Pensar y actuar desde el
marxismo hoy
Marxismo
y política: un mapa de la crisis de la estrategia revolucionaria en Occidente
Brais Fernández
Vientosur/Número 165/Agosto 2019
“Una acertada teoría revolucionaria solo se forma de manera
definitiva en estrecha conexión con la experiencia práctica de un movimiento
verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario” (Lenin).
En 1976, Perry Anderson publicaba su ya mítico Consideraciones sobre el marxismo occidental. Es un libro corto, pero que ha sobrevivido lleno de fuerza porque la
tesis que esbozaba captaba una tendencia de fondo producto de la lucha
política. Repasando a los marxistas más influyentes del pre y pos-68,
llega a la conclusión de que la problemática del marxismo se había desplazado desde
los problemas de la estrategia revolucionaria
o la economía política hacia cuestiones
filosóficas más vinculadas a ciertos debates académicos que al movimiento obrero. En
Anderson no hay ningún tipo de reproche moral antiintelectualista. Para
el pensador británico se trataba de pensar las causas de ese
desplazamiento. Además de poner encima de la mesa el rol liberticida del
estalinismo, que obligaba a los marxistas
occidentales a sublimar su voluntad polémica sin
entrar en discusión con las direcciones de los partidos comunistas
oficiales, Anderson conectaba el problema con la aparición de un nuevo
tipo de marxista, que ya no era dirigente político. Esto es, la
aparición de una teoría autonomizada de la praxis, que si bien permitía nuevos desarrollos temáticos antes
desconocidos para el marxismo, también implicaba una crisis de la
estrategia como elemento central a la hora de relacionar la teoría con la
práctica.
Aunque Anderson se exculpaba en su libro por no poder tratar
otros temas, su tesis no podía prever todavía lo que pasó después. Aunque
Anderson mencionaba a cierto trotskismo como el último intento de mantener
abierta y suturada la relación entre teoría y práctica, lo cierto es que
aquella década supuso un intento de reabrir ciertos debates relacionados con la
estrategia. La tesis de Anderson era correcta en lo fundamental (desconexión
entre los partidos tradicionales de la clase obrera y los debates teóricos): la
era de Rinascita y Toggliati había muerto para siempre.
Pero se generaron debates previos al gran colapso del debate
estratégico marxista, que anticipaban nuevos desplazamientos teóricos.
Como cuenta Gregory Elliot (2004), el propio Anderson trató
de compensar esa deficiencia en el debate estratégico convirtiendo la New Left Review en un
laboratorio de producción de estrategias. Esto generó roces con otros miembros
de la nueva izquierda, quizás por la tendencia de muchos de ellos a considerar
que la estrategia revolucionaria era un asunto de los partidos u organizaciones
políticas, no una construcción del conjunto del movimiento antagonista.
De los clásicos a la
crisis de la estrategia
La estrategia aparece como concepto y campo de elaboración específico en
la tradición marxista paralelamente a la fundación de la II Internacional.
Es obvio que ya antes el movimiento socialista había tenido
intuiciones, discusiones, destellos, que prefiguraban los futuros debates
específicos sobre estrategia. Pero la derrota de la Comuna de París abre la
necesidad de planificar la acción de masas, más allá de oscilar entre las
conspiraciones y proyectos de coup
de main de Louis Auguste Blanqui, y la
espontaneidad insurreccional que atravesó la Europa decimonónica.
No es casualidad que fuese Engels uno de los primeros en
pensar la política marxista desde un punto de vista estratégico. Desde luego,
Marx había esbozado algunas ideas en su etapa de la Nueva Gaceta Renana, el
Manifiesto Comunista y como dirigente de la Asociación Internacional de
Trabajadores, pero la combinación de cultura militar y observación del
desarrollo vivo del movimiento socialdemócrata alemán le permitió a Engels
dejar una impronta decisiva, que prefigura cierto paradigma en el campo de la
estrategia revolucionaria. Un buen ejemplo de ello es el célebre prólogo de
1895 a Las luchas de clase en Francia
de 1848 a 1850, de Karl Marx.
Lo que nos interesa ahora mismo no es centrarnos en los
debates concretos que se producen en la II Internacional, sino más bien
resaltar la forma. Si, como Fredric Jameson (2016), pensamos que la forma “guía”
al contenido, nos interesa analizar el método a través del cual los primeros marxistas
construían la estrategia, entendida como planificación de la toma del poder y
el desarrollo de una política socialista.
Cualquier propuesta estratégica comenzaba con un análisis de
la formación social, entendida como la estructuración específica que adquiría el
capitalismo en un país y un tiempo determinado. A partir de ahí, se trataba de
analizar las clases (proletariado, clases intermedias, burguesía) y pensar en
cómo organizar un proyecto independiente desde la clase obrera: el sindicato y
la cooperativa (instituciones económicas) y el partido (cerebro
político) eran las formas básicas en torno a
las cuales centralizar a la clase obrera como clase autónoma y dirigente, junto
con instituciones surgidas en los momentos revolucionarios, como los sóviets.
La forma específica de asalto al poder conocía dos variantes: la acumulación
electoral o la huelga general, pero en ninguno de los casos se creía que la
insurrección y el choque con la burguesía eran evitables.
El único que se atrevió a cuestionar este axioma fue Eduard
Bernstein, con la consecuente polémica dentro del movimiento socialista. Por
último, el Estado aparecía como un espacio bien a tomar o bien a asaltar, ya que
condensaba el poder político. Sobre esta estructuración del problema estratégico
se alzaba el cielo del horizonte socialista: la fe (en el mejor sentido de la
palabra) de los dirigentes y teóricos marxistas clásicos en la posibilidad
socialista no flaqueaba nunca, así como el profundo mesianismo que impregnaba a
los trabajadores que se organizaban y comprometían con la causa.
Es precisamente la estructuración del problema lo que
permite que la estrategia se convierta en un campo específico de la práctica teórica socialista.
Esta forma de estructurar el problema la comparten autores que, sin duda,
tenían profundas diferencias estratégicas entre ellos. Esto es, a pesar de
tener profundas diferencias en cómo ir armando la lucha política dentro de esta
estructuración del problema, Lenin, Kautsky, Rosa Luxemburg o Trotsky
compartían un paradigma, que posteriormente heredarán otros como Gramsci.
Hemos planteado esta génesis de la estrategia en la
tradición marxista no con el objeto de profundizar en los fascinantes debates
de la etapa clásica del marxismo, sino para apuntar una de las causas y efectos
de lo que Daniel Bensaïd llamó eclipse
del debate estratégico. La destrucción del
viejo movimiento obrero sobre el que se alzaba la esperanza socialista supuso la
implosión y atomización de esta forma de articulación totalizante (formación
social-clase-organizaciones-toma del poder del Estado) que estructuraba el
pensamiento político-estratégico marxista. Eso no significa que el problema de
la estrategia haya desaparecido, pero lo cierto es que ya no ocupa un lugar
central en la teoría marxista y, al calor de la ofensiva posestructuralista, se
ha dispersado en múltiples aportaciones que no han llegado a componer una nueva
articulación totalizante.
El desplazamiento
eurocomunista
A finales de los años 70 y tras el evidente reflujo de la
oleada pos-68, se producen de nuevo grandes debates estratégicos en el seno del
movimiento socialista. Algunos autores como Ernest Mandel trataron de mantener
viva la articulación estratégica del marxismo clásico (con una fuerte dimensión
internacional, como refleja su tesis de los tres sectores de la revolución
mundial: revolución obrera y estudiantil en Occidente-revoluciones
anticoloniales-revoluciones antiburocráticas en el Este), pero, a pesar de su
fuerte influencia intelectual, siempre lo hizo desde la periferia del
movimiento obrero. La respuesta de los partidos comunistas oficiales al 68 fue
muy distinta a la que proponía el
marxista belga.
Marxismo y política : un
mapa de la crisis ...
El eurocomunismo nace como respuesta a un impasse real en
el que estaban instalados los partidos comunistas oficiales, fundamentalmente en
Italia y Francia. Con organizaciones con decenas de miles de afiliados y un
entramado social poderoso (cooperativas, sindicatos, frentes culturales), comienzan
a percibir, aunque de una forma confusa, el agotamiento del paradigma de la
posguerra. El 68 los había colocado (de nuevo) como partidos que descartaban
cualquier posibilidad insurreccional o confrontación sostenida en el tiempo con
los sistemas políticos surgidos después de la II Guerra Mundial. Llegados a ese
punto, atrapados entre los nuevos y dinámicos sectores neorrevolucionarios y su
propia inercia inmovilista, el eurocomunismo aparece como una nueva estrategia
heredera del viejo frente populismo, capaz de desatascar la situación en la que
se encuentran los grandes partidos comunistas.
Aunque el eurocomunismo se presentó como un nuevo paradigma estratégico, más bien sintetizaba las prácticas ya efectivas de los
partidos, como trató de hacer Bernstein en el SPD alemán. Es decir: fidelidad fetichista
al régimen constitucional, reconocimiento de la vía electoral como única vía
posible para conquistar el poder, lealtad a los consensos de Estado, búsqueda
de alianzas con los partidos capitalistas para llegar al gobierno y, sobre
todo, una política profundamente moderada en el terreno de la transformación
económica. En la práctica, el eurocomunismo significó la socialdemocratización
de los grandes partidos surgidos de la ola revolucionaria de Octubre en
Occidente. El final es bien conocido.
El PCI acabó disuelto y transformado en ese engendro amorfo
llamado Partido Democrático, aplastado por la caída del muro y la frustración
por no llegar al poder. El Partido Comunista Francés salió escaldado de la Unión
de la Izquierda con el Partido Socialista de François Mitterrand y se replegó a
una vida identitaria, que lo ha convertido en un grupúsculo impotente.
El caso español me parece diferente. Para empezar, el
eurocomunismo aparece en los estertores de una dictadura, un contexto
completamente diferente al de las democracias consolidadas de Francia e Italia.
Carrillo, como buen contrabandista, trata de utilizar los impulsos que llegan
de Europa para alejar el fantasma de una posible insurrección a la portuguesa, tratando
de mostrarse como un aliado firme de la Transición hacia un régimen
liberal-capitalista. Por otra parte, al PCE no se le planteó nunca el problema
del gobierno, pues careció de la fuerza para ello, más allá de las
elucubraciones delirantes de su secretario general, que vio el eurocomunismo
como una vía para colarse en un gobierno de unidad nacional.
Lo paradójico es que, aunque el eurocomunismo significó
finalmente más un agotamiento estratégico que una apertura, provocó la
aparición de nuevas formulaciones que trataban de retomar el debate
estratégico.
Nos referiremos a dos: la figura de Poulantzas y la
recuperación del pensamiento de Gramsci, con sus correspondientes variaciones.
Estado, poder y socialismo Nicos
Poulantzas vivía en París y estaba vinculado al Partido Comunista del Interior Griego, de orientación
eurocomunista. Sin embargo, Poulantzas desarrolla una serie de planteamientos originales
que le llevan a proponer
una variante de izquierdas del eurocomunismo que ha tenido gran influencia en los debates estratégicos
posteriores. En concreto,
la idea fuerza de Poulantzas es que el Estado capitalista (que no burgués, pues su función es la de un
aparato sistémico del capital, herencia del estructuralismo) es una relación, es decir, una
estructura que condensa
las relaciones de fuerza entre las clases. Por lo tanto, el Estado no es una ciudadela a asaltar desde
fuera; es un nodo de relaciones que puede transformarse llevando la lucha de clases a su
interior.
El debate en torno al Estado fue central durante la década
de los 70 (el debate alemán sobre la derivación del Estado, los trabajos de
Ralph Miliband…), pero la fuerza de Poulantzas radicaba en sugerir estrategias de
transición que se correlacionaban con su análisis. Poulantzas (1979) proponía
una estrategia de doble poder a largo plazo. Es decir, asumía que la ruptura sería un proceso largo,
farragoso, incluso no revolucionario: “Estaremos entonces en una situación
caracterizada por una crisis de Estado, pero no será una crisis revolucionaria;
una izquierda en el poder, con un programa mucho más radical que el que haya
habido nunca en Italia; comprometida a aplicarlo, lo que es muy fastidioso para
algunos de sus componentes; una izquierda que aborda ya un proceso de
democratización del Estado, confrontada con una enorme movilización popular que
crea formas de democracia directa de base…” 1/.
Esta hipótesis no deja de ser sugerente y útil para pensar
la transición socialista en una democracia liberal. Sin embargo, las tesis de
Poulantzas tienen un reverso que no se puede obviar. Con sus planteamientos se
consolida, por así decirlo, el desplazamiento de la clase al Estado como sujeto
protagonista de la transformación socialista. Su insistencia en utilizar los
aparatos del Estado como palanca, unida a su análisis de la composición de
clase (restrictivo a la hora de delimitar el proletariado, amplio a la hora de
definir las clases medias, véase la crítica de Michael Lowy en Para una sociología de los intelectuales revolucionarios) tendió a reforzar la idea de que ya no era necesario poner
el foco primario en cómo organizar a la clase, sino en cómo iniciar la
transformación desde el Estado. Las réplicas que generó y el campo de discusión
que abrió (véase Laclau, Miliband) ya estaban determinadas por ese
desplazamiento.
Marxismo y política : un
mapa de la crisis ...
1/
Hay algo curioso en este planteamiento: recuerda al de
Stalin, Zinoviev y Kamenev en 1917, cuando consideraban que la forma
democrático-revolucionaria pasaba por una convivencia entre el parlamento
representativo y los sóviets, que jugarían el papel de fiscalizador y
dinamizador de esa constitución del orden político. Lenin combatió con dureza
esa posición y terminó imponiéndose la idea de que el doble poder era temporal.
La marea gramsciana
Si hay un autor recuperado en las últimas décadas para
debatir de estrategia socialista es Antonio Gramsci. Gramsci fue una figura
híbrida, de transición, y quizás esa es una de las razones por las que
despierta tanta fascinación. Podría considerarse el último marxista clásico y
el primer marxista occidental.
Es prácticamente imposible enunciar (y menos en un artículo
como este) toda la literatura gramsciana que se produce a partir de los 70. Lo interesante
desde nuestro punto de vista es que Gramsci (2007) es capaz de generar un
aparato conceptual protocomún en torno a la estrategia. Guerra de posiciones, guerra de maniobras, bloque
histórico, centro de anudamiento…
En Gramsci se encuentran una serie de
conceptos (esbozados de forma antinómica, como explica Perry Anderson (2018)
que permiten generar la sensación de que hay un camino para volver a reunificar
el lenguaje estratégico marxista.
Sin duda, el concepto de hegemonía
es el que más éxito ha tenido. En Gramsci,
hegemonía tiene dos posibles acepciones. Por una parte, trata de
pensar el modo de gobierno de las clases capitalistas. No es casualidad que emplee los
conceptos clase dominante y clases subalternas. No trata de sustituir la concepción de la clase como posición en las relaciones de producción, sino de apuntar a la forma política de dominación a través
de la cual se reproduce el capital, que no es otra que una forma de dominación
en la cual el consenso se articula con la coerción, pero integrando en la
dinámica social del poder a los que no lo tienen. Por otra parte, Gramsci
retoma la tradición leninista y emplea el concepto de hegemonía como
equivalente a dirección política. Así articula no solo una teoría del poder, sino una
propuesta de articulación estratégica a varios niveles, que incluye un príncipe (partido),
la capacidad de una clase de nuclear con una política de alianzas a diferentes
sectores sociales…
Las derivaciones gramscianas, con algunas excepciones (véase
Laclau/ Mouffe, Stuart Hall o Peter Thomas), han tendido a centrarse en la
primera acepción de hegemonía, obviando la segunda. Es decir, ha existido un claro sesgo,
una tendencia, a asumir al Gramsci marxista
occidental (crítico de la dominación) y a ignorar
al Gramsci marxista clásico (teórico y estratega comunista). Una tendencia que, sin
embargo, se ha comenzado a revertir en los últimos años a raíz de los debates
latinoamericanos o en torno a la experiencia de Podemos. Los usos de Gramsci,
sin duda, son un buen ejemplo de cómo la presencia de la autoactividad de las
masas en política determina la construcción de la teoría política (Anderson,
2016).
Ha existido un claro sesgo
a asumir al Gramsci marxista occidental y a ignorar al Gramsci marxista clásico
Bensaïd o la conservación de la estrategia Tras el fin de la URSS, la estrategia socialista pasó de la
crisis al colapso.
El marxismo autonomista, en un ejercicio que trataba de
convertir la necesidad en virtud, se lanzó a la teorización de cambiar el mundo sin tomar el poder (Holloway) o en planes de fuga frente a un capitalismo desterritorializado
(Negri). Otros, como Mario Tronti, prefirieron asumir la derrota y reflexionar
en torno a ella sin proponer más que salvaguardar los restos de la ciudadela
derrumbada.
El papel de Bensaïd es relevante en cuanto que representa
una actitud marrana frente al colapso del socialismo. Frente a la desesperación,
propone una lenta impaciencia. Frente al repliegue a las esencias o al abandono de la
tradición, propone el ejercicio de conectar la tradición clásica con las
problemáticas posmodernas. La importancia de Bensaïd (2009, 2018) se aprecia en
su capacidad de diálogo y fusión entre el nuevo pensamiento crítico (Derrida,
Deleuze), el marxismo olvidado, cálido y herético (Bloch, Benjamin) y el
paradigma estratégico del marxismo clásico. Discutiendo sin concesiones, pero
desde la apertura dialógica, con las propuestas estratégicas como el
neoproudhonismo del marxismo
autonomista o el posmo-marxismo policlasista de
Laclau/Mouffe, ha permitido la supervivencia
orgullosa de la política marxista que se
revaloriza a medida que pasa el tiempo y se constata que el colapso de la
estrategia socialista está lejos de ser superado. Al retomar, por ejemplo,
conceptos como el leninista de coyuntura, Bensaïd nos permite pensar la política como algo más que
la espera, como preparación estratégica.
Sin embargo, Bensaïd era perfectamente consciente de que sus
escritos y sus textos tenían, antes que nada, la labor de conservación de un
legado y ciertas claves para el futuro, pero no la resolución y la
reconstrucción de una nueva estrategia revolucionaria. Sus ensayos prácticos
fueron sin duda importantes (por ejemplo, su papel como animador y dirigente
del NPA), pero insuficientes como para rehacer el paradigma
estratégico marxista roto por décadas de derrota y reflujo. Siempre nos quedará
la duda de qué hubiese pasado si Bensaïd hubiera podido actualizar su estrategia al calor
del ciclo global de luchas que se abre a partir de la crisis capitalista de
2008.
El viejo camino hacia lo
nuevo
En los últimos años ha habido cierta reapertura de lo
estratégico. Sin duda, el principal laboratorio ha estado en América Latina,
con un fuerte auge y declive de las tesis populistas. Otros fenómenos
socialistas han decidido mirar más hacia los debates clásicos, como por ejemplo
la exitosa revista Jacobin, en la cual se han rescatado muchas de las discusiones de
la II Internacional.
En Europa, el hito clave ha sido la experiencia griega en
torno a Syriza. Por primera vez en Europa, un partido a la izquierda de la
socialdemocracia accedía al gobierno por la vía electoral. Con un programa
fuertemente reformista, pero con la presencia de corrientes anticapitalistas en
su interior, con un apoyo popular producto de un duro
ciclo de luchas, la experiencia de Syriza ha prefigurado un modelo de cómo alcanzar el
poder (curiosamente, lo que menos se ha trabajado desde un punto de vista
teórico durante los últimos 30 años) y un auténtico fracaso en cómo gestionarlo
(el problema del Estado, de la transición…, quizás el campo que más se ha
trabajado desde la izquierda).
Creo que la propuesta más sugerente para rehacer
la estrategia revolucionaria pasa por actualizar la articulación totalizante
del marxismo clásico (formación social-clase-organizaciones-toma del poder del
Estado) bajo las actuales condiciones. Un marxismo posmoderno que no sería ni
mucho menos la aceptación del fin de la gran estrategia que ha propuesto el
posestructuralismo, sino que, más bien, podría resumirse en este horizonte de
Lyotard que plantea Jameson (2002):
“Jean-Francois Lyotard propone que su propio
compromiso vital con lo nuevo y lo emergente, con una producción cultural
contemporánea o pos contemporánea hoy ampliamente caracterizada como posmoderna, se comprenda como parte integrante de una
reafirmación de los auténticos altos modernismos
anteriores, en una vena muy similar a la de Adorno. El ingenioso giro o viraje
de su propuesta implica la proposición de que algo llamado posmodernismo no
sigue al alto modernismo propiamente dicho, como su producto residual, sino
que, antes bien, precisamente lo precede y lo prepara, de modo que los
posmodernismos contemporáneos que nos rodean pueden verse como la promesa del
retorno y la reinvención, la reaparición triunfante, de algún nuevo alto
modernismo dotado de su antiguo poder y nueva vida”.
Brais Fernández es miembro de la redacción de viento sur
y militante de Anticapitalistas
Referencias Anderson, Perry (2012 [1976]) Consideraciones sobre el marxismo occidental.
Madrid: Siglo XXI.
(2016) “Los herederos de Gramsci”, New Left Review, num. 100, pp. 79-110.
(2018) Las antinomias de Antonio Gramsci. Madrid: Akal.
Bensaïd, Daniel (2009) Elogio de la política profana. Barcelona: Península. (2018) Una lenta impaciencia. Barcelona: Sylone y viento sur.
Elliot, Gregory (2004) Perry Anderson. El laboratorio implacable
de la historia. València: PUV.
Gramsci, Antonio (2007) Antología. Madrid: Siglo XXI Editores.
Jameson, Fredric (2016) Marxismo y Forma. Madrid: Akal. (2002) El giro cultural. Buenos Aires: Manantial.
Poulantzas, Nicos (1979) Estado, poder y socialismo. Madrid: Siglo XXI.
*++
4. AQUÍ
No hay comentarios:
Publicar un comentario