Entrevista a Elsa Dorlin
La cuestión de la violencia ante los chalecos
amarillos revela una crisis democrática histórica en Francia
VIENTO SUR/ Reporterre
27.03.2019
[Este sábado
[30 de marzo] se celebrará el Acto19[1]
del movimiento de los chalecos amarillos. El gobierno ha adoptado una posición
terrorista tras los daños causados durante la manifestación del sábado 16 de
marzo, asumiendo a partir de ese momento que pueda haber muertos. En esta
entrevista, Elsa Dorlin aborda la cuestión del lugar que ocupan la violencia y
el cuerpo en política.]
¿Cómo valora
las escenas de violencia durante las movilizaciones de los chalecos
amarillos el sábado 16 de marzo en París?
Se podrían
utilizar otras palabras: daños materiales, destrucción de establecimientos
comerciales, pero también revuelta, insurrección, etc. Estos hechos se
califican de violencia extrema debido, en parte, a un marco de
interpretación que nos ha sido impuesto: la imagen de esta violencia y cómo se
presentan tienen la función de suscitar indignación, reprobación y la falta de
solidaridad; pero la realidad de estos enfrentamientos ofrece otras imágenes,
otras formas de pensar este conflicto.
Hay que mirar
hacia otro lado para hablar de la violencia como tal. Antes del Acto 18, el
periodista David Dufresne ya había contabilizado 202 heridos en la cabeza, 21
personas que habían perdido un ojo y cinco manos amputadas desde el comienzo de
las movilizaciones de los chalecos amarillos. Tener en cuenta estas
lesiones corporales, los riesgos –a partir de ahora asumidos– de muerte,
permite adoptar otra perspectiva sobre la violencia. Estoy pensando en Zineb
Redouane, una marsellesa de 80 años, que en diciembre último recibió el impacto
de un bote lacrimógeno cuando estaba en la ventana y murió horas más tarde. La
muerte de esta mujer, de la que ya no se habla, fue de una violencia extrema;
aunque parece que nunca ocurrió. Así pues, hablamos de mutilaciones, de
secuelas de por vida, es decir, de vidas perdidas en el contexto de una
movilización social; es decir, de una actividad que constituye un derecho
constitucional [derecho a manifestarse].
Esto plantea la
cuestión del mantenimiento del orden público. ¿Qué dispositivo debe adoptar un
régimen democrático frente a expresiones de ese derecho? Para mí, la cuestión
de la violencia señala al gobierno y a las fuerzas del orden y muestra una
crisis democrática histórica en Francia.
¿Cómo analiza
esta violencia física ejercida por el Estado, a través de la policía, sobre el
cuerpo de los y las manifestantes?
En el hexágono
francés, la historia de estos dispositivos para mantener el orden –tras las
grandes huelgas y manifestaciones de la década de 1930, después, en las
[movilizaciones] sindicales, sociales, anticoloniales o estudiantiles de las
décadas de 1960, 1970 y 1980– muestra un lento y difícil cambio de las técnicas
utilizadas con el objetivo de evitar prácticas letales. Esa nueva doctrina para
mantener el orden tuvo como principio no atentar contra la integridad física de
las personas, mantenerlas a distancia o dispersar las manifestaciones porque el
riesgo de que hubiera alguna persona muerta se había convertido en demasiado costoso
políticamente (pienso en la dimisión de Alain Devaquet como consecuencia de la
muerte de Malik Oussekine en 1986 durante las movilizaciones estudiantiles).
Sin embargo, la
secuencia histórica que abarca las movilizaciones del ZAD[2]
(y la muerte de Rémi Fraisse en octubre de 2014), las movilizaciones contra la
reforma laboral y el movimiento Nuit Debout, la muerte de Adema Traoré
en julio de 2016 (tras su detención), muestran que la filosofía para
mantener el orden ha cambiado de forma neta. Se ha pasado a las técnicas que
suprimen la distancia: al cuerpo a cuerpo, a poner en el punto de mira a las
personas (de forma bastante indiferenciado), a meter la presión a los
cortejos (kettling, en inglés), a perseguir a los individuos... son
prácticas de represión que intentan herir, mutilar los cuerpos, atentar contra
las vidas. Esto se traduce en el uso de armas (por ejemplo, disparos de pelotas
de goma (LBD), de gases paralizantes de nueva generación, porras y técnicas de combate
cuerpo a cuerpo, desarrolladas en su origen por las secciones de asalto o
las unidades de élite del ejército.
La decisión de desfigurar
los cuerpos solo puede tener una función: no la mantener el orden sino
la de quitar las ganas de volver a manifestarse a la gente, y a quienes
querrían unírseles, incitarles a quedarse en casa delante de la tele. Esto se
acompaña de una imaginario político viril. El Estado utiliza el género
eficazmente para representar la firmeza, la energía, el
respeto al Estado de derecho; paralelamente, el Estado estigmatiza a los
manifestantes (solo habría hombres...) como inmaduros, bárbaros, irracionales;
como niños o adolescentes rebeldes. El gobierno muestra que no falla frente a
los chalecos amarillos, y utiliza un universo de palabras y de
representaciones paternalistas. En realidad, es la política del garrote que utiliza
la violencia física como símbolo de la autoridad política.
Ahora bien,
este uso de la violencia, relativamente inédita en la Francia metropolitana
desde finales de la década de los 80, siempre ha sido la norma en las colonias,
después denominadas DOM-TOM [Departamentos o Territorios de ultramar]: en
Guadalupe, en mayo de 19677 y en Martinica en febrero de 1974 para reprimir con
un baño de sangre las huelgas. Lo mismo sucede en los barrios populares: a la
luz de la historia del colonialismo y del racismo, es necesario relativizar el
proceso de eufemizar la violencia policial. Hoy, no asistimos a una
vuelta a los años 30, sino a ejercer de forma voluntaria, científicamente
decidida, una violencia política sobre la población que hasta ahora se había
librado de ella y disfrutaban plenamente de sus derechos políticos; entre
ellos, el manifestarse en el espacio público sin riesgo de perder un ojo, una
mano o la vida.
Los chalecos
amarillos son, sobre todo, personas salidas de las clases populares, de la
Francia periférica. Sus manifestaciones cerca de los centros del poder, las
degradaciones de las que se habla, ¿pueden ser interpretados como una forma de
autodefensa frente a una violencia social del Estado semejante a que usted ha
observado en relación a otros grupos sociales oprimidos?
En los
movimientos históricos de emancipación que han utilizado o han encarnado una
filosofía de autodefensa, el punto de inflexión se da cuando un poder deja de
tomar en consideración la vida de determinadas personas. Para estas últimas, se
hace imposible delegar en el Estado el derecho a defenderse puesto que,
justamente, este Estado pone en peligro sus vidas. Por ejemplo, exponiéndoles a
condiciones de trabajo deplorables, manteniéndolas en la miseria social,
alojándolas en viviendas insalubres, en un medioambiente contaminado o,
incluso, legitimando la violencia de la que son objeto. En una palabra, el
poder ya no asegura condiciones de vida dignas de ese nombre a determinadas
personas; entonces, la autodefensa se convierte en el único recurso vital.
La autodefensa
no se limita al uso de la violencia para defenderse de manera ilusoria o
paranoica. En la autodefensa, la violencia es la última posibilidad para
supervivir. Detrás de ruido de los cristales rotos, del fuego y el saqueo, hay
vidas que luchan con la conciencia extrema de que ya no valen nada y que pueden
reventar en medio del silencio y la indiferencia si no se sublevan. La mayoría
de los chalecos amarillos han salido de las clases populares llamadas
silenciosas, no tenidas en cuenta, abandonadas progresivamente a la agonía
social. Antes del otoño de 2018, lo que se ha convertido después en el pueblo
de las rotondas, probablemente no tenía conciencia de hasta qué punto sus
vidas estaban reducidas a no contar para nadie. Algo que para otras poblaciones
depauperadas, racializadas, descendientes de la emigración colonial y
poscolonial, de otros pueblos (de los barrios, de los bloques de
apartamentos, de las ciudades dormitorio, o incluso de islas turísticas...), es
un régimen de vida muy familiar frente al que, desde hace mucho tiempo, ha sido
necesario inventar formas de defensa de la vida social y política o,
simplemente, de la propia vida. Aquí vemos que la autodefensa incluye prácticas
de solidaridad, de auto-organización (para desplazarse, alojarse, cuidarse,
alimentarse, educarse...), de creación del ágora, del cuidado del yo y cuidado
del nosotros, nosotras.
En Montpellier,
durante una manifestación habitual, surgió un debate entre los chalecos
amarillos que deseaban llegar al centro de la ciudad y estimaban que las
roturas [de escaparates] eran el único modo de hacerse entender y militantes
ecologistas que preferían reunirse en un pueblo alternativo en la periferia.
¿Qué piensa del dilema entre violencia y no violencia?
Manifestarse en
el Arco de Triunfo, delante de las tiendas de grandes firmas o, sin duda, de
Fourquet’s [restaurante de lujo] en los Campos Elíseos, o en los accesos de
centros comerciales en toda Francia, en las grandes calles comerciales de los
centros históricos de las ciudades de Francia que se han vuelto todas iguales
conforme a las renovaciones urbanas… En Navidad, los chalecos amarillos bloquearon
los accesos a las grandes superficies: es decir, pusieron trabas a una sociedad
consumista, responsable directa de la situación económica, medioambiental y
social. Los daños o mejor, el sabotaje que me parece más
apropiado en relación a lo que ocurre en estos espacios, participa de una
reterritorialización de las luchas, es decir una forma de repolitización de un
conflicto social (contra el 1% que disfruta de los beneficios,
dividendos, subida de sueldos, de nivel de vida...). Se trata de manifestarse
sin autorización ante los centros del poder, geográficamente y económicamente,
más representativos: allá donde se encuentran el dinero y el capital; en los barrios
ricos, donde vive la gran burguesía indiferente que goza del derecho a
circular, de alimentarse, de alojarse, de instruirse, de cultivarse... sin
trabas. Mucho más que tal o cual espacio público o privado, estas prácticas de
sabotaje apuntan a un sistema que está espacialmente materializado. Una vez
más, se trata de una forma de no reducir la acción política, la vida política,
a una expresión formateada: permisos, manifestaciones con trayectos bien delimitados,
con horarios marcados.
Es cierto, en
paralelo, existe otro repertorio de acciones, históricamente no violento,
desarrollados por militantes ecologistas, pero no solo ellos. Consiste en abrir
brechas, en lugares protegidos, donde escapar del capitalismo, de la sociedad
de consumo e inventar otras formas de construir comunidad. En parte, es lo que
ha sido la ZAD de Notre-Dame -des- Landes. Pero la ZAD fue objeto de una
violencia desmesurada para erradicarla.
¿A qué se
denomina destrozos? El debate sobre su utilidad o al contrario, su
carácter contraproducente, atraviesa los movimientos sociales...
Es cierto, y
esto plantea la cuestión de la representación de los que se califica como acción
política, las emociones suscitadas por las movilizaciones sociales y por
sus repertorios de acción. Estos últimos decenios, uno de los mayores desafíos
para los colectivos militantes ha sido el impacto mediático de su acción, la
imagen que les va a devolver, el discurso que va a suscitar y del que depende
el reconocimiento de su legitimidad. Cuanto más sea percibida como positiva,
alegre, humorística y festiva la acción, más exitosa será considerada la
movilización, con la esperanza de que aúne a la opinión pública y que sea
entendida. Actualmente asistimos a la anulación de este tipo de razonamiento:
las condiciones exigidas para que una acción sea reconocida como legítima
no parecen servir más que para agotar a las movilizaciones y los movimientos
sociales. Las huelgas de larga duración en correos, en los hospitales, en la
enseñanza nacional o también en la universidad... cualquiera que sea la
expresión que tomen, no son tenidas en cuenta, escuchadas. Es una estrategia de
desgaste, de agotamiento: así, por un lado, se exige no ser violento para ser
atendido, pero, por otro, si te atienes a esta exigencia de no violencia, te
enfrentas al silencio, a la difuminación, a una indiferencia que te agota.
En su libro,
tumbarse en el suelo para defender la vida no es solamente un medio para
hacerse oír sino que también cambia la relación consigo misma.
La idea que he
desarrollado es que la historia de la autodefensa como práctica de emancipación
muestra que la política pasa por el cuerpo: haciendo gestos, elevando la voz,
en el espacio público, en el mundo social, elevándose físicamente contra la
injusticia, nos convertimos en sujeto político, hasta en nuestros
músculos, en nuestra carne. La autodefensa es esa forma de reanimación vital
del cuerpo político, de las vidas políticas en la realidad. Hoy Hace falta
coraje para salir a manifestarse cuando sabemos que se puede perder la vida
mientras que todo está preparado para respetar nuestros cuerpos. Salir a pesar
de todo, encontrarse, formar un cuerpo colectivamente y crear un nosotras-nosotros
político en una rotonda o en otro lugar, produce una conciencia política de la
que hacemos la experiencia físicamente y es una forma de resistencia cuando se
sabe que la represión intenta justamente marcar los cuerpos en carne viva y
marcar las vidas para que se deterioren, para que no se muevan más.
23/09/2019
Elsa Dorlin es profesora de Filosofía social y política e investigadora en el Columbia
Institute for Ideas & Imagination. Es autora de Se défendre. Une
philosophie de la violence
(La Découverte).
Traducción viento
sur
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