suficientemente radical, en la medida en que permaneció atada a ciertos
dogmas que condicionaron el desarrollo del país (véase la nota anterior). Al
mismo tiempo, la vía de Trotsky –que negaba la posibilidad misma de construir
el socialismo en un solo país– era aún más dogmática y habría conducido casi
con toda seguridad a la disolución de la URSS ya en el periodo de entreguerras.
[4] También a este respecto, Putin parece inspirarse en la lección china,
en la medida en que el socialismo al estilo chino se basa precisamente en la
libertad concedida a ciertos empresarios para acumular riqueza sin permitirles
convertir el poder económico en poder político. La diferencia es que en China,
la propiedad pública y el control del partido-estado de los sectores
estratégicos de la economía siguen siendo mayoritarios, mientras que en Rusia
se han desmantelado.
Fuente: socialismo dei secolo XXI.
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