lunes, 10 de noviembre de 2025

Tensión en África

 

Mientras China construye, Occidente explota. Es una visión tal vez demasiado ingenua, pero tiene algo –incluso bastante– de verdad. Así es como lo ven la mayoría de países africanos. Y tiene consecuencias.


Tensión en África

 

Mohamed Lamine Kaba

El Viejo Topo

10 noviembre, 2025



 TENSIONES SINO-ESTADOUNIDENSES EN ÁFRICA:  POLICENTRISMO ECONÓMICO Y MULTIPOLARIDAD EMERGENTE

 

Durante veinte años, el continente africano se ha convertido en un escenario estratégico clave en la rivalidad entre dos potencias mundiales: Estados Unidos, por un lado, y China, por el otro. Este conflicto ya no se limita a la mera competencia económica. Encarna una convulsión geopolítica, un desafío a la hegemonía occidental e, implícitamente, una lógica multipolar en la que China está constantemente inmersa, mientras que Estados Unidos se presenta cada vez más como un actor agotado y cauto. En todo el continente africano, las relaciones entre China y Estados Unidos se polarizan cada vez más, revelando una dinámica en la que Washington parece cada vez más débil. Este análisis busca demostrar cómo la fuerte implicación de China en África —infraestructura, comercio, alianzas estratégicas— está alterando el orden africano y mundial, y por qué Washington y sus embajadores en Europa y la OTAN están descontentos con esta situación.

Fue en el año 2000 cuando Pekín sentó las bases con el Foro de Cooperación China-África ( FOCAC ), un verdadero marco diplomático para una presencia económica y diplomática destinada a transformar el continente. Trece años después, en 2013, Xi Jinping lanzó la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI), un proyecto global que, lejos de las abstracciones occidentales, se basa en resultados tangibles: carreteras, ferrocarriles, puertos, centrales eléctricas, redes digitales y zonas industriales. Estos proyectos visibles y cuantificables están rediseñando el mapa del comercio mundial y transformando la jerarquía de dependencias. Por otro lado, Washington, prisionero de sus rutinas diplomáticas, responde con acuerdos comerciales obsoletos como la AGOA  y  discursos moralizantes vacíos de contenido.

El punto de inflexión estratégico se produjo en 2017, cuando China  inauguró  su primera base militar en Yibuti. Esta instalación, ubicada a pocos kilómetros de la base estadounidense, simbolizó un cambio histórico: por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, una potencia no occidental reivindicó abiertamente su presencia militar en África. Pekín y Yibuti afirmaron que deseaban proteger sus rutas marítimas e intereses económicos comunes, mientras que Washington lo interpretó como una amenaza sistémica que se materializaba para su influencia regional. A partir de ese momento, la rivalidad sino-estadounidense trascendió el ámbito económico para convertirse en una contienda plenamente geopolítica.

Sin embargo, lo que distingue a China no es solo su capacidad de construcción, sino también su filosofía de acción. Mientras que Estados Unidos predica la democracia a cambio de su ayuda, China promueve el principio de no injerencia. Mientras que Washington condiciona su financiación a reformas «estructurales» a menudo destructivas, Pekín financia primero y debate después. Esta diferencia de enfoque, lejos de ser anecdótica, está alterando el equilibrio de poder: los gobiernos africanos, cansados ​​del paternalismo de sus socios occidentales, ahora prefieren una cooperación sin prejuicios. Pekín trata a los estados africanos como socios soberanos, no como alumnos indisciplinados a los que corregir.

China está construyendo ferrocarriles electrificados, como la línea Addis Abeba-Yibuti, puertos ultramodernos como Doraleh, centrales hidroeléctricas en Uganda y Etiopía y, sobre todo, dotando al continente de infraestructura digital y espacial. Desde 2022, ha firmado más de veinte acuerdos espaciales bilaterales, construido una  fábrica de satélites  en Egipto e implementando una cooperación científica antes impensable para muchos países africanos. Mientras tanto, Washington lidia con sus contradicciones: recortes en su presupuesto de ayuda al desarrollo, retórica vacía sobre «valores universales» y una incapacidad crónica para ofrecer alternativas concretas a la Iniciativa de la Franja y la Ruta.

Peor aún, en lugar de competir con creatividad, Estados Unidos responde con castigos. En 2025, impuso aranceles punitivos a varios estados africanos bajo el pretexto del «comercio justo», mientras que China, en un gesto diplomático contundente, eliminó los aranceles de casi todos los productos africanos. Este contraste tan elocuente expone la hipocresía de un Washington que se proclama defensor de la libertad, pero se aferra a sus privilegios comerciales castigando a quienes se emancipan. Los africanos, por su parte, no se dejan engañar: entre una potencia que construye carreteras y otra que erige barreras, la elección resulta completamente natural.

En última instancia, esta rivalidad revela dos visiones irreconciliables de la globalización. China aboga por una globalización infraestructural, inclusiva y multipolar, en la que cada Estado, independientemente de su tamaño, puede ejercer influencia mediante la cooperación. Estados Unidos, por su parte, busca preservar una globalización jerárquica, controlada por las mismas instituciones —el FMI, el Banco Mundial, la OTAN— que durante mucho tiempo han usurpado la soberanía del Sur. En otras palabras, Pekín habla de colaboración, mientras que Washington habla de alineación. La diferencia no es meramente semántica: es una cuestión de civilización.

Por su parte, África ya no es el «continente sin destino» que describían los estrategas de antaño. Sus tierras son ricas en minerales cruciales para el siglo XXI —cobalto, litio, cobre— esenciales para la revolución verde y las nuevas tecnologías. Al posicionarse con antelación, China se ha asegurado una ventaja industrial decisiva, mientras que Estados Unidos, cegado por su arrogancia, descubre demasiado tarde que ha perdido el control de cadenas de suministro esenciales y su monopolio sobre las iniciativas estratégicas. De ahí el frenesí de Washington, que multiplica las iniciativas tardías  —corredores ferroviarios , promesas de colaboración, cumbres simbólicas— sin lograr convencer ni competir eficazmente con Pekín.

En realidad, Pekín no solo está revitalizando la economía africana, sino que está transformando radicalmente el orden mundial. Al presentar la cooperación sino-africana como un modelo de emancipación, China está desarmando ideológicamente a Estados Unidos. Está demostrando que es posible existir fuera de la tutela occidental, lograr el desarrollo sin recurrir a las directrices del FMI. Esta realidad, insoportable para Washington, marca el fin de un mito: el de una América indispensable, el centro de gravedad del llamado mundo «libre». De ahora en adelante, las capitales africanas se vuelven hacia Pekín, Moscú, Ankara, Riad o Nueva Delhi; en resumen, hacia el resto del mundo, y Washington ya no es un actor más entre otros, sino uno marginado.

Estados Unidos, acostumbrado a imponerse, nunca ha sido capaz de cooperar en igualdad de condiciones. Su modelo está agotado, su influencia se desmorona y su retórica suena vacía. Siguen hablando como amos cuando no son más que rivales. Su obsesión antichina no es señal de fortaleza, sino de angustia existencial. Mientras predican, China construye. Mientras imponen sanciones, China invierte. Y mientras amenazan, China persuade. Esta diferencia de ritmo, tono y visión explica por qué, hoy, la batalla por la influencia en África se inclina claramente a favor de Pekín.

Pero más allá de los gigantes, lo esencial permanece: África misma. Es África, al diversificar sus alianzas, la que está transformando la presencia de China en un motor de soberanía y modernización. Pekín, mediante su enfoque basado en el respeto mutuo y la cooperación mutuamente beneficiosa, ofrece a los estados africanos la oportunidad de negociar en igualdad de condiciones y asegurar alianzas que aporten conocimientos especializados, tecnologías e infraestructura sostenible. Al aprovechar esta dinámica, el continente no solo puede beneficiarse de la competencia internacional, sino, sobre todo, acelerar su propio desarrollo dentro de un marco de equilibrio, respeto y beneficio mutuo. Si China marca el camino, le corresponde a África elegir la dirección.

En conclusión, ante la cruda realidad del mundo contemporáneo, África ya no es un mero telón de fondo, sino el eje de una reconfiguración global. China, pragmática y paciente, se erige como constructora de la realidad; Estados Unidos, arrogante y nostálgico, se revela como el sepulturero de un orden que ya no comprende. Y es quizás allí, en esta tierra largamente explotada, donde se desarrolla el fin de un mundo —el de la unipolaridad— y el nacimiento de otro: el de un equilibrio en el que Occidente ya no es el centro, sino una periferia más entre otras.

Y en cuanto al aspecto impactante, así como África se está desvinculando progresivamente de la influencia francesa, tarde o temprano también terminará liberándose de la tutela estadounidense.

Mohamed Lamine Kaba es sociólogo y experto en geopolítica de la gobernanza y la integración regional en el Instituto de Gobernanza, Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Panafricana.

Fuente: chinabeyondthewall.org

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