Un
tumor que amenaza a Europa
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Rebelión
El viejo topo
04.05.2015
Si han cesado los combates en Ucrania
gracias a Minsk II, la guerra de la propaganda sigue. La fantasía para devotos
de la OTAN reza así: el sueño imperial de Putin, como muestra la anexión de
Crimea, reclama esferas de influencia exclusivas en Europa y ha provocado la
más grave crisis desde la desaparición de la URSS. En el paquete devocional va
también el papel de Putin como agresor en la guerra, el derribo del avión
malasio, la violación de las fronteras de Ucrania, el despliegue de tropas
rusas en el Donbass, y la violación de la legalidad internacional. No importa
que no se haya demostrado ninguna de esas acusaciones, aunque no hay duda de
que las milicias del Este no habrían podido resistir sin la ayuda rusa en
armas, suministros y vituallas. En la gigantesca campaña propagandística
occidental tampoco faltan esfuerzos para que nadie recuerde el estímulo
norteamericano y europeo para derribar a un gobierno, el de Yanukóvich, elegido
por la población ucrania en comicios que ni Estados Unidos ni la Unión Europea
consideraron ilegítimos; y se ha ocultado el apoyo occidental a la violencia
desatada por las bandas fascistas (decenas de policías murieron por disparos de
bala en el Maidán, por ejemplo) mientras se difundía la bondad de un supuesto
“movimiento pacífico” que deseaba “unirse a Europa”, al igual que permanece en
la sombra que, en los meses previos a la caída de Yanukóvich se organizó el
entrenamiento militar de grupos de mercenarios y fascistas en Polonia para
enviarlos después al Maidán de Kiev; ni que, por supuesto, apenas se hagan
referencias a la paulatina expansión de la OTAN en el Este de Europa, a la
guerra de provocación de Georgia, al escudo antimisiles, al intento de
incorporar a Ucrania y Georgia a la OTAN, al golpe de estado en Kiev. Son
patentes los endebles argumentos de Washington, así como su hipócrita
indignación posterior por la ayuda rusa a las milicias, dado que si Putin
hubiera iniciado el conflicto, ni siquiera se entendería la crisis ucraniana, porque
¿para qué iba Moscú a crearla si el gobierno de Yanukóvich mantenía buena
relación con Rusia? Y, tras el golpe de estado prooccidental, ¿podía Moscú
abandonar a su suerte a la población rebelada contra Kiev y que hubieran sido
aplastada por el gobierno golpista? Pero, para esos expertos norteamericanos en
el lanzamiento de gigantescas campañas publicitarias, el golpe de estado de
Kiev ha quedado convertido en la “revolución de la dignidad”, y sus clientes
ucranianos lo recuerdan cada día en la prensa. Un año después de la caída del
gobierno de Yanukóvich, siguen sin aclararse los asesinatos cometidos por los
misteriosos francotiradores que causaron una matanza en el Maidán, y que fueron
la espoleta para el derrocamiento del gobierno. Ni el gabinete golpista de Kiev
ni Estados Unidos han mostrado el menor interés en que se investigue, mientras
los oligarcas se reparten el botín y el territorio: Igor Kolomoisky, uno de los
millonarios más corruptos de Ucrania, financiador de grupos nazis, un personaje
que ha llegado a utilizar grupos de matones para imponer sus deseos, que compra
jueces y consigue sentencias o, si es necesario, las falsifica, es hoy
gobernador de Dnepropetrovsk. El procurador general, Viktor Shokin, que
descuida la lucha contra la corrupción y el crimen, que desdeña la
investigación sobre los francotiradores del Maidán en los días del golpe contra
Yanukóvich, y que no tiene la menor intención de aclarar la terrorífica matanza
del edificio de los sindicatos de Odessa, trabaja, en cambio, para ilegalizar
al Partido Comunista, la única fuerza política que intenta limitar el poder de
los corruptos empresarios-ladrones; porque el Partido Comunista es también el
único partido que denuncia el fascismo en Ucrania, que reclama la disolución de
las bandas paramilitares nazis y pide, en vano, protección de monumentos y
símbolos de la lucha contra los nazis durante la II Guerra Mundial.
Estados
Unidos se debate entre una mayor implicación en la guerra y el envío de armas.
Influyentes fundaciones privadas y sectores del Pentágono y del gobierno se
inclinan por enviar armamento, aunque son conscientes de que ello no
convertiría al ejército ucraniano en una fuerza capaz de ganar la guerra civil,
y podría crear una difícil situación con Moscú. Sin embargo, otros sectores de
la administración norteamericana, aunque aceptan los riesgos de desafiar a
Rusia, un país dotado de un enorme arsenal nuclear, apuestan por armar a Kiev
confiados en que una guerra de desgaste acabará por dañar la economía rusa y,
eventualmente, podría hundir a Putin, o, al menos, hacer inviable el esfuerzo
de recomposición en la Unión Euroasiática que proyecta Moscú. Todo ello, en
Washington, en medio de absurdas discusiones sobre si deben enviarse a Ucrania
armas “ofensivas” o “defensivas”, cuando lo cierto es que una escalada en la
guerra tendría una difícil salida, y que la tentación de anular a Rusia y
amarrar más a la Unión Europea a través de una guerra continental está muy
presente en los estrategas del Pentágono y la Casa Blanca. Del estado de
opinión generado en Washington pueden dar idea los comentarios de uno de los
analistas del CSIS, Center for Strategic and International Studies,
el más importante “laboratorio de ideas” de la capital norteamericana para
asuntos de política exterior. Andrew C. Kuchins, director del programa para
Rusia y Eurasia del CSIS, presentaba al asesinado Boris Nemtsov como un
patriota y demonizaba a Putin, señalando que el discurso del presidente ruso en
el parlamento en abril de 2014 tal vez indica el “punto de inflexión de Rusia
en un estado fascista”. Es obvio que, para quienes así piensan, estaría más que
justificada la intervención militar abierta en Ucrania, aunque sea por actores
interpuestos, mercenarios o soldados de los países más agresivos, como Polonia
o los bálticos. Después de todo, siempre pueden argüirse los peligros de un
“inminente ataque ruso” o pretextos semejantes a los que llevaron a la agresión
norteamericana en Iraq.
El
extraño asesinato de Boris Nemtsov (quien, hoy, era un personaje irrelevante en
Rusia) puede tener implicaciones ligadas a la crisis ucraniana, y no puede
descartarse la larga mano de Nuland y de los círculos más rusófobos del
gobierno norteamericano, sobre todo ante la evidencia de que la desaparición de
Nemtsov no beneficia precisamente a Putin. Convertido el presidente ruso en un
espantajo pendenciero, Washington no quiere reconocer su propia responsabilidad
en el aumento de la tensión internacional: hay que recordar que Putin inició su
presidencia intentando acomodarse a un mundo unipolar dirigido por Estados
Unidos, reclamando respeto y reconocimiento de los intereses rusos. El patente
desprecio hacia el presidente ruso, la evidencia de que Estados Unidos sigue
especulando y alentando una hipotética partición de Rusia, como hizo con la
Unión Soviética, levantaron todas las alarmas en Moscú, y llevaron a Putin,
todavía bajo la presidencia de George W. Bush, a su discurso de febrero de 2007
en Múnich, donde denunció el expansionismo norteamericano y el incumplimiento
de todos los acuerdos, suscritos o tácitos, entre Moscú y Washington tras la
desaparición de la Unión Soviética. Desde entonces, y pese a gestos teatrales como
el del botón de “reinicio” ofrecido por Hillary Clinton (que no se concretó en
ningún cambio en la política exterior norteamericana), Estados Unidos ha
continuado aproximando su dispositivo militar a las fronteras rusas.
Francia
y Alemania se han implicado en la búsqueda de una solución política para
Ucrania, pero su margen de maniobra es escaso, porque predominan en sus
gobiernos las obligaciones como miembros de la OTAN, y Washington y el cuartel
general aliado de Bruselas han elaborado un discurso que, en lo esencial, ha
sido impuesto a todos los miembros y ha sido adoptado también por París y
Berlín, que, aunque sigan a regañadientes el discurso belicista, se ven
obligados a imponer sanciones económicas a Moscú y a discutir sobre hipótesis
más peligrosas, donde no se descarta el envío de armamento e, incluso, de
fuerzas militares, aunque por el momento, esa posibilidad se discuta en
secreto. Atrapados en su propia propaganda, los países de la OTAN son incapaces
de asumir que la crisis ucraniana no estalló por unas “protestas ciudadanas”
(por lo demás, instigadas y financiadas en buena parte por países
occidentales), sino por el apoyo a un golpe de Estado y un cambio de régimen
que pretende incorporar a Ucrania a una alianza militar abiertamente hostil con
Moscú. Si te muestras agresivo con los demás, no puedes esperar que te reciban
con los brazos abiertos.
Ni
la Unión Europea, ni, mucho menos, Estados Unidos, quieren reconocer que la
apuesta por integrar a Ucrania en la OTAN es una verdadera provocación contra
Rusia (¿imagina alguien la hipótesis de que México o Canadá se integrasen en
una alianza militar agresiva contra Washington?), que, además de innecesaria,
ha traído una guerra civil, ha destruido la economía ucraniana, ha abierto un
peligroso frente en Europa y ha dinamitado a medio plazo la posibilidad de una
convivencia amistosa y pacífica en el continente. Que la guerra ucraniana haya
sido producto del cálculo o una consecuencia imprevista del golpe de Estado, no
mitiga la responsabilidad estadounidense. La guerra que la aventurera política
exterior norteamericana ha encendido se presenta ahora como responsabilidad
exclusiva de Moscú y como la prueba del peligroso “expansionismo” ruso, pero
olvida que tras la disolución del Pacto de Varsovia, el destino manifiesto de
la OTAN no fue iniciar su desmantelamiento sino una acelerada expansión hacia
las fronteras rusas que le ha llevado a instalarse en ocho países (Polonia,
Estonia, Letonia, Lituania, República Checa, Eslovaquia, Rumania, Bulgaria) e intentar
hacerlo con Georgia y Ucrania, sin olvidar sus instalaciones en algunas de las
viejas repúblicas soviéticas de Asia central. Ese ha sido el verdadero
expansionismo militar de las dos últimas décadas. Porque Washington no quiere
entender que la seguridad ha de ser un principio compartido, y que llevar el
dispositivo militar de la OTAN a las propias fronteras rusas no es sólo una
provocación sino también la ruptura de los inestables equilibrios
internacionales.
Las
acusaciones y alarmas, siempre sin pruebas, lanzadas contra Rusia por el
norteamericano Philip M. Breedlove, comandante de las fuerzas de la OTAN en
Europa, o la visita secreta a Kiev, en enero de 2015, del general James R.
Clapper, director de la Inteligencia Nacional norteamericana, entre otras, son
el reflejo de la visión de los halcones de Washington. El secretario de
defensa, Chuck Hagel, y el jefe del Estado Mayor conjunto, general Martin
Dempsey, también apoyan el envío de armamento a Kiev, y las alarmas lanzadas
por el duro Zbigniew Brzezinski sobre un hipotético ataque de Rusia a los
países bálticos, van en la misma dirección: quieren enviar armas a Ucrania,
emponzoñar la situación y hacer irreversible una guerra europea, tal vez
global, y eso puede hacerse a través de diferentes vías, porque los halcones de
Washington no tienen demasiados escrúpulos: no hace mucho, el general Wesley
Clark, declaraba a la CNN sobre los nuevos islamistas que degüellan ante las
cámaras: "Creamos el Estado Islámico con financiación de nuestros aliados".
La reciente
declaración del Partido Comunista ucraniano, principal fuerza de la oposición,
ahora perseguida y reducida, se cerraba con una preocupante proclama dirigida a
ucranianos y europeos: decid no a la guerra y al fascismo. Porque ese es el
riesgo, el tumor que amenaza a Ucrania y Europa. Hay otros problemas para
Europa, desde luego, añadidos a la severa crisis económica y a las grietas en
la zona del euro: desde la imprevista rebelión griega, que Bruselas pretende
doblegar; hasta la respuesta de los poderes reales ante la hipotética
emergencia de un movimiento opositor que, aunque de manera confusa, impugne en
diferentes países la construcción neoliberal de la Unión Europea; pasando por
el reforzamiento de la extrema derecha, que no preocupa tanto por su modelo
social como porque puede hacer retroceder a las formaciones conservadores hoy
dominantes; o incluso las artimañas del poco fiable socio británico, cabeza de
puente norteamericana en Europa, junto con los revanchistas gobiernos polacos y
bálticos; y, en fin, los retos del terrorismo que la propia Europa y Estados
Unidos han contribuido a crear, pero ninguno de esos problemas es tan grave
como la guerra en Ucrania y la posibilidad de que se extienda al resto del
continente si no se consolida la vía diplomática. El pragmatismo de Angela
Merkel, impulsando los acuerdos de Minsk, tiene una doble interpretación: por
un lado, sabe que no puede vencerse a Rusia en una guerra global y, por eso,
camina por el alambre de la diplomacia; por otro, aunque quisiera poner de
rodillas a Moscú, sabe que esa victoria no sería alemana, sino norteamericana,
y eso empuja a Berlín a los equilibrios entre la obligada sumisión a Washington
(la OTAN, ata), el interés propio por la estabilidad europea, y los siempre
presentes recelos germanos hacia el gran país eslavo que se niega a aceptar la
supremacía occidental. Por su parte, Estados Unidos quiere una Rusia débil, y
no renuncia a su fragmentación, que haría posible el control norteamericano de
los yacimientos de hidrocarburos, y, en ese escenario, no es casual que Estados
Unidos no participe en la solución pacífica a la crisis ucraniana: una guerra
abierta sometería a Moscú a una dura prueba, le impediría la reconstrucción de
los lazos entre las antiguas repúblicas soviéticas y bloquearía su
modernización económica. Al mismo tiempo, para la Unión Europea, la extensión
de la guerra ucrania supondría un nuevo clavo en el ataúd de la impotencia
estratégica y de la sumisión con que Washington quiere encerrar a Bruselas: un
enfrentamiento entre Rusia y la Unión Europea en Ucrania, una herida abierta y
sangrante en el continente, es la mejor hipótesis norteamericana para
fortalecer su propio poder a través de la OTAN, arrinconar a Rusia, y para
aprestarse a la gran batalla de las décadas próximas: China.
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