Draghi: tarde, mal y para los mismos
13-06-2014
Si algo caracteriza
nuestro tiempo es lo corta y selectiva que se ha vuelto nuestra
memoria. Hace apenas unos años, no mucho más de un lustro, economistas
ortodoxos, medios de comunicación especializados y el mundo de las
finanzas en general babeaban ante la sabia gestión de la política
monetaria que atribuían a Alan Greenspan, el presidente de la Reserva
Federal estadounidense. Greenspan era un mago, un genio, un ser que la
Providencia había tenido a bien brindarnos para demostrarnos que la
política monetaria no era tan complicada de gestionar, que lo complicado
era encontrar a un ser de las características cuasi sobrenaturales que
se le atribuían. Mientras tanto, se iban fraguando, bajo sus narices y
con su permisividad, las bases de una burbuja inmobiliaria que, unida a
la expansión de los mecanismos de titulización de activos y al estímulo
del mercado de derivados, acabarían por llevarnos a la Gran Recesión en
la que nos encontramos.
De aquello no aprendimos nada. Como
andamos cortos de memoria y necesitamos de mitos rápidamente hubo que
reemplazar al ángel caído.
Su sustituto fue Mario Dragui,
presidente del todopoderoso BCE y, a todas luces, el nuevo ídolo del
sector financiero de cuya élite procedía y a cuyo servicio tan fielmente
pasó a responder.
A Draghi se le han llegado a atribuir poderes
ocultos: pronunció una frase (“el BCE hará todo lo necesario para
sostener el euro”) y la tormenta sobre la deuda soberana se aplacó. De
nada sirve concluir ahora, ante tanta ramplonería, que lo único que hizo
fue afirmar que actuaría como debe actuar cualquier gobernador de banco
central responsable, esto es, como prestamista de última instancia,
comprando toda la deuda soberana que los mercados no quisieran absorber
para evitar la quiebra de algún Estado de la Eurozona.
Pues bien, Draghi ha vuelto a actuar y el coro ha respondido como se esperaba, alabando las virtudes de la nueva divinidad.
Así, la semana pasada, con varios años de retraso con respecto a la
Reserva Federal, el Banco de Inglaterra o el Banco de Japón y tras negar
repetida y recientemente el riesgo de deflación en la Eurozona,
rebajaba el tipo de interés de referencia a 15 puntos básicos y aplicaba
una medida ciertamente heterodoxa: aplicar un tipo de interés negativo
de 10 puntos básicos para los depósitos de la banca en la entidad a fin
de penalizar su rebalse y fomentar su canalización hacia la economía
real.
Estas medidas se acompañaban de otras destinadas a
inyectar más liquidez en el sistema. Por un lado, se dejarían de
esterilizar los programas de compra de bonos soberanos mediante subastas
semanales de depósitos a la banca comercial. Y, por otro lado,
establecía una nueva barra libre de financiación para las entidades
financieras de hasta 400 mil millones de euros a cuatro años de
vencimiento aunque, en esta ocasión, se introducía una cláusula de
condicionalidad: esos recursos deberían canalizarse hacia la economía
real, fundamentalmente hacia los hogares y las pequeñas y medianas
empresas, excluyendo el préstamo hipotecario, con el objetivo de quebrar
la restricción crediticia a la que esos agentes se encuentran sometidos
desde que las entidades financieras entendieron que era más rentable
dedicar los fondos recibidos a través de la barra abierta de liquidez a
especular con deuda soberana que a dirigirlos a la economía real.
Junto a todo ello, también anunciaba que se habían iniciado los
preparativos para poner en marcha un programa de compras de créditos a
las pequeñas y medianas empresas (los denominados en la jerga ABS o
bonos de titulización bancaria), un verdadero programa de relajación
cuantitativa.
Como es de suponer, Draghi no defraudó a sus
fieles correligionarios, los miembros de la élite financiera, que
esperaban algunos bidones de gasolina para continuar con sus prácticas
pirománticas y recibieron todo un buque cisterna.
Y es que si
algo puede deducirse de las medidas adoptadas por el BCE es que son el
producto de una absoluta e interesada incomprensión de los problemas
reales de la Eurozona que privilegia los intereses de la oligarquía
financiera a los que sirve en detrimento de la recuperación de la
economía real y que trata de sustentar ésta sobre más endeudamiento o,
lo que es lo mismo, sobre el mismo problema que debería estar
enfrentando.
Para ello, no tiene el más mínimo pudor
intelectual al obviar, por un lado, que la restricción crediticia que
atenaza a hogares y empresas no financieras no es un problema de falta
de oferta de crédito sino de insuficiencia de demanda solvente; y, por
otro lado, ignora, como si no fuera con él, la insolvencia global del
sistema bancario europeo, al que se niega a reestructurar a pesar de que
en breve le corresponderán las oportunas competencias y algo ya debería
de saber al respecto.
Ante tantos errores de diagnóstico pocos milagros pueden esperarse, por mucho que el entusiasmo de los acólitos persista.
En primer lugar, porque de ninguna de las medidas anunciadas se puede
esperar un impacto positivo sobre las tasas de crecimiento del producto
nominal que permitan reducciones significativas sobre el desempleo. Nada
podrá avanzarse en la solución de la crisis si no se asume que una
parte, sólo una parte, del problema de Europa es que se encuentra
atrapada entre un BCE que ha mostrado una tensión compulsiva hacia la
deflación, unas autoridades europeas obsesionadas por la aplicación
procíclica de políticas fiscales contractivas y un sistema bancario
insolvente que, en su afán de recapitalizarse y desapalancarse para
evitar reestructurarse, está ahogando a la economía real.
En
segundo lugar, porque nada garantiza que el que se pongan a disposición
de la banca hasta 400 mil millones de euros para tratar de aliviar la
restricción crediticia de familias y empresas, aquélla vaya
efectivamente a demandarlos y canalizarlos hacia éstos. Si la banca está
devolviendo anticipadamente el 55% de los recursos demandados en los
primeros LTRO y si el crédito a las entidades no financieras sigue
cayendo al ritmo al que lo hace, el problema no puede ser de liquidez
sino de demanda solvente. Si a ello se le une el hecho de que las nuevas
exigencias de capital impuestas sobre la banca le obligan a reducir sus
activos y, además, se cierne en el horizonte la incertidumbre acerca de
los resultados de los test de estrés de este otoño, que también añaden
tensión sobre sus necesidades de capital, la resultante no puede ser
otra que un freno continuado sobre la concesión de crédito hacia la
economía real, lo quiera o no el BCE.
En tercer lugar, la medida
de penalizar los depósitos en el BCE con un tipo de interés negativo
tampoco es una medida que favorezca, forzosamente, la expansión del
crédito porque, de entrada, no convierte en solvente la demanda
insolvente y porque, además, incentiva que esa liquidez se dirija hacia
deuda soberana a corto plazo para disminuir coyunturalmente su liquidez y
evitar así pagar el impuesto, lo cual significa más gasolina para la
burbuja de la deuda soberana de las economías periféricas.
Pero
es que, además, como ocurrió en el caso de Dinamarca, esa medida puede
ser repercutida por la banca sobre sus depositantes, bajando aún más los
tipos de pasivo para tratar de desincentivar la entrada de nueva
liquidez, o sobre los prestatarios, repercutiendo entonces negativamente
sobre el crédito, lo contrario de lo que se deseaba.
Y, en
cuarto lugar, si lo que se pretendía era depreciar un euro sobrevalorado
la resultante no podía haber sido más frustrante: el euro se ha
mantenido en su nivel tras una primera reacción a la baja. Parece que
las instituciones financieras ya habían descontado gran parte de esas
medidas, tal vez –sólo tal vez- porque Draghi las había anticipado casi
todas.
En definitiva, las medidas del BCE llegan tarde, mal y
desenfocadas si se las contempla desde la perspectiva real. Otra cosa es
si las valoramos desde la perspectiva de la élite financiera pero, de
eso, tal vez Greenspan podría hablarnos con mayor propiedad.
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