Las Memorias de Rossana Rossanda: para el libro
blanco del comunismo en el siglo XX
El Viejo Topo
22.09.2020
Fuera de
Italia el nombre de Rossana Rossanda empezó a ser conocido en 1969 a raíz de
la expulsión del partido comunista italiano del grupo Il Manifesto.
Desde entonces, y a lo largo de cuarenta años, su nombre ha quedado asociado a
esta publicación, sin duda la más singular de las aventuras político-culturales
del comunismo crítico en la segunda mitad del siglo XX. Singular porque, sin
llegar a constituir propiamente un partido político comunista, Rossanda y sus
compañeros de Il Manifesto han estado constantemente
presentes, con sus análisis e intervenciones, en todos los acontecimientos
políticos, socio-económicos y político-culturales de importancia para la
izquierda revolucionaria en el mundo.
Para valorar
en sus justos términos lo que ha sido esta aventura hay que tener en cuenta que
hacia 1968 los comunistas se dividían por así decirlo en dos: los que pensaban
que fuera del partido no había «salvación» (en términos cuasi religiosos) y los
que estaban convencidos de que fuera del partido no había acción posible, al
menos eficaz, para cambiar el mundo en un sentido socialista de acuerdo con los
intereses de aquellos que se suponía que habían de ser sujeto de la revolución,
los proletarios, los obreros de la industria. Hoy esto suena raro, pero sólo
prestando atención a aquellas convicciones se puede entender bien el impacto
que entonces tuvieron las palabras con las que Aldo Natoli, en nombre del grupo
de Il Manifesto, se despidió del partido comunista: «Para ser
comunista no hace falta carnet». De hecho, si se mira la cosa con una
perspectiva histórica más amplia, aquella declaración que Rossanda compartía
entonces y sigue compartiendo hoy, no debería haber resultado tan traumática
como lo fue en el momento en que se hizo. Pues el fundador del comunismo
moderno, Karl Marx, en el que decían inspirarse unos y otros, había sido un
comunista sin partido (y sin carnet) la mayor parte de su vida. Solo que en las
controversias políticas del momento esas cosas, relevantes para los historiadores,
no solían tenerse en cuenta.
También esta
historia ha conocido su paradoja: veintitantos años después de aquellos hechos
Rossana Rossanda y los compañeros de Il Manifiesto expulsados
del PCI seguían haciendo una publicación que se declaraba comunista mientras la
dirección del partido que los había expulsado decidía dejar caer el viejo
nombre y con él la cosa misma, o sea, el concepto de comunismo, obviamente
deshonrado en varios lugares del mundo en los que se impuso el denominado
«socialismo real», pero no precisamente en Italia. Así, en los últimos veinte
años Il Manifesto de Rossana Rossanda pasó a ser uno de los
pocos referentes explícitamente comunistas con eco internacional. Eso explica,
entre otras cosas no menores (como la capacidad de análisis político y el haber
sido una especie de periodista de guardia de los valores renovados de la
tradición comunista durante años y años) que Rossana Rossanda haya acabado
siendo un mito para muchas personas que, en Italia y fuera de
Italia, conservaron sus ideales comunistas o los encontraron cuando sus mayores
los abandonaban.
Y mito es
justamente la primera palabra con la que Rossanda ha querido enfrentarse al
escribir sus recuerdos en La ragazza del secolo scorso, cuya
primera edición apareció en Italia hace tres años y que ahora acaba de ser
traducida al castellano. A Rossanda, que ha defendido siempre un comunismo
laico y que lleva décadas combatiendo toda versión religiosa, doctrinaria o
dogmática del marxismo, esa palabra no le gusta ni siquiera cuando se pronuncia
amablemente y con empatía. Los mitos, dice, son una proyección ajena con la que
ella no tiene nada que ver; algo que desazona porque trae a la memoria las
lápidas y que no puede aceptar una mujer que, como ella, se considera metida en
el mundo, comprometida con su mundo y con su tiempo, a pesar de no tener
partido, ni cargos, ni ser siquiera propietaria del periódico que ayudó a
fundar.
Ya eso da
una pista sobre la orientación de las memorias de Rossanda. No hay en La
muchacha del siglo pasado nada que se pueda considerar contribución
personal al enaltecimiento del mito. Si, a pesar de la declaración inicial de
su autora, aún hubiera que conservar la palabra que emplean personas que le
admiran se podría decir que la sustancia de este ensayo autobiográfico es la
narración reflexiva de la vida de una mujer, protagonista de la historia del
comunismo, antes de que su actuación y las circunstancias que
han condicionado ésta la convirtieran precisamente en ese mito. Pues Rossanda
habla en el libro de su infancia y adolescencia, de sus estudios
universitarios, de su maduración política al final de la segunda guerra
mundial, de su actividad como responsable de la política cultural del PCI, de
la batalla de las ideas en las décadas de los cincuenta y los sesenta, de los
encuentros y desencuentros ocurridos durante esos años y de muchas otras cosas
interesantes, pero termina su relato en 1969, en el momento de su
expulsión del partido comunista, o sea, precisamente en el momento en que
empezó a ser conocida y reconocida fuera de Italia. Lo que vino después de la
creación de Il Manifesto, los cuarenta años de singular aventura
político-cultural que han hecho de ella una leyenda, queda fuera de
consideración. Eso es, como ella dice al final del libro (tal vez anunciando su
continuación), «otra historia».
Tampoco
quiere Rossanda que La muchacha del siglo pasado sea leído
como un libro de historia. Y, en efecto, no es un libro en el que la
protagonista de la historia pretenda combinar y amalgamar los recuerdos propios
de acontecimientos vividos con la reconstrucción historiográfica de los hechos,
precisamente documentada, desde la perspectiva que da el tiempo pasado. En esto
el libro de Rossanda se diferencia de otras memorias publicadas. Pues no son
pocas las memorias de protagonistas de la historia del siglo XX en las que el
que escribe o la que escribe se dedica a romper todos los espejos en los que
sus contemporáneos se miraron (o dijeron que se miraban) para, al final, dejar
intacto un único espejo, el que devuelve el rostro propio idealizado, el espejo
del cuento de Blancanieves que dice siempre a la madrastra lo hermosa que es
cuando se mira en él.
Rossanda
sabe de los agujeros de la memoria personal y de las trampas de la memoria que
se presenta a sí misma como reconstrucción fetén de los hechos históricos
colectivos. Ha optado por narrar en primera persona, sin aducir documentos o
papeles, a partir de los recuerdos propios y, casi siempre, claro está,
reflexionando sobre los hechos que recuerda mejor, o a los que presta mayor
atención, para valorar así lo que ella misma hizo (o creyó en su momento estar
haciendo) y lo que hacían las personas y personajes con los que se relacionó en
aquellos años. El resultado es un libro que combina la calidad literaria (como
reconoció en 2005 el jurado del premio Strega), con la honestidad intelectual;
un libro que responde, también en primera persona, a la pregunta que muchos
pueden hacerse hoy, en la época del libro negro del comunismo: cómo se ha sido
comunista y cómo se puede seguir siéndolo, a pesar de todo lo ocurrido y de que
la misma persona que escribe es consciente de que está hablando de una historia
que acabó mal.
En los
primeros capítulos de La muchacha del siglo pasado, Rossanda
narra sus recuerdos de la infancia y de la adolescencia en los años de la
Italia fascista y de la guerra con una distancia tan calculada como apreciable,
sin nostalgia de la edad feliz en años difíciles pero sin resentimiento por los
primeros tropiezos, como para que el lector pueda tener desde el principio la
idea de que, al menos en su caso, el comunismo no lo encontró en la casa
familiar. Y en ese sentido no es casual que los primeros recuerdos que valora
desde las alturas de la edad, por lo que anticipan, hayan sido, por una parte,
la tendencia a escapar y, por otra, la atracción fatal por
los tropiezos, atracción «evocada una y otra vez por los mayores
como demostración de una personal inclinación a no estar en el mundo como dios
manda».
Al escribir
eso no está sugiriendo, sin embargo, la conformación en su caso de un carácter
particularmente rebelde desde la más tierna infancia; lo cual ya dice mucho
acerca de la madurez de la narradora. Como mucho dice, también, la tranquilidad
de espíritu con que reconoce, sin darle mayor importancia, sus relaciones
de entonces con jóvenes fascistas, que era lo habitual, o la declaración de que
antes de 1943 su imagen de los comunistas no haya diferido gran cosa de la que
estaba difundiendo el régimen mussoliniano, sobre todo en los años de la guerra
de España. Comunistas eran para ella entonces, como para tantos otros,
«vengadores de los pobres, violentos y temibles».
Una idea,
ésta, que iba a cambiar radicalmente aquel mismo año 1943, a partir de la relación
que estableció con uno de los grandes intelectuales del momento, el filósofo
Antonio Banfi, a través del cual se produjo su aproximación a los núcleos
comunistas que animaban la Resistencia antifascista. Incluso al llegar ahí
Rossanda evita apuntarse medallas de las que predisponen favorablemente
al lector para lo que va a venir después. No cuenta sus actividades juveniles
en la Resistencia con tonos heroicos, sino más bien como una consecuencia de
circunstancias, entre las cuales la más importante fue la sorpresa, confesada
también, que produjo en la estudiante universitaria el descubrimiento del
vínculo comunista del filósofo al que apreciaba intelectualmente en aquel
momento: «Me vi metida. No tengo glorias de las que alardear, no pedí el diploma
de partisana… Hice poco y con dificultad y errores».
De estas
páginas, que corresponden a los cuatro primeros capítulos del libro, hay al
menos dos cosas que querría subrayar. Una de ellas es el esfuerzo que Rossana
ha hecho por captar y representar el ambiente cotidiano de la Italia de
aquellos años a partir de la selección de los propios recuerdos de la infancia,
adolescencia y juventud. En esas páginas anticipa lo que va a ser el tono
general de todo el libro: veracidad y equilibrio en el juicio, incluso cuando
se refiere a cosas, actitudes y personas que, evidentemente, no eran de su
agrado. Ni siquiera le gustó que la pusieran «Miranda» de nombre guerra, cuando
entró, en 1943, en el grupo comunista clandestino. Consideraba ese nombre
«imbécil» [nome cretino], pero enseguida quita importancia al asunto.
La segunda
de las cosas que llama la atención en esas páginas es la contención con que
Rossanda aborda las relaciones familiares y afectivas. Da a conocer en ellas
sus aficiones literarias y artísticas, sus lecturas, su llegada a la
universidad para estudiar letras y los nombres de los profesores a los que allí
apreció, pero dedica escasísimo espacio a lo que fue la propia educación
sentimental y a la expresión de los sentimientos íntimos. De sus sentimientos
respecto de los familiares más próximos dice poco y casi siempre de forma
alusiva: de los padres, lo más relevante en el momento en que tiene que
enfrentarse a su muerte; y de sus amores, de los varones con los que convivió,
de los que fueron compañeros sentimentales (Rodolfo Banfi y K.S. Karol), apenas
nada. (Tan poco dice que los editores de la obra en castellano, que se han
tomado la molestia de añadir un índice de nombres citados, ni siquiera los han
incluido en él).
Como
sabemos, por otros libros suyos, de la importancia que con el tiempo Rossana
Rossanda iría dando a la relación entre actividad política y educación
sentimental, entre lo público y lo privado, así como de sus batallas en el
ámbito del feminismo italiano, hay que pensar que esta brevedad, esta
autocontención de la memoria, en todo lo que tiene que ver con la propia vida
sentimental, no es olvido sino más bien consecuencia de una decisión pensada al
escribir La ragazza del secolo scorso.
Puede que
eso se deba a que este libro es sustancialmente, como ha dicho Mario Tronti en
el prólogo a la segunda edición italiana, el relato de un gran amor malogrado,
y que ese amor es el amor entre Rossanda y el PCI. O puede también que tal
autocontención se derive de su particular forma de entender y de defender el
papel de las mujeres en la historia, tan alejada del feminismo italiano de la
diferencia, que exaltaba la conservación de los valores tradicionalmente
considerados femeninos. Tronti, en el par de líneas que dedica al asunto
declara esto «terreno minado» y pasa por ahí como de puntillas, para «no saltar
por los aires», dice. Hay en esto, en cualquier caso, un rasgo de carácter que
le impulsa a uno a vincular aquel recuerdo suyo del «escapar» y de los
repetidos «tropiezos» de la infancia con la declaración ya madura, que
Rossana fecha en 1962, de un impulso que conduce, que la conduce, a la
huida, a la vacilación, a la retirada: «El descubrimiento de que no escapaba de
lo femenino. Desde entonces, cuando se trata de elecciones graves en la esfera
pública reconozco el impulso de dar un paso atrás. Y no me parece esto una
virtud pacifista, sino el reflejo de quienes durante siglos han estado fuera de
la historia… Combatir pero en segundo puesto. No decidir en primera o última
instancia… No un fin de los llamados saberes femeninos».
Una de las
cosas más sugestivas de este libro es, para mí, precisamente lo que queda
implicado en tal declaración, sobre todo si se la compara con lo que ha sido la
vida política de su autora desde el momento en que dice que hizo ese
descubrimiento hasta ahora. O sea: la tensión interior que sugiere aquella
tendencia al paso atrás, a pasar a un segundo plano en el momento
de las decisiones graves, en una mujer que, desde entonces y por la propia
historia, ha tenido que estar tantas veces en el primerísimo plano de la esfera
pública cuando tantos varones, aquellos de las decisiones en primera o en
última instancia, vacilaban, se retiraban o negaban los ideales que un día
defendieron.
En la parte
central del libro, la que está dedicada propiamente al relato del amor
malogrado con el PCI, a los años que van desde 1947 (momento en que Rossanda
decide dedicarse preferentemente al trabajo político después de haber hecho una
tesis académica sobre los tratados de arte entre la Edad Media y el primer
Renacimiento) hasta 1968, momento en el que empieza «la otra historia»,
hay recuerdos y reflexiones que, por su lucidez, pasarán seguramente a ser
parte de la otra historia del comunismo del siglo XX; observaciones que por
olvido, por oportunismo o por corrección política mal entendida, no han sido
subrayadas convenientemente en estudios historiográficos documentados y que
aquí son parte sustantiva del relato. Por ejemplo: el mal fario que le produjo
el resultado del referéndum de 1946, en el que la República, según recuerda
Rossanda, fue aprobada «por los pelos» cuando la ridiculez del rey era tan
evidente; o la impresión negativa que tuvo ante las primeras elecciones
regionales después de la guerra, en la que los comunistas fueron derrotados, a
pesar del papel que habían jugado en la Resistencia. O, por poner otro ejemplo,
el recuerdo de que, a pesar de su peso social y de lo que se ha dicho y
repetido tantas veces después sobre el poder del partido, ningún comunista
hubiera podido hablar en Italia ante los micrófonos de la radio y ante las
cámaras de televisión hasta 1963.
Desde un
punto de vista ya estrictamente político, son interesantísimos los recuerdos y
reflexiones de Rossanda sobre su primer viaje a Moscú, todavía en vida de
Stalin; sobre lo que representó para el PCI el XX Congreso del PCUS; sobre los
acontecimientos de Hungría en 1956 (y la controversia entre el grupo dirigente
del PCI y algunos de los intelectuales comunistas italianos entonces); sobre la
pobre impresión que sacó del antifranquismo organizado durante su viaje a
España a comienzos de 1962, poco antes de la huelga de los mineros de Asturias;
sobre lo que vio en Cuba y de la revolución cubana después de la crisis de los
misiles, en los meses en que se especulaba en la isla acerca del destino de
Guevara; sobre el papel y la personalidad de Palmiro Togliatti; sobre el mayo
francés de 1968 y sobre la llamada primavera de Praga, aquel mismo año,
sofocada en agosto por los tanques soviéticos.
Al hacer
referencia a estos acontecimientos o asuntos, que Rossana vivió en primera
persona o que marcaron su vida política a través de los debates y las
controversias en el PCI, he escrito aposta, con intención, las palabras recuerdos
y reflexiones. Pues uno de los rasgos que dan valor a esas páginas es que
Rossanda construye el relato de los hechos a partir del recuerdo de
acontecimientos vividos, o apasionadamente discutidos en su momento, pero
reflexionando acerca de ellos casi siempre en dos niveles complementarios:
narrando lo que pensaba o hizo ella misma en tal momento y añadiendo por lo
general lo que ha llegado a pensar sobre tales asuntos al tener en cuenta
acontecimientos posteriores o al volver sobre ellos en el momento en que
escribe. Obviamente, esta forma de construir la narración presenta un riesgo,
muy corriente y pocas veces superado en los libros de memorias: confundir lo
que se pensaba en el momento con lo que se pensó después y atribuir a otros
ideas, pensamientos, actitudes o posiciones que no se corresponden precisamente
con lo que dijeron o hicieron entonces.
Pero lo más
notable del libro de Rossanda, en mi opinión, es que en todas esas grandes
cuestiones controvertidas en el movimiento comunista de aquellos años ha
logrado distinguir bien entre lo que pensaba y lo que piensa al respecto. Y ha
logrado, además, comunicar al lector esa distinción por el procedimiento de
advertir sobre la marcha, y sin cortar el relato, cuándo y por qué cambió de
opinión, o explicando con verosimilitud y claridad los motivos por los que
ahora, cuando escribe, en 2005, piensa que también ella, como parte que
era del movimiento comunista, erró, se equivocó o fracasó en tal o cual
momento. Hay una imagen en el libro, cuando Rossanda está contando los avatares
de los años sesenta, que me parece muy ilustrativa y que enlaza además con
aquello de los «tropiezos». Es la imagen de la lagartija. Dice Rossanda: «Por
entonces me pasó, a mí y a otros muchos comunistas, como a la lagartija a la
que el gato mordió el rabo: que volvió a crecerle. Lagartija me
parece un término apropiado. No he sido un animal de bosque, ni siquiera un
gato montés, pero espero que tampoco una gallina».
Tan
interesante como lo anterior: Rossanda ha construido el relato de sus recuerdos
escribiendo desde la conciencia de la derrota, con el mismo espíritu crítico de
su juventud y, sin embargo, con un respeto exquisito por la mayoría de los
personajes con los que se discutió o de los que discrepó en el momento de los
hechos que cuenta. Esto es de admirar, por raro en las memorias de los
protagonistas de la historia del movimiento comunista, en las cuales, como es
bien sabido, ha habido mucho cainismo y no poco veneno. Ahí veo yo la
prolongación madura de aquel no estar en el mundo como dios manda que
le atribuían en la infancia. El ejemplo más patente que se puede aducir a este
respecto, aunque no sea el único, es la consideración con que Rossanda ha
tratado, en La muchacha del siglo pasado, a Palmiro Togliatti, el
personaje más citado a lo largo del libro, como, por lo demás, es natural
teniendo en cuenta el papel que éste desempeñó en el PCI y en la vida política
italiana. La advertencia sobre el paso del recuerdo a la reflexión es aquí
meridiana: “En la década de 1970 le critiqué tanto como hoy le revalorizo, una
vez aceptado que su objetivo no fue derribar el estado de cosas existente sino
garantizar la legitimidad del conflicto. “
Es difícil
decir tanto en tan pocas palabras acerca de lo que se pensaba y de lo que se
piensa para dar al mismo tiempo en el clavo sobre el auténtico papel político
del personaje, aquel mismo personaje que había espetado un día a la
disidente: «Pero aquí ¿quién es el secretario del partido, tú o yo?». El
juicio, la valoración política y la reflexión sobre el ayer y sobre el hoy se
superponen, pues, en la forma que se considera más positiva posible. Positiva,
desde luego, para quien quiera seguir pensando en la actualidad de los
problemas del comunismo sin echar la tradición por la borda y sin renunciar,
por otra parte, al espíritu crítico.
Hay otros
muchos pasos de parecido tenor en el libro, pero mencionaré, para terminar, uno
solo que creo particularmente ilustrativo a la hora de valorar el respeto por
los otros y el equilibrio en que ha desembocado al fin aquel amor desgraciado.
Está ya al final del libro y se refiere justamente al momento tal vez más
decisivo en la vida política de Rossana Rossanda: la narración de los orígenes
de Il Manifiesto, lo que incluye su relación con Enrico Berlinger
en aquellos días de 1969 y la expulsión del PCI de su propio grupo. Después de
recordar las ya mencionadas palabras de Aldo Natoli en la reunión del comité
central en la que se decidió la expulsión del grupo, Rossanda ha optado,
también aquí, por no hacer sangre a destiempo: llama «amigos» a algunos de los
que entonces levantaron la mano para expulsarles; deja claro que, de todas
formas, el grupo de Il Manifesto era «otra cosa», una
cosa distinta de aquel PCI; y acaba la narración así: «No he vuelto a contar
los votos. No estaba resentida, ni, a decir verdad, conmocionada […] Ya no
éramos de los suyos, de los nuestros».
De los suyos,
de los nuestros: ahí está la clave.
He dicho
arriba que, por forma y tono, estos recuerdos de Rossana Rossanda nada tienen
que ver con la socorrida reconstrucción del espejo que siempre dice lo hermosa
que es quien se mira en él. El espejo en el que se mira Rossanda es otro. Mario
Tronti ha escrito que hay que fijarse en la foto de la cubierta del libro (que
se reproduce, ampliada, en la edición castellana) y ve en ella otra representación
de la melancolía. Comparto la observación: ese precioso
movimiento del alma sensible, la melancolía, recorre como un hilo rojo las
páginas que Rossanda ha dedicado al amor desgraciado y al conflicto interior
que produce el desfase entre lo que se pudo hacer y lo que se hizo realmente,
entre lo que se quiso y lo que no fue posible. Sólo añadiría a la observación
de Tronti que, en este caso, la lucidez del análisis que acompaña la imagen de
la melancolía no remite necesariamente al lector a aquella profunda tristeza
que la palabra denota. Al contrario: el lector con convicciones, el lector que
haya tenido conciencia de la tragedia del comunismo del siglo XX, aún cerrará
el libro de la muchacha del siglo pasado, de la comunista sin carnet, esperanzado.
Pues, como dice ella, también nosotros habremos aprendido que no todo lo que no
ha funcionado históricamente era políticamente erróneo.
Fuente:
Reseña de las Memorias de Rossana Rossanda La muchacha
del siglo pasado, escrita por Francisco Fernández Buey y publicada en
el nº 27 (2008) de la revista valenciana de pensamiento contemporáneo Pasajes (págs.
123-129). Incluido en el libro de Fernández Buey 1917.
Variaciones sobre la Revolución de Octubre, su historia y sus consecuencias.