De la transición ecológica: algunas premisas y
advertencias
- Acometer la transición ecológica no es sólo una cuestión técnica, sino un proceso eminentemente político e inevitablemente ideológico
- Diez ideas o lemas que proponemos como ejercicio de “sensatez transicional”
Cuarto poder
El sábado, 1 de febrero de 2020
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Un hombre mira tres de las embarcaciones varadas en la
arena en el Port de Pollença (Mallorca) tras un temproal. EFE / Atienza
La crisis ambiental pone patas arriba el sistema
socioeconómico –prácticamente– al completo. En consecuencia, planear una transición ecológica desde el poder, aun con
limitaciones inevitables, exige ideas básicas claras, centradas y compartidas
por el equipo gubernamental. Destaquemos diez ideas o lemas, de índole general
y global, que proponemos como ejercicio de “sensatez transicional”.
La primera,
remite a la necesidad de acondicionar, tanto la Constitución de 1978 como la
mayor parte del entramado legislativo socioeconómico existente, a un futuro
en ciernes ineludiblemente crítico y conflictivo, “informando” vigorosamente
–casi– todos los textos relacionados con la producción, el consumo y el medio
ambiente.
La segunda
obliga a un mínimo de descreimiento liberal: la crisis ecológica general
y la climática en particular vienen siendo producidas, en gran medida, por el “libre juego de las fuerzas productivas”, así como
por la aplicación creciente y expansiva del ideario liberal, y no se adelantará
gran cosa si se pretende actuar y trabajar manteniendo ortodoxamente este
marco, profundamente pernicioso. Uno de los primeros pasos a dar en esta
actitud de mínima separación del “complejo liberal” es la revisión y desmitificación del concepto de
PIB, antes y por encima de cualquier otro indicador macroeconómico. El PIB
alude meramente al crecimiento, y éste entraña, en lo ambiental, más aspectos
negativos que positivos; por eso viene siendo criticado –no sólo por el
ecologismo mundial– como ciego y más pernicioso que inútil. Que se vaya
abandonando este indicador como referencia de que “las cosas van bien” y, sobre
todo, que deje de relacionárse con la creación de empleo: esta relación no es
directa y cada vez se cumple menos, siendo fútil y engañosa; además, una
política seria y minuciosa de empleo no siempre se refleja positivamente en el
PIB.
La tercera, que
se desprende de la anterior, advierte que se hará necesario incrementar
la propiedad pública en el sistema y el proceso productivos, por lo que
alguien deberá tomarse esto en serio e ir definiendo los campos y aspectos en
los que esta propiedad social ha de retornar o afirmarse:
se trata del agua, de la energía y otros mundos o ámbitos muy relacionados con
futuros cambios ineludibles.
La cuarta,
también de clara corrección liberal y que entrañará traumas políticos de
envergadura, obliga a desestimar a la Unión Europea como referencia y
ligazón forzosas, ya que de esa gigantesca estructura de expansión
capitalista no se desprenderá ningún avance trascendente en la transición
ecológica: solo espejismos y reincidencias en la evolución hacia el desastre.
El pretexto (o el chantaje) de que “Europa nos exige e impone” debe recortarse
y transmutarse en una posición activa que extienda en las instituciones
europeas este estado de emergencia, con la seguridad de que tendrá eco en otros
países y gobiernos.
La quinta es
una invitación a que desde los poderes públicos se promueva un
comportamiento austero en general, reduciendo todos los consumos
materiales, prefiriendo los productos nacionales, reduciendo la movilidad
mecánica, etcétera. Esto conlleva formas de restricción de la publicidad, entre
otras medidas necesarias; y un gran esfuerzo destinado a estimular la
convivencialidad entre grupos, pueblos y actividades.
La sexta, de tipo tan básico y general como la anterior,
recuerda que las mayores y más finas energías de un gobierno que pretenda
legitimarse socialmente deben reconducirse para generar puestos de trabajo
en todos los sectores, ya que el desempleo es ignominioso en general,
humilla a las personas y descalifica a los poderes públicos. Cualquier país
necesita de la aportación laboral y profesional de todos sus
ciudadanos.
La séptima advierte sobre la creencia, relativamente extendida,
de que la informática generalizada vaya a favorecer una mejor situación
ambiental del país: ni esta suposición tiene sentido ni la obsesiva aplicación de la tecnología a todas
las esferas de la vida social favorece actitudes y resultados ecológicamente
adecuados o socialmente deseables. La sociedad de la información se ha dotado
de poderosos mitos que, pese a su implantación, sucumben y son desmantelados si
se los analiza con cuidado. Por otra parte, la tecnologización –obsesiva en el
dominio empresarial y también en el administrativo– entraña la reducción
galopante de empleo, y de ahí que haya que mantenerla mínimamente bajo control.
La octava debiera dirigirse al mundo de la educación,
reestructurando o “ilustrando” todos los niveles con un sesgo de conciencia
ambiental. En relación con la etapa universitaria, esta reforma debe
encauzarse hacia el pleno empleo de los egresados (el país los necesita a
todos) y la aportación de una cultura ambiental mínima, ahora ausente en la
mayor parte de las carreras (muy especialmente en las técnicas, con
consecuencias desastrosas para el medio ambiente). Las tonterías, muy a la
moda, de la “excelencia universitaria” y la competencia entre instituciones
sobran en este delicado momento.
Las dos últimas quieren ser concretas, sectoriales,
inteligibles y abordables. Como la del imperativo territorial, que ha de
tener como objetivo la “justicia campesina”, que es tanto humana como económica
y ambiental. Se trata de recuperar nuestros pueblos y campos respondiendo a su
verdadera y más útil vocación: la agricultura y la ganadería tradicionales,
para lo que deberán definirse y desarrollarse políticas serias, meticulosas y
diferenciadas que, como primera nota, deberán apartarse de toda ilusión
productivista, y recuperar la calidad y el vínculo con la tierra. La
agricultura moderna (intensiva, competitiva, química y de inmensos y
terroríficos impactos) debe ser frenada drásticamente. Esta política
verdaderamente la territorial, deberá aliviar los problemas, en gran medida
irresolubles, de la concentración urbana.
Y, finalmente, aludamos a la relación destacada entre la
transición ecológica y una filosofía seriamente correctora del transporte,
principal sector consumidor de energía. Abandónese la idea de que la “solución”
está en la sustitución del coche de petróleo por el eléctrico, ya que el
problema auténtico es el propio vehículo, no su combustible. Desarróllense políticas,
estímulos y compensaciones destinadas al abandono del automóvil individual,
sobre todo entre los jóvenes, y elabórese una política del transporte público
que favorezca el tren social, frene los proyectos de AVE y combata –como
elemento pedagógico de interés– el veneno de la velocidad y las prisas.
Acometer la transición ecológica no es sólo una cuestión
técnica, hecha de proyectos, planes, plazos y cifras (que también); sino un
proceso eminentemente político e inevitablemente ideológico, ya que ha de
abordar la transformación de las relaciones de la sociedad con la naturaleza
que, de hostiles y suicidas (que es como las han configurado el modelo de
desarrollo económico imperante y su soporte filosófico) han de evolucionar a
amistosas y dependientes.
Las dos últimas propuestas de políticas concretas –la agricultura y el transporte – son estratégicas en
una transición ecológica debidamente encaminada, pero corresponden a ámbitos
políticos y ministerios distintos y muy consolidados, que no es fácil que
encajen por las buenas en la Vicepresidencia para la Transición Ecológica y su
esperada filosofía de trabajo; tendrán que encajar, pues, por las malas, es
decir, como resultado de los conflictos de índole ambiental que, a buen seguro,
proliferarán dentro del gobierno y entre éste y la sociedad.
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