Moldavia
es una pieza importante de la estrategia geopolítica destinada a asegurar el
dominio occidental del mar Negro. Controlar Moldavia implica controlar
Transnistria, donde viven más de un cuarto de millón de rusos.
Moldavia, enclave estratégico
El Viejo Topo
30 septiembre, 2025
CENTINELA DEL
ESTE: FABRICAR EL MIEDO PARA MILITARIZAR EUROPA
Las
provocaciones otanistas se suceden con una cadencia programada, siempre en la
misma dirección: promover un estado de guerra entre los países de la Alianza
Atlántica y Rusia.
A finales de
febrero, sin pruebas y con gran aparato mediático, se acusó a Moscú de haber
cortado los cables submarinos de energía y comunicaciones de Internet en el mar
Báltico. El ministro de Defensa alemán de entonces, Boris Pistorius, llegó a
calificarlo de “sabotaje”. Sin embargo, la noticia se derrumbó poco después:
las autoridades de EE. UU. y de varios países occidentales concluyeron que no
había habido tal provocación. Pero el daño ya estaba hecho: titulares, portadas
y discursos alarmistas habían sembrado la sospecha.
Reino Unido se
sumó al coro acusando a Rusia de un ciberataque contra su sistema nacional de
salud. Finalmente, el propio gobierno británico admitió que no existió tal
ofensiva y que solo lo planteaban como una “hipótesis futura”. Fue un engaño
consciente, amplificado por medios que en suelo británico alimentan una intensa
campaña de demonización de todo lo ruso.
El guion se
repitió poco después: primero fue la supuesta interferencia del GPS del avión
que trasladaba a Ursula von der Leyen a Polonia, noticia atribuida a un
periodista anónimo y desmentida después por el propio gobierno búlgaro. El caso
fue aprovechado por el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, para advertir
que “todos estamos en el flanco oriental, ya sea que vivamos en Londres o en
Tallin”, un mensaje diseñado para situar a toda Europa en estado de alerta.
A continuación,
Rumanía y Polonia acusaron a Rusia de violar su espacio aéreo con drones
militares, lo que Moscú negó categóricamente. Las autoridades polacas, de
hecho, fueron incapaces de precisar cuántos drones habrían entrado en su
territorio: primero hablaron de dos, luego de diez, más tarde de veinte.
Además, los drones habrían tenido que recorrer unos 1.000 km desde su base de
lanzamiento, cuando su autonomía real no supera los 700. El único daño
reportado se produjo en una vivienda particular, cerca de la frontera
ucraniana, causado por un misil lanzado por un caza polaco.
Mark Rutte,
secretario general de la OTAN, dio el siguiente paso: anunció la Operación
Centinela del Este, concebida para “proteger” el flanco oriental de Europa. En
realidad, se trataba de una operación política y militar ya preparada de
antemano. Su objetivo era legitimar la militarización acelerada, utilizando el
miedo para justificar el rearme.
Se aprovechó el
caso de los drones polacos para inventar una excusa: Rusia habría lanzado
drones contra países aliados. Un ejemplo perfecto de cómo un rumor se pretende
transformar en una “amenaza existencial”.
A todo ello se
sumó el cierre de aeropuertos en Dinamarca por el sobrevuelo de varios drones
(atribuido, evidentemente, a Rusia). La respuesta militar fue inmediata:
Francia desplegó aviones Rafale en Polonia, Alemania duplicó el número de
Eurofighters y Reino Unido envió cazas Typhoon. Rumanía también se incorporó al
guion denunciando un supuesto ataque con drones rusos y convocando al embajador
de Moscú, en un gesto claramente coreografiado. Todo ello acompañado por
declaraciones inflamadas y titulares que buscan confirmar la tesis prefabricada
de la “amenaza rusa”.
En este clima,
Polonia y Ucrania reavivan la idea de cerrar los cielos ucranianos, sabiendo
que una zona de exclusión aérea significaría el inicio de un conflicto directo
entre la OTAN y Moscú. Dmitri Medvédev, vicepresidente del Consejo de Seguridad
de la Federación Rusa, lo dijo sin rodeos: si los países aliados dan ese paso,
estallará una guerra abierta. Desde el Kremlin, el propio secretario de prensa
Dmitri Peskov fue aún más tajante: la OTAN ya está en guerra contra Rusia al
brindar apoyo directo e indirecto al régimen de Kiev, una idea compartida
incluso por el siempre cauto ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov.
Desde
Washington y Bruselas, las declaraciones se amontonan, se contradicen y luego,
como hemos visto, se desmienten. Todo responde a un mismo patrón: generar temor
para cohesionar a la OTAN subordinando a Europa al dictado de Washington.
La histeria que
se pretende provocar en los países fronterizos con Ucrania no es una simple
maniobra electoral: responde a un objetivo estratégico. Ese objetivo es el
control del mar Negro, un nodo vital para dominar el tránsito marítimo,
energético y comercial, donde Odesa —junto a Crimea— se perfila como pieza
clave. Para la OTAN, la UE y el Reino Unido, Ucrania y Moldavia representan un
frente decisivo para contener a Rusia.
Desde la Guerra
de Crimea (1853-1856), Londres sueña con controlar la salida al mar Negro como
vía para frenar la influencia rusa en la región. Documentos y acuerdos
recientes entre Reino Unido y Kiev revelan que integrar Odesa bajo control
occidental es la finalidad estratégica, en un contexto marcado por la derrota
militar del ejército ucraniano.
Macron, por su
parte, necesita una victoria militar frente a Rusia para reflotar su imagen
pública, hundida en apenas un 17 % de aceptación. Moldavia se convierte, así,
en una pieza más de la estrategia geopolítica destinada a asegurar el dominio occidental
del mar Negro y negar a Rusia cualquier salida marítima estratégica sin
supervisión. Controlar Moldavia implica presionar a Transnistria —enclave donde
viven más de un cuarto de millón de rusos y donde están desplegados unos 1.500
efectivos en misión de paz—. No solo sería una victoria simbólica (humillar a
Rusia conquistando una exrepública soviética), sino también un paso decisivo
para alterar el equilibrio militar y económico en la región, asegurando una
posición dominante que convertiría a Europa Oriental en un peón clave del
tablero anglosajón.
En este marco,
la Unión Europea ha intensificado su apoyo a Moldavia en los últimos años,
especialmente desde 2022, cuando le concedió el estatus de candidato. En junio
de 2024, la UE abrió formalmente las negociaciones de adhesión con el país.
Además, desplegó la Misión de Asociación de la UE en Moldavia (EUPM), con un
presupuesto de más de 19,8 millones de euros, destinada a proporcionar
asesoramiento estratégico en el ámbito de la seguridad electoral.
Es clave en
esta estrategia que Maia Sandu siga en la presidencia en las cruciales
elecciones del 28 de septiembre. No en vano, la UE promovió el cuestionado
proceso electoral de 2024 que renovó su mandato: Sandu, antigua funcionaria del
Banco Mundial, estuvo a punto de perder el referéndum de adhesión a la UE e
incluso la propia presidencia. Fue decisivo el voto de la emigración,
ampliamente potenciado desde Occidente: para 600.000 censados en la UE se
instalaron 240 colegios electorales y se financiaron viajes; en cambio, para
los cerca de 500.000 moldavos censados en Rusia se habilitaron apenas dos
urnas.
La sociedad
moldava, y no sin motivos, ha desconfiado de la casta política prooccidental
que ha gobernado el país. Entre 2012 y 2014, dirigentes proeuropeos en el poder
organizaron una estructura financiera que permitió hacer desaparecer 1.000
millones de dólares (el 12 % del PIB). Señalados y perseguidos, los autores del
desfalco —conocido como “Landromat”— encontraron refugio en países de la UE,
que nunca respondieron a las demandas de extradición de la justicia moldava.
Con esos fondos, la Fundación Open Dialog financió sucesivas campañas hasta
llevar a Sandu a la presidencia. Como en el caso rumano de 2024, la UE solo
admite como democráticas las elecciones que le son favorables.
En este
momento, la tensión política interna se agrava con la represión previa a los
comicios del 28 de septiembre. En las últimas semanas, las autoridades moldavas
han detenido a activistas de la oposición bajo el pretexto de medidas de
seguridad nacional. Para los críticos con el gobierno de Sandu, las detenciones
buscan silenciar la disidencia y consolidar el poder del Partido de Acción y
Solidaridad (PAS). Estas acciones, sumadas a la estrategia electoral y a la
presión externa, configuran un escenario de creciente confrontación.
La provocación
actual no debe entenderse como una mera escalada aislada: forma parte de una
estrategia deliberada de desestabilización diseñada para provocar a Rusia y
justificar la apertura de un segundo frente.
Evidentemente,
el objetivo final es más ambicioso que el caso moldavo: Europa —y, en
particular, el Reino Unido— busca instalar y controlar militarmente Odesa. La
presencia militar francesa en Moldavia añade un elemento de tensión adicional.
Tropas desplegadas en la frontera rumana y en el interior del país bajo mando
de la UE podrían convertirse en un factor clave si los resultados electorales
no favorecen los intereses prooccidentales. En tal escenario, no puede
descartarse una intervención directa, similar a otras operaciones occidentales
en Europa del Este, con el objetivo de asegurar la alineación estratégica de
Moldavia y el asalto a Transnistria.
En definitiva,
la situación moldava no puede entenderse sin vincularla a un diseño estratégico
mayor, donde elecciones, manipulación del voto exterior, represión interna y
presencia militar forman parte de un mismo engranaje. Moldavia emerge como
nuevo escenario de confrontación geopolítica, un tablero donde se dirimen los
intereses de la OTAN y donde el control de Odesa se perfila como clave de la
próxima fase de competencia entre Occidente y Rusia.
Conclusión
La Guerra de
Crimea, hace 150 años, fue en esencia una lucha por el acceso al Mediterráneo y
el control marítimo frente a Rusia. Hoy la historia parece repetirse: Reino
Unido, la OTAN y la UE impulsan una estrategia sistemática para convertir a
Moldavia y Odesa en un nuevo frente oriental, replicando los objetivos de hace
siglo y medio.
Odesa se
presenta como la pieza central para establecer el control militar en el mar
Negro, mientras que Moldavia sería la puerta de entrada a esa proyección
estratégica. Esto revela que la confrontación actual no es un conflicto
aislado, sino parte de una continuidad histórica: los intereses geopolíticos de
Occidente mantienen la misma lógica de contención y control que en la Guerra de
Crimea, adaptada ahora a las condiciones del siglo XXI.
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