ÁLVARO GUZMÁN BASTIDA / IGNASI GOZALO-SALELLAS / HÉCTOR MUNIENTE
2019/03/18
Hay una raza de historiadores que no rehúye la actualidad, sino que
más bien la buscan con su tiralíneas. Greg Grandin es uno de éstos.
Profesor en la New York University, miembro de la American Academy of
Arts and Science y articulista habitual en la revista The Nation,
su trabajo como historiador analiza críticamente el imperialismo
estadounidense. Especializado en el “patio trasero” de EE.UU., como les
gusta llamar a los dirigentes estadounidenses a América Latina, Grandin
ha sido implacable con las políticas del terror, que durante décadas han
apoyado y financiado los gobiernos norteamericanos. Imprescindible es
su biografía sobre el gran prohombre de la política exterior
estadounidense, Henry Kissinger, Kissinger´s Shadow (2015), pero no menos importantes son Empire’s Workshop: Latin America, the United States, and the Rise of the New Imperialism (2007) o The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War (2004).
Este 2019 publica The End of the Myth: From the Frontier to the Border Wall in the Mind of America,
un riguroso y a la vez original trabajo sobre la transformación de la
idea de frontera en el imaginario americano desde su fundación. “Ahora,
en lugar de que la frontera se abra hacia el exterior, esta se cierra
sobre Estados Unidos”, escribe. “El arquetipo de la nación ya no es el
pionero colonizador. Sus iconos son el policía migratorio que hace
redadas y el patrulla fronterizo”. Conectando la política exterior
estadounidense con la frontera, Grandin interpreta las políticas de
Donald Trump como un nuevo capítulo de un país convulsionado ante la
pérdida de su hegemonía global.
De su trabajo subyace una crítica implícita al relato
establecido que señala a Donald Trump como una figura sin precedentes.
Hablemos sobre esa idea de que Estados Unidos es un país de inmigrantes y
que existe una continuidad histórica a la hora de recibir con los
brazos abiertos a quienes vienen de otras partes del mundo con la
intención de perseguir su “sueño americano”. Trump, se supone, rompe por
completo con esa tradición. ¿Qué le falta a ese relato?
Hay dos relatos sobre Trump que de alguna manera chocan y terminan
por profundizar lo equivocados que están ambos. Uno dice que Trump
representa algo completamente sin precedentes, que el país antes de él
estaba completamente alineado con los procedimientos democráticos, que
el extremismo quedó relegado a los márgenes, que era liberal y
tolerante. Así que Trump se presenta como una ruptura, como algo sin
precedentes. La otra cara de esa moneda sería que Trump supone la
consumación de una especie de supremacismo blanco que ha estado presente
desde la creación y que por tanto no sólo tiene precedentes, sino que
es una culminación.
DESDE HACE UN PAR DE DÉCADAS LA CAPACIDAD QUE TIENE ESTADOS UNIDOS DE ORGANIZAR SU POLÍTICA DOMÉSTICA A TRAVÉS DE LA PROMESA DEL CRECIMIENTO ILIMITADO SE HA TERMINADO
Creo que esas dos ideas, aunque una de ellas tiene mucho más
protagonismo en el relato dominante, dejan de lado una cuestión clave:
el trumpismo es lo que pasa cuando se termina el Imperio, cuando se da
un cambio cualitativo en la capacidad de Estados Unidos de proyectar sus
contradicciones hacia afuera. Y es que Estados Unidos no es una
organización política cualquiera, ni siquiera un imperio cualquiera. No
se me ocurre ninguna otra nación ni formación imperial que haya tenido
el concepto de la expansión tan integrada durante tanto tiempo, antes
incluso de ser fundado como tal. Ahora bien, dicha expansión asume
diversas formas: territorial, militar, de mercado, comercial, económica o
cultural. Pero desde hace un par de décadas esa capacidad que tiene
Estados Unidos de organizar su política doméstica a través de la promesa
del crecimiento ilimitado se ha terminado. Y esto es así por la guerra
interminable, el colapso financiero de 2008 y, sobrevolándolo todo, el
cambio climático y la catástrofe ecológica a cuyo precipicio nos
acercamos. La promesa del crecimiento ilimitado ya no es tal.
Aunque siempre han existido extremistas y demagogos a lo largo la
historia de Estados Unidos, han estado relegados a los márgenes. Esto lo
hacía posible el ‘frontier universalism’, o universalismo de frontera,
que era capaz de arrogarse con cierta credibilidad un cierto liberalismo
de centro.
Ha mencionado la palabra frontier. Hablemos sobre ese concepto y el de border,
palabras inglesas que significan en esencia lo mismo pero se distinguen
en sus matices. Usted escribe que “Estados Unidos fue forjado por su frontier, y hoy en día está siendo desmantelado por su border”. En castellano, ambos términos se traducen como frontera…
La idea de frontier es, en cierta medida, un sustituto de la
expansión a la que me vengo refiriendo. Es algo que se remonta a la
fundación de la sociedad anglosajona en Norteamérica, la idea de ir
moviéndose hacia el Oeste y adentrarse en el bosque formaba parte de esa
experiencia.
La revolución americana se hizo en parte contra el intento por parte de la corona británica de limitar el asentamiento, de acorralar a
los colonos blancos al Este de los montes Allegheny, de los Apalaches.
La Revolución se planteó como un acto de resistencia frente a esas
políticas de la Corona. A partir de ahí, se da esa idea constante de
avanzar territorialmente. Como bien dice, la palabra frontier a principios del siglo diecinueve significaba básicamente border, o frontera. Significaba frente militar. Significaba demarcación política. Significaba lo que significa en español: un límite.
Pero poco a poco toma un cariz más existencial, de civilización,
pasando a ocupar el tipo de espacio en el que se crea una cultura
política. El teórico de todo esto es Frederick Jackson Turner, un
historiador que escribe en 1893 un breve ensayo titulado El significado de la frontera en la historia estadounidense.
En él, Turner argumenta contra historiadores anteriores a él que
intentaban situar todo lo bueno de Estados Unidos en valores importados
del Viejo Continente, Europa. Turner dice: “No, lo que es bueno”, y con
esto se refiere a la igualdad política, al individualismo de cierto
carácter mutuo, de optimismo boyante, todo eso “se crea en la frontera,
en esta tierra libre”. A partir de ese momento, la frontier se
convierte en uno de los mitos centrales del nacionalismo estadounidense.
Todo lo que se entiende como positivo se asigna a la frontier. Es el lugar en el que Estados Unidos se proyecta hacia el mundo. Es el futuro.
El concepto pasa a tomar vida propia a partir de Turner, expandiendo y refinando su significado y su función ¿verdad?
Desde el principio, la frontier es también la border,
el límite político. La frontera. Toda la violencia de la eliminación
forzosa de los “indios”, todo ese impulso de moverse hacia el Oeste se
basa en el genocidio y la limpieza étnica, así como en la práctica de la
guerra contra México. Esas guerras engendran un cierto tipo de racismo
muy concreto. Los colonos blancos se asientan sobre la tierra,
reclamando más libertad a través de la represión de la gente de color y
acto seguido definen esa misma libertad en oposición a la de la gente
que reprimen.
Según su relato, el racismo se institucionaliza a través de esta idea de la frontier.
Habla, en concreto, del concepto de la “fronterización de la política
nacional”. Y utiliza para ilustrarlo un incidente en concreto que tuvo
lugar en 1931. ¿A qué se refiere?
Estados Unidos está marginalizando el racismo en torno a la frontera.
Esto desemboca en la creación de la patrulla fronteriza, que se funda
en 1924 y es desde sus orígenes una vanguardia de la supremacía
anglosajona. Su personal lo componen hombres de clase media separados de
la vida agrícola por un par de generaciones. Muchos de ellos tienen
experiencia en la Guardia Nacional, los Texas Rangers o la policía
local, y son tremendamente racistas porque se invistió en ellos el poder
de decidir quién era legal y quién no. Pertenecer a la Patrulla también
daba poder con respecto a los blancos de la clase terrateniente, de
manera que se usaba el racismo para cimentar su propio estatus en
relación con los blancos que estaban por encima de ellos. Era una
estructura racista.
Usted escribió una serie de artículos muy sugerentes en los
cuales se preguntaba por quién mató, en diciembre de 2018, a la niña
guatemalteca de siete años Jakelin Caal Maquín (fallecida en un centro
de detención de menores inmigrantes de EE.UU.). Permítanos que le
preguntemos nosotros a usted: ¿quién la mató?
Décadas de política económica estadounidense en Centroamérica y la
militarización de la frontera. En 2005, escribí un libro sobre
Centroamérica en el que repasaba todo eso. Uno de los asuntos centrales
del mismo era la participación de los Estados Unidos en el diseño de lo
que fueron las primeras desapariciones masivas de América Latina en
1966. La persona a la que enviaron fue un antiguo agente de la Patrulla
Fronteriza. Era un sheriff de Oklahoma, que pasó a ser agente de la
Patrulla, y a la postre trabajó para la CIA organizando escuadrones de
la muerte. Muchos de estos patrulleros fronterizos, con el tiempo, pasan
de la Patrulla Fronteriza a la CIA. Hubo una conexión directa entre la
Operación Espaldas Mojadas y los Escuadrones de la Muerte, y después,
por supuesto, el círculo se cierra y toda esa violencia y desplazamiento
en Centroamérica lleva a oleadas de migración hacia Estados Unidos,
donde se topa con una frontera militarizada.
Adelantemos unos años para hablar sobre una serie de momentos
o instituciones que son clave en su relato. Escribe sobre la firma del
tratado comercial entre Estados Unidos, México y Canadá, conocido como
NAFTA, y luego, tras los atentados del 11-S, la creación del verdadero
aparato de deportación y ejecución migratoria, que fue la Policía
Migratoria o ICE. ¿Qué significado tienen estos desarrollos, en relación
el uno con el otro?
Hay dos caminos que circulan en paralelo. Por un lado está la
vertiente explícitamente supremacista blanca, los xenófobos, el Ku Klux
Klan, los nazis y demás grupos que forman parte de la derecha más
revanchista. Pero, por otro lado, está la Corporate America, el
mundo empresarial estadounidense. NAFTA, en gran medida, es la
respuesta a una crisis, el intento de reorganizar el mercado de
Norteamérica. NAFTA tiene una larga historia y profundas raíces
—recordemos que lo propone Ronald Reagan, lo negocia George H.W. Bush y
lo firma Bill Clinton—, pero uno de los puntos más importantes es
liberar al capital para que este fluya de un lado a otro en forma de
mercancías. Sin embargo, no tiene ninguna provisión acerca de la
movilidad del trabajo.
Coincidiendo con NAFTA, Bill Clinton empieza a militarizar la
frontera. Así que, en efecto, lo que esas dos políticas hacen es
capturar a la fuerza de trabajo mexicana, inmovilizarla y paralizarla
para que no tenga la misma movilidad que el capital y las mercancías. Se
permite al capital moverse con libertad a México y tener acceso al
trabajo barato. Si se hubiera permitido al trabajo fluir con tanta
facilidad como al capital y las mercancías, eso hubiera socavado el
sentido mismo del acuerdo. Hay que entender que NAFTA supone el cénit de
la globalización, de la apertura, la joya de la corona de la
globalización económica. Este es solo un ejemplo de las contradicciones
del viejo modelo, que era a fin de cuentas insostenibles. Y eso es lo
que nos trae a alguien como Trump.
Hablemos sobre el muro. Escribe usted que hay una larga
historia de barreras físicas en la frontera y, al mismo tiempo, lo que
llama un “grito de guerra nativista”. ¿Puede explicar cómo esa idea tomó
fuerza a partir de Vietnam? ¿En qué medida ese hecho reforzaría su
relato sobre la ‘frontier’ y la expansión exterior como un ‘efecto
bumerán’ hacia Estados Unidos?
De nuevo, esto tiene raíces profundas en el viejo orden. El muro y la
construcción de una barrera física se remontan a finales de los años
sesenta o principios de los setenta. Se puede relacionar fácilmente con
la derrota en Vietnam, o el principio de esa derrota. Uno de los planes
de Robert McNamara, el Secretario de Defensa de entonces, era construir
una barrera entre el Norte y el Sur de Vietnam para detener las
infiltraciones del Norte de Vietnam. Se gastó millones en aquello y
fracasó.
CLINTON ES EL QUE LO CONVIERTE EN UN ASUNTO DE POLÍTICA NACIONAL LA INMIGRACIÓN Y EL MURO HABLANDO DE LOS ILEGALES EN UN DISCURSO SOBRE EL ESTADO DE LA NACIÓN
Luego sucedieron un buen número de cosas: primero terminó el llamado
Programa Bracero en 1964, lo que dejó en la ilegalidad a cientos de
miles de trabajadores temporeros mexicanos. La posterior reforma de la
ley de inmigración de 1965 impuso por primera vez cuotas sobre el número
de mexicanos que podían venir. De manera que, de pronto, estos cambios
legislativos propiciaron que se crease una categoría nueva criminal: la
del inmigrante indocumentado.
Es Clinton el que lo convierte en un asunto de política nacional. Habla de los ilegales en
un discurso sobre el estado de la nación. Aprueba un gran número de
leyes, como la de reforma del estado de bienestar, pero también otras
que expanden más y más la categoría de inmigrante ilegal y socavan cada
vez más sus derechos civiles, limitando su igualdad ante la ley y sus
derechos a un juicio justo, al tiempo que aumenta exponencialmente el
gasto en la Patrulla Fronteriza, la Policía Migratoria y todo el
aparato.
Sorprende esa idea de que el muro siga funcionando como grito
de guerra durante décadas, tanto como para terminar propulsando a
alguien como Trump hasta la Casa Blanca, al tiempo que se construían
centenares de kilómetros de vallas. ¿Cómo se explica esa fuerza?
El muro en sí funciona como grito de guerra solamente en el ámbito de
la derecha nativista. Es en torno a 1992 cuando el Partido Republicano,
empujado por la presión de su ala derecha con Buchanan, empieza a
incorporar en su programa la demanda de una barrera física en la
frontera. Luego pasan dos décadas divididos entre dos posibles
respuestas: la primera es hacer demagogia con este asunto, pensar cómo
hacer que sea más difícil votar, jugar la carta del nativismo y el
racismo. Pero por otro lado hay un ala del Partido Republicano que cree
que pueden ganarse el apoyo de los latinos. Piensan aquello que le
gustaba decir a Ronald Reagan: “Los mexicanos son republicanos, lo que
pasa es que todavía no lo saben”. Así que los republicanos, desde Reagan
hasta el mandato de George W. Bush, están divididos entre esos dos
impulsos.
Con el tiempo crece en las filas republicanas el miedo a que puedan
perder estados como Texas, Arizona o Florida, como ya hicieron con
California tras apretar las clavijas a los inmigrantes, y que el Partido
Republicano deje de existir como tal a escala nacional. El momento en
que Bush pierde su apuesta por hacer una reforma migratoria marca el
principio del ascenso del Trumpismo, que se termina por apoderar del
Partido Republicano.
Al mismo tiempo que sucede eso, se produce lo que usted llama
“la muerte del mito de la frontera”. Curiosamente, fija esta muerte en
torno a lo que llama el “momento cowboy de Obama”, la muerte de Osama
Bin Laden. ¿Puede explicar qué implicaciones tiene el agotamiento de esa
capacidad de expansión hacia el exterior a la que se refiere?
Hay una larga historia en todo esto, pero centrémonos en la crisis de
los setenta. Es un momento en el que Carter habla sobre los límites del
crecimiento. Ronald Reagan, y la restauración del ideal de la frontera,
supone una restauración del ideal de avanzar sobre el Tercer Mundo, de
expandir la privatización y el poder empresarial. De Reagan y Bush padre
hasta Clinton y Bush hijo, Estados Unidos va subiendo la apuesta con
cada nuevo presidente. Por un lado, está el proyecto neoliberal. Por
otra, el ala neoconservadora y militarista, y ambas resultan escaldadas:
la catástrofe que la Guerra de Iraq desencadenó y el colapso financiero
de 2008 son puntos de inflexión. Por supuesto, es cierto que Estados
Unidos tiene aún 800 bases militares por todo el mundo, está metido en
siete guerras y gasta setecientos mil millones de dólares al año en su
ejército. Pero creo que la función ideológica de la guerra constante ha
perdido su capacidad de canalizar pasiones hacia las cruzadas mesiánicas
de antaño.
Y la clave de lo que dice estriba en que todo esto sucede al mismo tiempo que el proyecto neoliberal se derrumba en 2008.
Abu Ghraib es uno de los momentos decisivos. Al mismo tiempo, el modelo económico hace crack.
Se ha producido una recuperación, pero esta ha sido del todo perversa,
en la que la desigualdad sigue igual de arraigada y de la que
generaciones enteras no han podido recuperarse. Así que están esos dos
factores, el económico y el militar y, sobrevolándolo todo, el
medioambiental, la cuestión de la sostenibilidad. Creo que esas tres
cosas han restado a los políticos la capacidad de invocar al crecimiento
incesante como manera de responder a demandas sociales. Se ha extendido
la desesperanza. Y Trump supo explotar todo eso. Fue capaz de articular
un desencanto con el orden establecido que era muy profundo. Y creo que
los demócratas no se dan cuenta de eso. La gente no tiende a establecer
la conexión con Iraq, pero creo que Trump se explica, en gran medida, a
través de Iraq.
Sobre Venezuela, escribió un artículo fascinante sobre cómo
la derecha utiliza dicho país para redibujar las líneas de la batalla
política. Implícito en ese artículo hay una crítica a la incapacidad de
la izquierda de articular un proyecto de política exterior alternativo.
¿Qué hay en juego con Venezuela?
La crisis de Venezuela tiene varios niveles. En cierta medida, la
cosa va de petróleo, obviamente. Pero de petróleo como poder, no solo
como generador de ganancias. Va de quién controla el petróleo. A lo
largo de su historia, cada vez que Estados Unidos hace una apuesta de
poder a nivel global y la pierde, se repliega y vuelve a América Latina
para reagruparse. El New Deal lo hizo, al igual que la Nueva Derecha
después de Vietnam, con el escándalo Irán-Contra y Centroamérica.
HOY ES CIERTO QUE TRUMP ESTÁ INTENTANDO SALIR DE AFGANISTÁN, PORQUE AQUELLO HA SIDO UNA CATÁSTROFE. Y DE NUEVO SE VUELVE SOBRE AMÉRICA LATINA. Y NO ES SÓLO VENEZUELA
Hoy es cierto que Trump está intentando salir de Afganistán, porque
aquello ha sido una catástrofe. Y de nuevo se vuelve sobre América
Latina. Y no es sólo Venezuela. Se trata de reordenar todo el
continente. Ahí está Brasil, con el ascenso de Bolsonaro, un fascista, y
una alianza continental con elementos más conservadores. Si nos
remontamos a hace diez años, toda la región se alzaba como un desafío a
la hegemonía y el poder de Estados Unidos en cuestiones económicas, con
tratados de libre comercio alternativos, además de en cuestiones de
tortura y la Guerra Contra el Terrorismo, de política para con Oriente
Medio, sobre Irán, Israel o Palestina. Y ahora vemos un giro de 180
grados en el que la región ha vuelto al redil de la esfera de influencia
de Estados Unidos. Y la cosa también va sobre China. Sobre ponerle un
coto a China.
Luego está la cuestión ideológica. La política exterior es el terreno
en el que se establece la hegemonía, no sobre otros países, sino dentro
de este país. Así que, como manera de atacar al socialismo aquí, que
está en alza, todo lo que tienen que hacer los republicanos es apuntar
hacia Venezuela y decir: “¿Ves? Eso es lo que pasa con el socialismo”.
Luego tiene que ver con establecer un proyecto normativo sobre cómo
tiene que ser la sociedad. La fuerza política que domine la política
exterior domina la política nacional.
Terminemos mirando hacia adelante. Ha proliferado una
oposición vibrante a las políticas migratorias de Trump por todo el
país, y líderes emergentes como Alexandria Ocasio-Cortez o Ilhan Omar
han triunfado con un programa que parece muy distinto del que han
defendido históricamente los demócratas en los dos asuntos que nos
atañen. En inmigración, exigen la abolición de la policía migratoria. En
cuestiones de política exterior, cuestionan desde la relación con
Israel al apoyo a los Escuadrones de la Muerte en las guerras sucias de
Centroamérica. Dado este terreno político, ¿qué posibilidades se
plantean?
Es bueno que el ala izquierda del Partido Demócrata esté
desarrollando un proyecto internacionalista, porque, como he dicho, la
política exterior es el terreno de juego en el que se establece la
hegemonía, en términos gramscianos, no sobre otros países sino sobre el
nuestro. Es el lugar en el que se formulan las ideas sobre cómo es mejor
organizar la sociedad. Pero hay una trampa tendida para esta nueva
izquierda ascendiente: en la historia de Estados Unidos, nunca ha habido
un periodo de reforma política que no haya dependido de la expansión
política. La nación se fundó como tal sobre la idea de que la expansión
es necesaria para conseguir y proteger el progreso social. Y durante
siglos, la idea se ha hecho realidad, una y otra vez, a través de la
guerra.
Pero ese tiempo se acabó. Ya no cabe la reforma que cabalgue sobre el
poder nacional. El eslabón que unía el progreso liberal, por muy
modesto que fuera, con la expansión, se ha roto. Toca diseñar una manera
de ganar –de construir una fuerza de gobierno– desmontando los
cimientos podridos del poder nacional como existen hoy en día: hay que
acabar con las guerras, cerrar las bases, practicarle la eutanasia a la
industria de los combustibles fósiles, ponerle grilletes a las finanzas y
llevar a la bancarrota al presupuesto militar. No será fácil.
AUTOR
- Álvaro Guzmán BastidaNacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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