Reseña de La monarquía del 18 de julio: la restauración de un
anacronismo político (Laetoli, 2024), de José Cantón
Una corona surgida de la
«legitimidad del 18 de julio»
Rebelion
19/04/2025
Fuentes: Rebelión
/ Mundo Obrero [Imagen: Juan Carlos de Borbón durante el discurso de aceptación
del título de Príncipe de España el 24 de julio de 1969. Créditos: Manuel
Litran/Paris Match]
Es oportuno preguntarse cómo se llegó a la definición del rey como símbolo
de la “unidad y permanencia del Estado”… Esa función sólo tiene sentido en una
autoridad emanada directamente del pueblo, elegida democráticamente.
A lo largo de la historia de España, al menos desde los tiempos de la reina
Isabel de Castilla y el rey Fernando de Aragón (recordemos que en momentos
anteriores existieron también emiratos y califatos en el territorio peninsular,
no solo reinos), la forma habitual de organizar políticamente el Estado fue
bajo la jefatura de un rey o reina (o un regente); sin embargo, la monarquía
actual no es heredera de esa tradición histórica española, a pesar de lo que
establece el artículo 57 de la Constitución española de 1978, en el que se
puede leer: “la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don
Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica”.
Al margen de si
Juan Carlos de Borbón es el legítimo heredero de Alfonso XIII —ríos de tinta se
han gastado para justificar esa línea sucesoria, lo cual ya es una señal
evidente de que no está todo tan claro…—, lo cierto es que para conseguir la
restauración de la “Corona de España” —como se dice en la CE78—, en la figura
de Juan Carlos de Borbón, fueron determinantes tres hechos históricos que nada
tienen que ver con la continuidad histórica de la dinastía borbónica, que ya
había sido interrumpida en tres ocasiones anteriores: en 1871 con la
proclamación del rey Amadeo I, que pertenecía a la dinastía de los Saboya; en
1873, cuando las mismas Cortes que escucharon la abdicación de Amadeo I proclamaron
la I República española; y, en 1931, cuando tras la partida de Alfonso XIII el
comité político de transición transfiere el poder al primer gobierno
provisional de la II República, una República que no pondrá “término a la
misión histórica que se había impuesto” hasta el 21 de junio de 1977, tras la
muerte del dictador.
El primero de
los tres hechos que determinaron la segunda restauración borbónica, entonces,
fue el golpe de Estado instigado por la oligarquía industrial y financiera, así
como por los terratenientes y la Iglesia, y protagonizado por un grupo de
militares “africanistas” que no dudaron en romper su compromiso de lealtad
hacia la República el 18 de julio de 1936, que al fracasar dio comienzo a un
enfrentamiento armado entre los golpistas —que antepusieron su codicia al
principio supremo de cualquier militar, aquel que enunciara Simón Bolívar, el
Libertador, cuando dijo: “maldito sea el soldado que apunta su arma contra su
pueblo”—, y quienes salieron en defensa de la legalidad republicana —muchas
veces sin que llegase a mediar la posibilidad de combatir en defensa de la
República, como bien saben en Galicia… y otros lugares que quedaron bajo las
botas de los militares fascistas en apenas unos pocos días—.
El segundo
hecho fundamental en el camino hacia la segunda restauración borbónica tuvo
lugar el 23 de julio de 1969. Ese día, conforme a la ley de sucesión de 1947,
por la que se define a España como un reino (con trono vacante, se entiende, ya
que la jefatura del Estado estaba en manos del dictador) y se establecían los
mecanismos sucesorios a la Jefatura del Estado español, que de acuerdo con el
artículo 5 de esa ley sería la persona que Franco designase, Juan Carlos de
Borbón era nombrado Príncipe de España, lo que le garantizaba que iba a suceder
al dictador en la Jefatura del Estado a título de Rey una vez que “por la ley
natural” la “capitanía” del genocida “faltase”. En el discurso de aceptación de
su nombramiento como Príncipe de España pronunció las siguientes palabras:
“Quiero expresar en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del
Estado y Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida el 18 de julio de
1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero
necesarios, para que nuestra patria encauzase de nuevo su destino”.
El tercer hecho
tuvo lugar el 22 de noviembre de 1975, dos días después de la muerte del
tirano. Ese día Juan Carlos de Borbón, en ese momento Príncipe de España, juró
“por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes
Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el
Movimiento Nacional”.
Entre ese día y
el 11 de mayo de 1978, día en el que se aprueba el artículo 1 de la CE78, que
establece que “la forma política del Estado español es la monarquía
parlamentaria”, los ideólogos de la Corona —en un patético remedo de los
esfuerzos realizados por Cánovas y Sagasta para restaurar por primera vez a los
Borbón en el trono de España, allá por los años 1870—, entre los que se
encontraba Manuel Fraga Iribarne, lucharon por imponer —y lo lograron— un
discurso que presentaba al rey de España, en tanto que jefe de Estado, como
“símbolo de su unidad y permanencia, [que] arbitra y modera el funcionamiento
regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado
español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su
comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la
Constitución y las leyes”. Una vez refrendada por el pueblo español la CE78,
durante el discurso de promulgación que pronunció Juan Carlos de Borbón el 27
de diciembre de 1978 llegó a decir: “Y hoy, como Rey de España y símbolo de la
unidad y permanencia del Estado, al sancionar la Constitución y mandar a todos
que la cumplan, expreso ante el pueblo español, titular de la soberanía
nacional, mi decidida voluntad de acatarla y servirla”. Insistiendo en esa
función simbólica… y sin llegar a jurar la Constitución, simplemente mostrando
su “decidida voluntad de acatarla y servirla”.
En este sentido, es oportuno preguntarse cómo se llegó a la definición del rey como símbolo de la “unidad y permanencia del Estado”, una atribución simbólica que no existía en ninguna de las constituciones monárquicas anteriores (1812, 1837, 1845, 1856, 1869 y 1876); todo lo contrario, la primera vez que se expresa una idea semejante es en el artículo 82 de la Constitución republicana de 1873, que señala como una de las funciones del presidente de la República la de “personificar el poder supremo y la suprema dignidad de la Nación”; idea que recoge la Constitución republicana de 1931, que establece en su artículo 67 que “el presidente de la República es el jefe del Estado y personifica la Nación”. Es decir, en la tradición histórica española la Corona no representaba la unidad y permanencia de España porque el legislador español sabía que la autoridad del rey no emanaba de la Nación. Esa es la razón por la cual las constituciones de 1812, 1837, 1856 y 1869 (progresistas) establecían que la soberanía residía “esencialmente” en la Nación, reconociendo veladamente algo que las constituciones de 1845 y 1876 (conservadoras) reconocían abiertamente: que la corona comparte la soberanía con la nación; he ahí el motivo por el cual el rey nunca se había reconocido como “símbolo de la unidad y permanencia del Estado”. Esa función únicamente tiene sentido en una autoridad que emana directamente del pueblo, es decir, que fue elegida democráticamente.
Precisamente a
analizar los esfuerzos de los ideólogos de la monarquía actual para legitimar
la restauración de una institución anacrónica, que no hunde sus raíces en un
pasado dinástico, sino en la voluntad de Franco, autoproclamado “caudillo de
España” y, según el artículo sexto de la ley orgánica del Estado,
“representante supremo de la Nación española [que] personifica la soberanía
nacional”, es la tarea que asume José Cantón en una obra imprescindible: La
monarquía del 18 de julio: la restauración de un anacronismo histórico (Laetoli,
2024).
Este artículo fue editado originalmente en Mundo Obrero.
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