Union
Europea
El “Sacro Imperio” económico alemán
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Pierre
Rimbert
Viento
sur
02.08.2018
La
fractura entre el oeste y el este de la Unión Europea (UE) no se reduce a la
oposición entre democracias liberales y gobiernos autoritarios. Refleja una
dominación económica de las grandes potencias sobre los países del antiguo
bloque del Este, utilizados como reservas de mano de obra de bajo coste. Ya en
la década de 1990, muchas empresas alemanas deslocalizaban su producción y la
trasladaban a Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría.
Es
un bonito cuento, una bonita historia: considerada en 1999 el “hombre enfermo
de la zona del euro” (The Economist, 3 de junio de 1999), dicen que
Alemania habría sanado milagrosamente gracias a las leyes de precarización del
trabajo asalariado (leyes Hartz), que entraron en vigor entre 2003 y 2005.
Cuentan que aquellas reformas restablecieron por sí solas la competitividad de
las empresas, reanimado las ventas de Mercedes en el extranjero… y convencido a
Emmanuel Macron de la necesidad de aplicar la misma receta en Francia. Error
fatal.
“Para
comprender el éxito de Alemania como exportador mundial”, explica el
historiador de la economía Stephen Gross, “hay que mirar más allá de sus
fronteras. Porque este modelo se basa en una parte decisiva en el desarrollo de
redes comerciales con los países de Europa Central y Oriental.” 1/ Y
más concretamente en los intercambios económicos desiguales establecidos con
Polonia, la República Checa, Hungría y Eslovaquia, un cuarteto bautizado con el
nombre de Grupo de Visegrado. Desde hace un cuarto de siglo, la
rica Alemania practica con sus vecinos, en efecto, lo que hace EE UU con sus
fábricas instaladas en México: la deslocalización de proximidad.
Sólidamente
establecidos entre el IIº Reich de Otto von Bismarck y el imperio de los
Habsburgo a finales del siglo XIX, los intercambios económicos privilegiados
entre Alemania y Centroeuropa no datan de fecha reciente. Limitados durante la
guerra fría, se reanudaron en la década de 1970 en forma de cooperaciones industriales,
tecnológicas y bancarias, al amparo de la Ostpolitik (1969-1974)
emprendida por el canciller socialdemócrata Willy Brandt. La caída del muro de
Berlín marcó la hora del banquete de las fieras. Desde comienzos de la década
de 1990, las multinacionales alemanas se abalanzaron sobre las empresas
estatales privatizadas en un ambiente de apocalipsis industrial. La toma de la
empresa de automóviles checa Škoda por parte de Volkswagen en 1991 señaló el
rumbo, utilizando de entrada las instalaciones existentes en Chequia como
plataformas de subcontratación.
Para
ello, la multinacional alemana utilizó un viejo mecanismo de deslocalización
tan discreto como desconocido: el tráfico de perfeccionamiento pasivo. Este
modo de proceder, codificado en la legislación europea en 1986, autoriza la
exportación temporal de un bien intermedio (o de piezas de recambio) a un país
no miembro, donde será transformado y acondicionado (perfeccionado) antes de
ser reimportado a su país de origen, beneficiándose de una exención parcial o
total de los derechos de aduana. 2/ Tras
el hundimiento del Bloque del Este, la ampliación de las cuotas de importación
procedentes de los países de Centroeuropa ofrecía a la patronal alemana
excelentes perspectivas. ¿Subcontratar el cromado de grifos o el pulido de
bañeras a obreros checoslovacos altamente cualificados, pero poco
reivindicativos? ¿Confiar los tejidos a las ágiles manos de trabajadoras
polacas pagadas en złotys y recuperar las chaquetas para venderlas con una
marca berlinesa? ¿Hacer que los crustáceos se pelen en el país vecino? Esto es
posible desde la década de 1990, como si ya hubieran desaparecido las fronteras
de la UE.
Del telón de acero a las maquiladoras
“El
tráfico de perfeccionamiento pasivo es la versión europea de la disposición
estadounidense que abrió la vía al desarrollo de la maquiladora en la región
fronteriza entre México y EE UU”, 3/ explica
la economista Julie Pellegrin. Más que ningún otro país miembro, Alemania se
benefició de esta subcontratación de trabajos de confección, fundamentalmente
en el sector textil, así como en la industria electrónica y del automóvil: en
1996, las empresas renanas reimportaron 27 veces más (en valor) productos
perfeccionados en Polonia, la República Checa, Hungría o Eslovaquia que las
empresas francesas. En el año citado, el tráfico de perfeccionamiento pasivo
representó el 13 % de las exportaciones del Grupo de Visegrado a la UE y
el 16 % de las importaciones de Alemania procedentes de esta zona.
Determinados sectores se metieron de lleno: el 86,1 % de las importaciones
alemanas del sector textil y de la confección de Polonia se amparan en este
régimen. En menos de un decenio, constata Julie Pellegrin, “las empresas de los
países de Europa Central y Oriental se encuentran integradas en cadenas de
producción controladas principalmente por compañías alemanas”.
Esta
integración de países que ayer mismo todavía estaban atados al Este a través
del Consejo de Asistencia Económica Mutua (CAEM o Comecon, 1949-1991), dirigido
por Moscú, fue tanto más rápida cuanto que la exaltación del consumidor
liberado por el acceso a los productos occidentales compensó durante un
tiempo el desconsuelo del trabajador sometido a la subcontratación de esos
mismos productos. A medida que los acuerdos de libre comercio suprimieron los
aranceles aduaneros, en la segunda mitad de la década de 1990, el tráfico de
perfeccionamiento pasivo dejó de tener interés frente a la inversión directa
extranjera (IDE). Las multinacionales ya no se contentaban con deslocalizar un
pequeño segmento de su producción, sino que pasaron a financiar la construcción
de fábricas filiales allí donde la mano de obra era más barata.
De
1991 a 1999, los flujos de IDE alemanes hacia los países de Europa Oriental se
multiplicaron por 23. 4/ A
comienzos de la década de 2000, Alemania acaparaba por sí sola más de un tercio
de la IDE realizada en los países del Grupo de Visegrado y extendió su
actividad capitalista a Eslovenia, Croacia y Rumania. Las fábricas de la
industria auxiliar del automóvil (Bosch, Dräxlmaier, Continental, Benteler), de
plasturgia y electrónica surgían como setas. Porque desde Varsovia hasta
Budapest, los salarios medios representaban una décima parte de los que se
pagaban en Berlín en 1990, y un cuarto 2010. No obstante, los trabajadores se
beneficiaron del sólido sistema de formación profesional y técnica vigente en
el este. Mucho más cualificados que sus homólogos asiáticos, además se hallan
más cerca: si un contenedor que sale de Shanghái tarda cuatro semanas en llegar
a Rotterdam, bastan cinco horas para que un camión de gran tonelaje, cargado de
piezas mecanizadas en los talleres de Mladá Boleslav, en el nordeste de Praga,
empiece a descargarlas en la sede de Volkswagen en Wolfsburgo.
Así,
al comienzo del nuevo milenio, Alemania pasó a ser el primer socio comercial de
Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría. Estos países representan
para Berlín un hinterland de 64 millones de habitantes,
convertido en plataforma de producción deslocalizada. Claro que las empresas
italianas, francesas y británicas también se aprovechan de este comercio
asimétrico, aunque a menor escala. Los Audi y Mercedes tal vez no serían tan
habituales en las avenidas de Nueva York y Pekín si su precio no incluyera los
bajos salarios de la mano de obra polaca y húngara.
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