Con
tiempo, todo gran libro encuentra su lugar. Pero aun así, resulta chocante
observar la lentitud con que la obra de Machado de Assis se abre paso hoy.
Machado es el mejor novelista latinoamericano de siglo XIX, y su lectura sigue
siendo fresca y divertidamente contemporánea.
El caso Machado de Assis
El Viejo Topo
25 marzo, 2023
Imagine un
escritor capaz –a lo largo de una vida moderadamente larga durante la que nunca
viajó más allá de setenta y cinco millas de la ciudad que le vio nacer– de
crear una inmensa obra literaria. Un escritor decimonónico –observará usted–, y
estará en lo cierto: autor de una gran cantidad de novelas, nouvelles, cuentos,
comedias, ensayos, poesía, reseñas, crónicas políticas, que fue también
periodista, editor de revistas, funcionario estatal, candidato a un cargo
público y Presidente-Fundador de la Academia de la Lengua de su país; un
prodigio de eficiencia, capaz de sobreponerse a enfermedades morales y físicas
(mulato en un país en el que no se abolió la esclavitud hasta que él alcanzó la
cincuentena, era, además, epiléptico) que, durante su vital, prolífica y
exuberante carrera en su país logró escribir un considerable número de novelas
y cuentos merecedores de un lugar permanente en la literatura mundial. Y, sin
embargo, fuera de su país natal, que le honra como a su más grande escritor,
sus obras maestras son poco conocidas y raramente mencionadas.
Imagine que tal
escritor verdaderamente existió, y que sus libros más originales siguen
descubriéndose ochenta años después de su muerte. Normalmente, el filtro del
tiempo hace justicia: descarta lo meramente oportunista, rescata lo olvidado y
promueve lo subestimado. Sólo después de la muerte de un gran escritor se
resuelven las misteriosas cuestiones sobre su valía y permanencia. Tal vez sea
justo que este escritor, al que la posteridad no le ha concedido el
reconocimiento que merecía, haya poseído él mismo un agudo, irónico y
entemecedor sentido de lo póstumo.
Lo que es
cierto de la reputación de un escritor, lo es -o debería serlo- de su vida.
Puesto que sólo una vida completa revela su auténtica dimensión y el sentido
que aquélla pueda tener, una biografía que pretenda ser definitiva debe esperar
para ser escrita hasta después de la muerte de su protagonista. Por desgracia,
las biografías no pueden ser escritas en esas circunstancias ideales, por lo
que, prácticamente, todas las novelas en forma de autobiografía han acatado las
reglas de las autobiografías auténticas, aún tratando de constituirse en la
mejor aproximación a las iluminaciones con que sobreviene la muerte. Las
autobiografías ficticias, más a menudo que las reales, tienden a ser tareas
otoñales: un narrador de edad (o al menos fuera de sazón), habiéndose retirado
de la vida, se pone a escribir. Pero, a pesar de la cercanía al punto de vista
ideal que la edad avanzada puede ofrecer al creador de la novela
autobiográfica, él o ella están todavía escribiendo más acá de aquella frontera
tras la cual la vida, la historia de una vida, finalmente alcanza su sentido.
Solamente
conozco un ejemplo de este cautivador género que es la autobiografía imaginaria
donde se cumplen estas condiciones ideales que, en definitiva, resultan ser
cómicas: la obra maestra titulada Memorias postumas de Blas Cubas (1880),
del brasileño Machado de Assis. En el primer párrafo del Capítulo l, «La muerte
del autor», Blas Cubas anuncia alegremente: «yo no soy propiamente un autor
difunto, sino un difunto autor», no en el sentido de alguien que ya haya
escrito y ahora esté muerto, sino en el sentido de alguien que haya muerto y
ahora esté escribiendo. He aquí la primera y determinante broma de la novela:
una broma acerca de la libertad del escritor. El lector está invitado a seguir
el juego aceptando que el libro que tiene en sus manos es una proeza literaria
sin precedentes: recuerdos póstumos escritos en primera persona.
Por supuesto ni
un solo día, y mucho menos toda una vida, puede contarse íntegramente. Una vida
no es un argumento. Por otra parte, nos aproximamos en forma distinta a una
narración escrita en primera persona que a otra hecha en tercera. Retardar,
acelerar, pasar por alto pasajes enteros, comentar a fondo o eludir
referencias: si todo esto se hace en primera persona el texto adquiere otro
peso, otro sentido, que si se efectúa en nombre de un tercero. Mucho de lo que
resulta conmovedor, disculpable o insufrible en primera persona parecería lo
opuesto dicho en tercera, y viceversa; es fácil confirmar esta observación
leyendo en voz alta cualquier página de este libro, primero tal como se nos
ofrece y luego sustituyendo yo por él. (Si queremos desnudar la gran diferencia
que hay entre los códigos que rigen la tercera persona tratemos de sustituir
ella por él). Hay registros de los sentimientos, como la ansiedad, que sólo
pueden convenir a una voz en primera persona. Y, también, aspectos de la
narración: una digresión, por ejemplo, parece natural en un texto escrito en
primera persona, pero cualquier texto consciente de sus propios métodos y
significado debe ser interpretado desde la primera persona, sea o no yo el
pronombre principal.
Escribir acerca
de uno mismo, contar la verdadera historia –es decir, la privada– solía
considerarse presuntuoso y necesitaba ser justificado. Los Ensayos de
Montaigne, las Confesiones de Rousseau, el Walden de
Thoreau y la mayoría de las autobiografías clásicas intelectualmente exigentes
tienen un prólogo en el cual el autor se dirige directamente al lector
reconociendo la temeridad de la empresa, evocando escrúpulos o inhibiciones
(modestia, ansiedad) que había que vencer, proclamando un candor y una ausencia
de artificios ejemplares, y alegando lo útil que resultará para los demás esta
autoexhibición. Como las autobiografías reales, la mayor parte de las ficticias
mínimamente bien escritas o de gran calado también empiezan con una
explicación, defensiva o desafiante, sobre la decisión de escribir el libro que
el lector acaba de empezar, o al menos con un ramillete de excusas
contraponiendo la frescura de su sensibilidad al reproche de egotismo. No se
trata de simple retórica, ni de frases corteses para dar al lector tiempo a
sentarse. Es el primer paso de un proceso de seducción en el que el biógrafo,
tácitamente, reconoce que hay algo insólito, atrevido, en escribir a fondo,
voluntariamente, sobre uno mismo; en exponerse ante desconocidos sin la
justificación de una vida excepcional o de un crimen terrible; o en no utilizar
ningún ardid, como si simuláramos que el libro transcribe simplemente
documentos en principio destinados a un círculo de lectores más reducido y
amistoso. Contada la historia de una vida directamente, en primera persona, a
tantos lectores como sea posible (el público), parece mínimamente prudente, al
tiempo que cortés, que el autobiógrafo pida permiso para empezar. La idea
genial del libro de Machado de Assis de presentar unas memorias escritas por
alguien que está muerto, añade un efecto adicional a esta preocupación habitual
por lo que el lector pueda pensar. De esta forma, el autobiógrafo puede
declarar que a él no le preocupa.
Pero de hecho,
escribir desde más allá de la tumba no exime al narrador de su visible
inquietud por la recepción de su obra. Una disimulada ansiedad está contenida
en la propia forma y en la característica velocidad del libro. Está en el modo
en que la narración se corta y se monta, en los ritmos de arranque y parada:
ciento sesenta capítulos, algunos de tan sólo dos frases y pocos más largos de
dos páginas. Está en las divertidas instrucciones, puestas normalmente al
principio o al final de los capítulos, para lograr el mejor uso del texto:
«Este capítulo ha de ser insertado entre las dos primeras frases del capítulo
129»; «Dése cuenta, por favor, de que este capítulo no intenta ser profundo»;
«Pero no nos dejemos envolver por la psicología»; etc. Está en el modo irónico
con que trata los recursos y métodos del libro, en el repetido rechazo a
satisfacer el deseo de emociones del lector: «Me gustan los capítulos
divertidos». Pedirle al lector que se entregue a la inclinación del narrador
por la frivolidad es una estratagema propia del seductor, como también lo es
prometerle emociones fuertes y nuevos acontecimientos. La empalagosa
preocupación del autobiógrafo por la precisión de sus procedimientos narrativos
es una parodia de su enérgica autoexibición como autor.
La técnica
principal que controla la corriente emocional de este libro es la digresión. El
narrador, con la cabeza llena de literatura, se muestra proclive a las
descripciones bien resueltas –de las que se suelen aplaudir bajo la etiqueta de
realismo– que muestran cómo los sentimientos intensos persisten, cambian,
evolucionan y remiten. También se expresa comprensiblemente sobre tales
problemas mediante las dimensiones de la narración: la división en episodios
cortos; los puntos de vista irónicos, didácticos. Esta voz peculiarmente feroz,
abiertamente desencantada (¿pero qué otra voz podría esperarse de un narrador
que dice estar muerto?) nunca relata un hecho sin extraer de él alguna lección.
El capítulo 133 empieza pidiendo la indulgencia del lector, preocupándose por
su atención (¿El lector lo capta?, ¿Se divierte?, ¿Se está aburriendo?), el
autobiógrafo interrumpe continuamente su historia para invocar una teoría que
la ilustre, para formular una opinión sobre ella, como si tales recursos fueran
necesarios para hacer la historia más interesante. La existencia del
privilegiado y orgulloso Blas Cubas es espantosamente monótona, como suele
acontecer en tales vidas; los acontecimientos más importantes son los que no
sucedieron o los que fueron juzgados decepcionantes. Una gran cantidad de
opiniones ingeniosas manifiestan la pobreza emocional de la vida, mostrándose
el narrador como si quisiera rehuir conclusiones que podía extraer de otra
forma. El recurso a la digresión genera gran parte del humor del libro,
comenzando por la misma disparidad entre la vida descrita (modesta en
acontecimientos, sutilmente articulada) y las teorías invocadas (portentosas y
obtusas). La vida y las opiniones de Tristram Shandy es, desde
luego, el modelo principal de estos sabrosos manejos de la conciencia del
lector . El empleo de capítulos cortos y también algunos de los trucos
tipográficos, como en el capítulo 55 («El venerable diálogo de Adán y Eva») y
el capítulo 139 («Cómo no llegué a ser Ministro de Estado») recuerdan los
caprichosos ritmos narrativos y el ingenio plástico de Tristram Shandy.
Que Blas Cubas empiece su historia después de su muerte de igual forma que
Tristram Shandy empieza la historia de su toma de conciencia antes de haber
nacido (en el momento de su concepción) parece, también, un homenaje a Sterne
por parte de Machado de Assis.
No debe
sorprendemos la influencia que Tristram Shandy, publicado por entregas entre
1759 y 1767, ejerció sobre un escritor nacido en Brasil. Mientras los libros de
Sterne –tan celebrados en vida del autor y aún algo después– eran calificados
en Inglaterra de demasiado inusuales y a veces indecentes e incluso aburridos,
continuaban en cambio siendo enormemente admirados en el Continente. En el
mundo de habla inglesa, donde en nuestro siglo Sterne ha obtenido de nuevo un
reconocimiento generalizado, todavía se le considera como un ultraexcéntrico,
un genio marginal (como Blake) cuya mayor notoriedad se debe a ser prematura y
misteriosamente moderno. Sin embargo, considerado desde la perspectiva de la
literatura mundial, Sterne puede ser el escritor de habla inglesa que, después
de Shakespeare y Dickens, ha producido una influencia mayor; que Nietzsche
dijera que su novela favorita era Tristram Shandy no es, en
absoluto, un juicio tan original como puede parecer. Sterne ha tenido una
presencia especialmente poderosa en la literatura de las lenguas eslavas, como
se refleja en la importancia del ejemplo de Tristram Shandy en
las teorías de Shklovski y otros formalistas rusos desde los años veinte. Tal
vez, la razón de que durante décadas haya surgido tanta prosa relevante de la
Europa central y del Este, así como de América Latina, no sólo está en que sus
escritores hayan sufrido monstraosas tiranías, y por tanto hayan dispuesto de
una temática trascendente y susceptible de ser tratada con ironía (como muchos
escritores de Europa Occidental y de los Estados Unidos han reconocido con
envidia), sino también en que aquéllas son las partes del mundo donde, durante
más de un siglo, el autor de Tristram Shandy ha sido el más
admirado.
La novela de
Machado de Assis pertenece a esa tradición de narrativa burlesca –la locuacidad
de una voz en primera persona tratando de reconciliarse con los lectores–que va
desde Sterne hasta, en nuestro propio siglo, l am a Cat, de Natsume
Soseki, las narraciones de Robert Walser, La conciencia de Zeno y Senilidad de
Svevo, Una soledad demasiado ruidosa de Hrabal y mucho de
Beckett. Encontramos una y otra vez, de diferentes maneras, al charlatán
tortuoso, compulsivamente especulativo; narrador excéntrico, solitario (por
gusto o por vocación); proclive a fútiles obsesiones, iniciativas y teorías
fantasiosas pintadas cómicamente; a menudo un autodidacta; no exactamente un
maniático; aunque algunas veces arrastrado por la lujuria, y al menos una vez
por el amor, es incapaz de aparejarse; normalmente de edad; invariablemente
varón. (No es probable que ninguna mujer pueda conseguir la simpatía que estos
jocosos narradores, absortos en sí mismos, reclaman de nosotros, a causa de las
expectativas existentes de que las mujeres deben ser más comprensivas y más
fácilmente comprendidas que los hombres; una mujer con el mismo grado de
agudeza mental e independencia emocional sería considerada simplemente como un
monstruo). El hipocondríaco Blas Cubas de Machado de Assis es considerablemente
menos exuberante que el atolondrado y efusivo charlatán Tristram Shandy de
Sterne. Hay poca distancia entre la mordacidad del narrador de Machado, con su
afectada superioridad hacia la historia de su propia vida, y la desazón
característica de la mayor parte de las novelas autobiográficas recientes. Y la
falta de argumento puede ser intrínseca al género –la novela como monólogo
autobiográfico– como lo es el aislamiento de la voz narrativa. En este aspecto,
el antihéroe post-Sterniano Blas Cubas parodia al protagonista de las grandes
autobiografías, siempre soltero por naturaleza, no sólo por la fuerza de las
circunstancias. Casi podríamos decir que ésta es la medida de la ambición de
una narración autobiográfica: el narrador debe ser –o debe ser pensado como– un
solitario, por supuesto sin esposa, aunque ésta exista; su vida, en lo más
profundo, debe estar completamente despoblada. (Así, éxitos recientes de
autobiografías a modo de novela, como Sleepless Nigths, de
Elizabeth Hardwick y The Enigma of Arrival, de V. S. Naipaul hacen
caso omiso de las esposas, aunque en realidad ellas existían). Tal como el
aislamiento de Blas Cubas parodia una soledad elegida o emblemática, la quiebra
de la misma gracias a la capacidad de comprenderse a sí mismo es también, a
pesar de su seguridad y agudeza, la parodia de esta misma comprensión.
Las seducciones
que tal narrativa ejerce son complejas. El narrador confiesa estar preocupado
por el lector (por si éste le comprende), entretanto, el lector puede estar
preguntándose acerca del narrador, inquiriendo si éste se da cuenta de todas
las implicaciones de lo que está diciendo. Un despliegue de agilidad mental e
inventiva proyectado para divertir al lector refleja intencionadamente la
viveza de la mente del narrador y expresa, en gran manera, cuán emocionalmente
aislado y desamparado éste se encuentra.
Bien a las
claras, la novela de Machado es el libro de una vida. Sin embargo, a pesar de
las dotes del narrador para hacer un retrato social y psicológico, sigue
constituyendo un recorrido por el interior de la mente de alguien. Otro de los
modelos de Machado fue un maravilloso libro de Xavier de Maistre, un
aristócrata francés expatriado (vivió la mayor parte de su larga vida en
Rusia), que inventó el microviaje literario con su Viaje alrededor de
mi habitación, escrito en 1794, cuando estuvo en prisión a consecuencia de
un duelo, y que cuenta sus visitas en diagonal o haciendo zig-zag a sitios tan
divertidos como el sillón, el escritorio o la cama. Un confinamiento, mental o
físico, no reconocido como tal, puede dar lugar tanto a una historia muy
divertida como a otra cargada de tintes trágicos.
Al principio,
en un rasgo de agudeza del autor que graciosamente incluye al lector, Machado
de Assis hace que su Machado de Assis narrador explique los modelos literarios
del siglo XVIII, de su narrativa, con la siguiente advertencia pesimista:
En verdad, se
trata de una obra difusa, en la cual yo. Blas Cubas, si adopté la forma libre
de un Sterne o de un Xavier de Maistre, no sé si le añadí algunas
impertinencias pesimistas. Puede ser, Obra de finado. La escribí con la pluma
del escarnio y la tinta de la melancolía, y no es difícil prever qué cosa podrá
salir de tal connubio.
Aunque está
modulado por el capricho, a lo largo del libro se extiende una vena de
verdadera misantropía. Si Blas Cubas no es otro de esos solterones reprimidos,
disecados, inútiles conocedores de sí mismos que existen sólo para los ojos de
lectores cabales, es a causa de esa ira que, al final del libro, será total,
dolorosa, amarga, inquietante.
El tono
bromista de Sterne es ligero. Es una forma cómica, aunque extremadamente
agitada, de establecer amistad con el lector. En el siglo XIX esta forma de
digresión, esta palabrería, este gusto por las pequeñas teorías, estas piruetas
al pasar de una forma narrativa a otra, toman matices más oscuros. Se llega a
identificar con la hipocondría, con el tedio erótico, con el descontento de sí
mismo (el patológicamente voluble hombre del subsuelo de Dostoyevski), con la
angustia mental aguda (el narrador histérico, trastornado por la injusticia,
del Max Havellar de Multatuli). Parlotear de modo obsesivo y
repetitivo solía ser invariablemente un recurso de la comedia. (Piénsese en los
plebeyos gruñones de Shakespeare, como el portero de Macbeth; piénsese en Mr.
Pickwick, entre otras creaciones de Dickens). Este uso cómico de la
charlatanería no desaparece. Joyce la usó con espíritu rabelaisiano, como
vehículo de hipérbola cómica, y Gertrude Stein, campeona de la escritura
excesiva, convirtió los tics del egotismo y la reiteración en el uso de las
frases en una afable voz cómica de gran originalidad. Pero la mayoría de los
prolijos narradores en primera persona en la ambiciosa literatura de este siglo
han sido decididamente misántropos. La charlatanería se identifica con la
perniciosa y afligida monotonía propia de la senilidad (los monólogos en prosa
de Beckett que se presentan como novelas) y con la paranoia y la rabia persistente
(las novelas y dramas de Thomas Bernhard). ¿Quién no descubre la desesperación
detrás de las locuaces y animadas divagaciones de Robert Walser y de las voces
peculiarmente eruditas y zumbonas en los relatos de Donald Barthelme?
Los narradores
de Beckett casi siempre tratan, y no siempre con éxito, de imaginarse muertos a
sí mismos. Blas Cubas no tiene ese problema. Pero Machado de Assis quería ser,
y lo es, divertido. No hay nada morboso acerca de la consciència de su narrador
póstumo; al contrario, la perspectiva de máxima consciencia -que es lo que
ingeniosamente un narrador póstumo puede pretender- es una perspectiva cómica.
Desde donde Blas Cubas está escribiendo no es exactamente el más allá (porque
carece de geografía), sino desde el territorio de la libertad creativa. La
narrativa festiva neosterniana de estas memorias de un hombre decepcionado no
surgen de la exuberancia de Sterne ni de su vigor. Son una especie de antídoto,
una reacción ante la depresión del narrador: una forma de dominar el desaliento
considerablemente más específica que el «gran remedio, una escayola
antimelancolía, pensada para mitigar la tristeza de la humanidad», que el
narrador fantasea haber inventado. La vida administra sus duras lecciones, pero
uno puede escribir como quiera: es una forma de libertad.
Machado de
Assis tenía sólo cuarenta y un años cuando publicó estos recuerdos de un hombre
muerto a los sesenta y cuatro, como nos enteramos al principio del libro
(Machado nació en 1839; sitúa a su personaje, Blas Cubas, el autobiógrafo
póstumo, en una generación anterior nacida en 1805). La novela, como ejercicio
de imaginación de una edad posterior, es una aventura a la que continuamente
son arrastrados los escritores de temperamento melancólico. Al final de mi veintena,
escribí mi primera novela, El benefactor, que pretende narrar los
recuerdos de un hombre entonces en los sesenta, un rentista diletante y
fantasioso que anuncia al principio del libro haber alcanzado el puerto de la
serenidad, donde, acabada toda experiencia, puede reflexionar sobre su vida.
Las pocas referencias literarias conscientes en mi mente eran principalmente
francesas, sobre todo Cándido y las Meditaciones de
Descartes. Creía estar escribiendo una sátira sobre el optimismo y sobre
ciertas ideas queridas (por mí) acerca de la vida interior, y de una
espiritualidad de inspiración religiosa. (Lo que inconscientemente estaba
sucediendo, me doy cuenta ahora, era otra historia). Cuando tuve la buena
fortuna de que El benefactor fuera aceptado por el primer
editor al que se lo ofrecí –Farrar & Straus– tuve además la buena suerte de
que me asignaran como redactor a Cecil Hemley, quien en 1952, en su anterior
cargo como director de Noonday Press (recientemente adquirida por mi nuevo
editor) había publicado la traducción (por William L. Grossman) de la novela de
Machado que realmente catapultó al éxito la carrera del libro en inglés. En
nuestro primer encuentro Hemley me dijo, con convicción: «ya veo que ha sido
influida por Memorias póstumas de Blas Cubas«. «¿Memorias de
quién?» «Ya sabe, por Machado de Assis». «¿Quién?». Me prestó su ejemplar y
varios días después me declaré a mi misma retroactivamente influida.
Aunque desde
entonces he leído traducidas muchas cosas de Machado, este libro –la primera
de sus últimas cinco novelas (vivió veintiocho años después de escribirías),
generalmente considerada como la cumbre de su genio– sigue siendo mi favorito.
Es, según me han dicho, el que a menudo prefieren los no brasileños, aunque los
críticos generalmente escogen Don Casmurro (1899). Estoy
asombrada de que un escritor de tal magnitud no ocupe todavía el lugar que
merece. Hasta cierto punto, el relativo olvido de Machado fuera de Brasil puede
ser menos misterioso que el de otro escritor de genio al que el eurocentrismo
de la literatura mundial ha marginado: Natsume Soseki. Seguramente
Machado hubiera sido mejor conocido si no hubiese sido brasileño y pasado toda
su vida en Rio de Janeiro; si se hubiese tratado, digamos, de un italiano o un
ruso. O incluso de un portugués. Pero el inconveniente no es simplemente que
Machado no sea un escritor europeo. Aún más notable que su ausencia de la
escena de la literatura mundial es que ha sido muy poco conocido y leído en el
resto de América Latina, como si fuera todavía duro de digerir el hecho de que
el mayor autor surgido en ella escribiera en portugués, en lugar de hacerlo en
lengua española. Brasil puede ser el país más grande del continente (y, en el
siglo XIX, Rio la ciudad más importante) pero siempre ha sido un país
desconocido, considerado por el resto de América del Sur –la América
hispanohablantev con una gran dosis de condescendencia e incluso de racismo. Es
mucho más probable que un escritor de uno de estos países sepa algo de las
literaturas europeas o de la literatura en inglés que de la literatura de
Brasil. En cambio, los escritores brasileños conocen perfectamente la
literatura hispanoamericana. Borges, el segundo escritor en importancia salido
de este continente, parece no haber leído nunca a Machado de Assis. De hecho,
Machado es aún peor conocido entre los lectores de la lengua española que los
que lo leen en inglés. Memorias de Blas Cubas no fue traducido
al español hasta el mil novecientos sesenta y tantos, unos ochenta años después
de que fuera escrito y una década más tarde de que fuera traducido (dos veces)
al inglés.
Con suficiente
tiempo, con la posteridad por delante, un gran libro encuentra su legítimo
lugar, y quizás algunos necesitan ser redescubiertos una y otra vez. Memorias es
probablemente uno de esos libros sensacionalmente originales, radicalmente
escépticos, que siempre impresionarán a los lectores con la fuerza del
descubrimiento personal. No es ningún cumplido decir que esta novela, escrita
hace más de un siglo, parece moderna. ¿Acaso no es cierto que cualquier obra
que nos hable con una originalidad y lucidez que somos capaces de reconocer es
la que queremos inscribir en lo que entendemos por modernidad? Nuestros
criterios de modernidad son un sistema de ilusiones halagadoras que nos permite
colonizar el pasado selectivamente, como lo son nuestras ideas acerca de lo
provinciano. Con ellas, ciertas partes del mundo perdonan al resto. Estar
muerto puede representar un punto de vista al que no se puede acusar de
provincianismo. Seguramente Memorias póstimas de Blas Cubas es
uno de los libros más entretenidamente no provincianos jamás escrito. Y amar
este libro es convertirse en un poco menos provinciano en lo tocante a la
literatura.
Artículo publicado en Quimera 100, noviembre 1990.
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