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Nuevas elecciones: 20
español@s y un funeral
10.04.2016
Generalizada sensación de fracaso entre los
partidarios del cambio
(Monigotes reponedores de estanterias
de un supermercado que habrían sido despedidos por no cumplir con su trabajo)
El pesimismo, la agria reacción contra los viejos y
nuevos partidos y un odio contenido contra los políticos se palpan en las
reacciones contra la más que previsible repetición electoral el 26 de junio.
Veinte español@s han razonado sobre las consecuencias de este desastre, que
además provoca el gasto de 160 millones de euros en subvenciones que se
reparten entre los partidos políticos y sus dirigentes y que está suscitando
tal oleada de rechazo y desprecio que hace sus consecuencias imprevisibles.
Estas son las opiniones seleccionadas por “Espía en el Congreso” entre
destacados miembros de la sociedad civil española:
(José Sacristán)
José Sacristán: "Quien
dice lo de la cal viva y saluda
a Otegi no estuvo allí"
El Mundo
10/04/2016 00:15
José Sacristán no es José Sacristán. Él cree
que sí. De hecho, habla, gesticula y se luce con esos requiebros al castellano
que tanto gustan a la gente de Chinchón, donde nació hace 78 años y donde,
dicen, crecen los ajos que da gusto verlos. Y todo lo hace con un entusiasmo
supuestamente natural, nada fingido. Como si fuera el mismísimo José Sacristán. O Pepe, que también se hace llamar así. Pero
no, no nos engaña. José Sacristán, en realidad, soy yo. Y usted, y ese que se
esconde al fondo, y ese otro que con la revista PAPEL en las
manos está convencido ahora mismo de que el que escribe estas líneas es un
perfecto gilipollas. José Sacristán, admitámoslo, lo es cualquiera de los que
hoy pisan ese lugar llamado España. De hecho, José Sacristán es España.
Entera. Toda ella, con sus contradicciones, sus andares torpes, sus gestos
heroicos, sus miedos y sus posturas irreconciliables. Somos así. Somos él. Como
siempre.
Como España, él grita desde
el balcón de su casa. Ve asomar al periodista calle arriba y no se reprime: «Coño,
llegas en el peor momento. Justo ahora que empieza una de John Ford en la tele». Como España, tiempo atrás él pasó
hambre, y, como España, hasta tuvo la tentación de olvidarlo. «Yo estoy
encantado con mi vida. No sería ni justo ni educado que me quejara, pero lo
que está pasando ahora mismo no me gusta, para qué nos vamos a engañar»,
dice. Como España vivió una transición del gris al magenta, del silencio al
ruido, del incienso a la carne, de la braga alta al tanga hortera... Y como
España, a ella vuelve (a la transición que no a las bragas). ¿No estamos ahora,
dicen, en el formateo de todo lo viejo, en el reseteo de las
formas antiguas, en la emergencia de los impacientes, no estamos, como
siempre, empezando otra vez? ¿Y no está, como siempre, José Sacristán ahí, en
el centro, en el punto medio de todo lo que ocurre? ¿Quién de los presentes a
la vista de lo que hay puede decir que no es, que no somos, él?
«Vamos a ver», empieza
resignado el hombre que pretende ser Sacristán, «comparar lo que vivimos en
la Transición con lo que está pasando ahora mismo no tiene sentido.
Entonces existía una necesidad de contar y contarse. Era una cuestión natural,
biológica, una urgencia... Sería terrible considerar que lo vivido desde el 75
a ahora tuviera algo que ver con el franquismo. Reprocho a los emergentes la
impaciencia de los malos aprendices. Por dios, ¡cómo se puede decir eso de la
cal viva! Quien dice eso y luego saluda al 'ciudadano' Otegui es que no
estuvo ahí. Hay que tener claro de dónde se viene para hablar. Si antes
entrabas en una capilla sin sostén, ibas a la puta cárcel directamente. No
jodamos». Y ahí lo deja. El que sepa leer, que lea. Café, sacarina y agua. Es
lo que toma.
Nos citamos en su casa.
Todo sea para demostrar que él es él y que vive donde vive. La tarde es soleada
y la idea no es tanto cumplir con los trámites de la entrevista como de la
demostración. Que le den, con perdón, a John Ford. Demuéstreme, oiga, que usted
es el que dice ser, que usted es Sacristán. La idea es recorrer juntos el
trayecto que va desde el portal hasta el teatro donde día a día, a día de hoy,
da vida a un magnate cabrón y tierno en la obra Muñeca de
porcelana, de David Mamet. El camino se hace en metro, en
la línea amarilla del suburbano de Carmena hasta la mismísima estación de
Legazpi, donde están los teatros de El Matadero. No es tanto populismo de
artista llano como comodidad de jubilado sibarita. «Con esta tarjeta paso por
el torno como el mismísimo James Bond. Date cuenta qué facilidad», dice, enseña
a la máquina el pase de la EMT y el torno cede ante su paso ligero. Pura clase.
Permítame una pregunta de enjundia: ¿Cómo se las
arregla para sobrevivir a todos los naufragios?
[Hace
como que entiende la cuestión] Trato de adecuar el ejercicio de una profesión,
la mía, a un país como éste. Intento ser un buen alumno de Fernando Fernán
Gómez. Y eso que sólo estoy en segundo de Fernando. Procuro mantener el
equilibrio. Me siento más un superviviente que un maestro. Y, por encima de
todo, sé que soy un privilegiado. Mi actitud es la de un aprendiz permanente.
¿Cómo lo diría? Aborrezco sentar cátedra. Antes monja que pontificar.
Pobre del que piensa que ya lo sabe todo.
Y justo en este momento, se
rinde. Aunque sólo sea por hacer callar al pesado (o gilipollas, según se mire)
que tiene en frente. Aunque tan sólo sea por respeto a los que viajan en el
metro. «Todo lo que soy se lo debo al chaval de Chinchón que todavía soy.
Lo llevo siempre conmigo. Se sienta a mi lado a ver cine en la sala que tengo
en mi casa y le tengo un respeto del copón. Echo mano de él cada vez que me
pongo delante de una cámara o subo al escenario. Para mí, él es la médula
espinal que alimenta este oficio. Lo que tiene de juego. Cuando jugaba a ser un
mosquetero. Le tengo un cariño increíble. Y, sobre todo, procuro no hacer nada
que le obligara a mandarme a la mierda. Llevo 60 años sobre el escenario y
disfrutando como un cabrón con los jóvenes y con los no tan jóvenes. A ese crío
se lo debo todo». El cabrón, valga la redundancia, casi nos hace llorar.
Cuenta (ahora ya no queda
claro si el que habla es el crío) que, cuando la familia se exilió en Madrid
desde el pueblo al que no podían volver, recorría la Gran Vía con los ojos
perfectamente abiertos. «Me recuerdo con la tartera para ir al taller. Salía de
trabajar y me iba a hacer el recorrido delante de los cines. En el Coliseo vi Al
rojo vivo... "Madre, estoy en la cima del mundo", decía James
Cagney... Y con aquella Virginia Mayo estrábica, pero con dos tetas
como dos carretas».
Cuenta que todo, o casi, se
lo debe a Venancio, su padre. «Un contrincante cojonudo», aclara. Al
Venancio (mejor así, con artículo determinado delante) le encarcelaron por
rojo. Por eso y por perdedor. Militante de UGT y del PCE, cuando salió al aire,
que no libre, se encontró con una España sin sitio para los de condición. La
familia tuvo que emigrar a la capital, a un Madrid triste, sucio y hacinado de
tres familias por piso. Y allí, cuenta, continuó con un hábito, con modales de
manía, adquirido en el cine Lope de Vega de Chinchón: devorar, que no ver,
cine desde la delantera del gallinero. Allí desde el paraíso en el que los
sueños adquieren la pesada sustancia de lo cierto, de lo único, de la
supervivencia. Y con él, en efecto, España entera.
«Yo ya tenía la fantasía de
ser Tyrone Power [léase tirone pober] o Errol Flynn [aquí
no hay dudas]. El referente moral que era mi padre hacía lo posible para
convencerme de que aquello era una simple gilipollez. Mi padre trataba de
decirme que todos mis sueños no eran más que un camino equivocado...».
Pausa dramática. «Y, qué coño, tenía la razón». Vaya con el Venancio.
¿Es eso
una pregunta?
No, es comentario.
[Hace
como que entiende] Un día mi padre me preguntó: «¿Cómo has vendido los ajos
este año?». En Chinchón, si habías tenido una buena cosecha de ajos, dabas por
buena la temporada entera. En ese momento, comprendí que ya se tomaba en serio
esto a lo que yo me dedicaba. Lo dicho, era un contrincante al que había que
convencer. No vencer.
Con el correr del tiempo,
allá en los 60, el hombre que quería ser tirone pober, acabó por serlo.
O casi. El hombre que despuntaba en las obras de teatro para aficionados
terminó por debutar en el teatro. En el 61 hace su primera gira, un año después
salta el Atlántico para hacer las Américas («Ríete tú de la aventura de Colón»)
y con la década ya mediada entra en la compañía Lope de Vega a razón de 80
pesetas. Todo va bien en la España del desarrollismo y los ministros del
Opus... «¡Para nada!», exclama y salta como un resorte ante el entusiasmo no
justificado del párrafo. «Aquello no daba ni para lo más básico. Me
recuerdo haciendo siete papeles a la vez en Julio César por 30 duros».
En el 64 y 65 nacieron sus hijos y la cosa se complicó aún más. «Fue una
irresponsabilidad. Con la familia, todo fue muy difícil y salí adelante gracias
al Círculo de Lectores. Fui uno de sus primeros vendedores», rememora y en la
descripción de lo recordado se va la memoria intacta de, otra vez, un país
entero.
Y así hasta que todo cambió
por la sencilla razón de que el mundo, como diría con algo de amargura Fernán
Gómez, sigue. De repente, el estreno de la obra La pulga en la oreja
con unas críticas irrefutables; de repente, el debú en el cine. De
repente, el Sacristán que nos representaba en la oscuridad del anonimato como
trasunto de todas las vidas infelices en un tiempo fundamentalmente infeliz se
transforma, poco a poco, en la imagen palpable de todo lo que se ve. Él es, por
fin, nosotros.
«Un día sonó el teléfono de
mi vecina. Yo no tenía. Me llamaba Pedro Masó para una prueba en La
familia y uno más. Entré a formar parte de la factoría de la comedia
española. Luego vinieron Cómo está el servicio, Matrimonios separados,
Operación Matahari, Pierna creciente, falda menguante, Más fina que las
gallinas... Fue un respiro de alivio. No era solamente poder aspirar a una
forma de vida más o menos digna, sino la confirmación de que el crío de
Chinchón no andaba descaminado y le llamaban para hacer películas y no para
ir al taller. A esto le doy una importancia básica que, quizá, otros no le
dan», afirma, se acerca el café que ha pedido en la cafetería del teatro (ya
hace un par de párrafos que salimos del metro) y hasta suspira. Contento. Se
diría que hay recuerdos que hacen asomar a la felicidad. Sea esto último lo que
sea.
¿Qué tiene que decir a todos aquellos que durante
tanto tiempo han pasado a lanzallamas la españolada? [Se le borra la sonrisa] Yo, a ciertos lanzallamas me los paso por donde el Coloso de Rodas se pasaba los barcos. Yo tenía y tengo mi conciencia y hacía otras cosas además del cine, pero gracias a ese cine pude ganarme la vida. Gratitud infinita por tanto.
De otro modo, y se ponga
como se ponga el hombre que afirma ser Sacristán, la memoria de cualquier
español, cinéfilo o no, pasa por él. España entera ha vivido cada uno de sus
sueños, sus inseguridades y sus certezas en el rostro de un hombre que,
ahora, reclama su derecho a ser él. Qué osadía.
Por cierto, ¿a usted, como a tantos, le duele España?
[La
mirada denota paciencia. Eso o algo más grave] Lo que me duele es que la
izquierda haya hecho tan mal las cosas. Y hablo de la izquierda exclusivamente
porque a la derecha no le doy ningún crédito ni moral ni de ningún tipo. Lo que
se ha hecho pésimamente es la malversación de un depósito moral que le
correspondía a la izquierda. Lo ha malversado, lo ha lapidado y lo ha mandado a
tomar por culo. Ahora la reelección del nuevo secretario de UGT es un episodio
corporativo como si hubieran cambiado al de El Corte Inglés. Ellos solitos, los
propios sindicalistas han mandado a la mierda todo. Por eso han aparecido estos
muchachos. Pero míralos. Ellos mismos vuelven a reproducir los vicios de los
anteriores. De un plumazo, este muchacho ha echado a todos los que le
molestaban. ¡Eso es lo asambleario!... ¿Y dónde está el partido comunista? ¿Y
lo del PSOE? ¿Y la cultura del pelotazo de los 80? ¿Y lo de Bankia? ¿Y los ERES
en Andalucía?...
Y ahí lo deja. Tan
cabreado que, de nuevo, podría ser cualquier de nosotros, cualquier lector,
cualquier español.
Ahora, cuando apenas faltan
unos segundos para que se meta en la piel de un magnate traicionado, tierno y
muy cabrón, cuando se prepara en el camerino momentos antes de salir a escena
con unas gotas de agua en la nariz, ahora que ya tiene 78 años y la voz grave
(«Esta voz de hombre es nueva», dice), Sacristán vive una nueva, quizá eterna,
juventud. Todo empezó cuando David Trueba le llamó para dar vida a un émulo
de Francisco Umbral en Madrid 1987. Aquello fue un salto triple sin red.
Toda la película la pasaba desnudo encerrado en un baño en compañía de María
Valverde. Aquello le colocó delante de una nueva generación de cineastas
que, de forma quizá inédita, reclamaban para sí un legado. Su legado. Dentro de
poco le veremos en Toro, de Kike Maíllo. Allí encarna al más
malvado de cuantos personajes ha interpretado en su vida. Pero antes fueron
Rebollo, Lacuesta y, sobre todo, Carlos Vermut los que solicitaron para sí el
privilegio de ser José Sacristán. Y con él, todos los demás. Su papel en Magical
girl le devolvía al imaginario de lo que efectivamente somos y seguiremos
siendo. Por los siglos de los siglos. Tan patéticos como el turista deslumbrado
por la piel de las suecas, tan enfermos de libertad como los héroes rotos de
Eloy de la Iglesia, tan derrotados como el Hans, el personaje exiliado de sí
mismo en Un lugar en el mundo, tan...
Le pedimos una última prueba de su existencia. ¿Quién
es usted?
[La
mirada ahora es de cansancio] Yo vengo de Sancho Panza y soy sanchopancesco
por aspiración. Por eso ando en quijotadas permanentemente. Y siempre
vuelvo a Fernando [Fernán Gómez] y a mi padre, el Venancio; a la gente que
estaba ahí para decime: «Por ahí». A ese punto de tener la certeza de que hay
que estar prevenido, alerta, al tanto... porque uno las ha pasado canutas. Hay
un entrenamiento moral de procurar estar lo más saludable posible para seguir
jugando; seguir en la medida de lo posible disfrutando.... Hay momentos, cuando
estoy en el cine... Recuerdo que me desmayé de niño viendo Las mil y una
noches. Me desmayé de la impresión. Ahora, me siento a ver Cielo amarillo,
de William A. Wellman, o La ruta del tabaco, de John Ford, o La regla
del juego, de Jean Renoir... Y miro al lado y veo al chaval que fui... Y
que aún soy.
A eso de las 10 pasadas,
acaba la función. Vuelta a casa. Cada uno a la suya. No nos engaña. Sacristán
somos todos.
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