No se trata de reducir impuestos a todo el mundo, sino de que la totalidad de los contribuyentes paguemos la reducción de impuestos de los más ricos. Es, sin más, una transferencia de rentas de abajo arriba¿Quién paga los impuestos que perdonamos a los ricos?
El pasado septiembre el PP volvió a presentar en el Senado una proposición de ley para la eliminación completa en toda España del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Es un empeño sobre el que la derecha vuelve cada cierto tiempo y que ha convertido en una de sus principales banderas, si bien en esta ocasión con la novedad de que la mayoría de que goza en la Cámara Baja le podría permitir que la iniciativa llegase al Congreso, en donde no sería improbable que dos de los grupos nacionalistas tradicionalmente favorables a la supresión de este gravamen, Junts y el PNV, la votaran a favor.
Si
tal cosa sucediera, alguna pregunta ingrata debería formularse tal vez el
Gobierno acerca de sus alianzas.
Sea
como fuere, diciembre ha dejado aún abierta la disputa procedimental con el
Consejo de Ministros, que pretende que la iniciativa no sea tomada en
consideración habida cuenta de que, según dispone el artículo 134.6 de la
Constitución, su coste presupuestario exige para su tramitación la conformidad
del Gobierno, que no ha sido prestada.
Nos
debería asombrar la vehemencia y persistencia de esta disputa si nos fijáramos
en exclusiva en el escaso peso cuantitativo que en el conjunto de ingresos
fiscales del Estado alcanzan los dos tributos directos cedidos a las
Comunidades recurrentemente cuestionados, el de Sucesiones y Donaciones y el de
Patrimonio. De manera muy significativa, en cambio, el de Transmisiones
Patrimoniales, impuesto indirecto que grava determinadas operaciones entre
particulares, no parece estorbar a nadie. De hecho, tan parva cuantía es uno de
los argumentos esgrimidos por el PP para su supresión. Y cierto es que no
supondría un quebranto irreparable para las arcas públicas dejar de cobrarlo,
pero, por el mismo motivo, y dado que ambos gravan principalmente los más
elevados patrimonios, podría argüirse que no parece que su existencia resulte
tan asfixiante.
Sin
duda, el grueso de modificaciones de una reforma estructural de nuestro sistema
tributario que permitiera lograr financiación suficiente para los servicios
públicos y una mayor justicia social habría de afectar a los grandes impuestos:
el IRPF, en el que habría que caminar hacia la desaparición de la tributación
privilegiada de las rentas de capital sobre los rendimientos de trabajo, el
IVA, cuyo volumen de fraude sigue siendo alarmante, y el Impuesto sobre
Sociedades.
Se
ha de añadir, no obstante, que los dos tributos polémicos cumplen funciones
estratégicas en el sistema diferentes de la meramente recaudatoria, lo que
eleva su trascendencia por encima de los ingresos que propicien. Con el de
Patrimonio se persigue captar parte de las plusvalías latentes que genera el capital
y que eluden la tributación, desempeña una función de censo de la riqueza, en
tanto que fuente de renta, y adecuadamente gestionado posee la capacidad de
estimular un uso de la propiedad más productivo y provechoso para el conjunto
de la sociedad, en concordancia con el mandato de los artículos 33.2 y 128.1 de
la Constitución. El de Sucesiones y Donaciones busca que no se perpetúen y
ensanchen generación tras generación las desigualdades de riqueza hasta el
punto de convertirse en un lastre para la prosperidad general.
En
el desempeño de estas funciones ejercen como figuras auxiliares del Impuesto
sobre la Renta, alcanzando a donde éste no llega y armando junto a él la triada
que constituye la columna vertebral de la progresividad del conjunto del ordenamiento
tributario. Ésa es y no otra la razón de la ira que provocan en las élites
económicas, a las que jamás se les despintó que vivimos en una sociedad de
clases.
Sus
posibilidades han vuelto a ser explicadas en estos años de forma documentada y
pedagógica por el economista Thomas Piketty, pero en realidad, mucho antes de
que el autor de Capital e ideología lo
hiciese, ya se encontraban perfectamente plasmadas en el documento económico de
los Pactos de la Moncloa y en las exposiciones de motivos y las presentaciones
de la reforma fiscal impulsada por UCD en 1977 que respaldó la práctica
totalidad de partidos políticos, incluidos quienes hoy aspiran a su
eliminación.
Pero
hay dos aspectos derivados de la propuesta principal en la proposición de ley
del PP que arrojan una inesperada luz sobre el fondo que se debate.
Del
primero hablé en un artículo publicado
por este mismo medio hace ya más de cuatro años (‘La paradoja del Impuesto de
Sucesiones: suprimirlo podría obligar a los herederos a pagar mucho más’).
Efectivamente, si las ganancias patrimoniales obtenidas a título gratuito
(herencias, legados, donaciones o determinadas prestaciones de seguros de vida)
no son gravadas por un impuesto específico, pasarán a tributar de manera
natural por el IRPF, cuyo hecho imponible es la totalidad de las rentas
obtenidas en todo el mundo por las personas físicas. Las ganancias
patrimoniales se configuran como una de las cuatro fuentes de renta y no hay
razón alguna para que las que se obtienen a título oneroso (la ganancia
obtenida al vender nuestra casa, por ejemplo) y algunas de las gratuitas (como
los premios) sí se graven y no se haga con las provenientes de herencia o
donación.
La
vigente ley de renta las declara no sujetas porque ya lo están a un impuesto
específico, que por cierto ofrece a estas ganancias un tratamiento bastante
menos oneroso del que recibirían del IRPF. Pero si el impuesto específico deja
de existir, quedarán sujetas en la medida en que se encuadran en el hecho
imponible del tributo general.
Naturalmente
esto es algo que en el PP saben. Por ello en su proposición de ley incluyen
sendas disposiciones finales que declaran expresamente no sujetas al IRPF y al
IRNR (el de renta de no residentes) las ganancias obtenidas por herencia,
legado, donación o seguros de vida no contratados por su beneficiario.
Ahora
interesa reparar en lo que esto significa.
Queda
desmontada la pertinaz patraña de la doble imposición. Pues, en efecto, se
trata de rentas que no habían sido gravadas con anterioridad (con independencia
de lo que por ellas pudieron pagar otros contribuyentes) y que, en ausencia de
un gravamen específico, han de tributar en IRPF como cualquier otra renta. Y
para que esto no suceda la ley ha de hacer una excepción expresa. En mi opinión
ni siquiera es técnicamente correcta para el caso la figura de la no sujeción.
Para lograr con rigor jurídico lo que el PP pretende la figura adecuada es la
exención, con la que se deja fuera de tributación hechos o negocios que entran
en la definición del hecho imponible del tributo, pero a los que, por la razón
que sea, social o de otro tipo, se exime de pago.
Y
es que ante un privilegio estaríamos a mi juicio contra el principio de
igualdad ordenado por el artículo 31.1 de la Constitución para esta materia.
¿Qué razón y de qué índole justifica que una persona que reciba por herencia,
donación o legado más de cuatro millones de euros, pongamos por caso, no
contribuya ni con un céntimo al bien común y quien gane apenas 25.000 euros al
año gracias a su trabajo deba pagar más de 2.000 euros? Aún más, ¿dónde queda
la dichosa aspiración a una sociedad meritocrática que los promotores de estos
cambios fiscales enarbolan cuando, de todas las rentas, son precisamente
aquellas que se logran sin coste las que se quieren excluir de contribución?
Y
hay un segundo aspecto de interés.
El
PP propone que las Comunidades Autónomas sean compensadas por el Estado por la
pérdida de ingresos, unos 2.800 millones de euros, que la desaparición del
tributo implicaría. La compensación debería mantenerse hasta que se reformara
el sistema de financiación autonómico, se entiende que para establecer alguna
fuente sustitutiva de recursos.
Habría
que apuntar que si tan pobre es la recaudación obtenida como el mismo PP
asegura para fundamentar su propuesta, tampoco debería ser muy preocupante para
las Comunidades el menoscabo. Pero lo más importante es preguntarse de dónde
saldrían los 2.800 millones de euros de compensación. Naturalmente, de la
aportación fiscal de toda la sociedad.
Y
éste es el fondo de la cuestión. De esto se hablaba desde el principio, aunque
quedase velado por la retórica. No se trata de reducir impuestos a todo el
mundo, sino de que la totalidad de los contribuyentes paguemos la reducción de
impuestos de los más ricos. Es, sin más, una transferencia de rentas de abajo
arriba. En el fondo, esto ocurriría también si la pérdida de ingresos se
saldara con un empeoramiento de servicios públicos, pero que en esta ocasión se
especifique quién correrá con el coste de la fiesta nos lo hace ver con una
claridad digna de agradecer.
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