El socialismo chino y el mito
del fin de la historia
Por Bruno Guigue |
Rebelion
29/11/2018 | Economía
Fuentes: Le
grand soir
Traducido del francés para Rebelión por Caty R.
En 1992 el
politólogo estadounidense Francis Fukuyama se atrevió a anunciar el «fin de la
historia». «Con el hundimiento de la URSS, dijo, la humanidad entra en una
nueva era. Conocerá una prosperidad sin precedentes». Aureolada con su
victoria sobre el imperio del mal, la democracia liberal proyectaba su luz
salvadora sobre el planeta asombrado. Desembarazada del comunismo, la economía
de mercado debía esparcir sus bondades por todos los rincones del globo,
unificando el mundo bajo los auspicios del modelo estadounidense (1). La
desbandada soviética parecía validar la tesis liberal según la cual el
capitalismo -y no su contrario el socialismo- se adaptaba al sentido de la
historia. Todavía hoy la ideología dominante reitera esta idea simple: si la
economía planificada de los regímenes socialistas cayó, es porque no era
viable. El capitalismo nunca estuvo tan bien y ha conquistado el mundo.
Los partidarios
de esta teoría están tanto más convencidos en cuanto que el sistema soviético
no es el único argumento que habla en su favor. Las reformas económicas
emprendidas por la China popular a partir de 1979, según ellos, también
confirman la superioridad del sistema capitalista. ¿Acaso no han acabado los
comunistas chinos, para estimular su economía, admitiendo las virtudes de la
libre empresa y el beneficio, incluso pasando por encima de la herencia maoísta
y su ideal de igualdad?
Lo mismo que la
caída del sistema soviético demostraría la superioridad del capitalismo liberal
sobre el socialismo dirigista, la conversión china a las recetas liberales
parece asestar el golpe de gracia a la experiencia «comunista».
Un doble juicio
de la historia, al fondo, ponía el punto final a una competición entre los dos
sistemas que atravesaron el siglo XX.
El problema es
que esa narración es un cuento de hadas. Occidente repite encantado que China
se desarrolla convirtiéndose en «capitalista». Pero los hechos desmienten esa
simplista afirmación. Incluso la prensa liberal occidental ha acabado
admitiendo que la conversión china al capitalismo es un cuento. Los propios
chinos lo dicen y dan argumentos sólidos. Como punto de partida del análisis
hay que empezar por la definición habitual del capitalismo: un sistema
económico basado en la propiedad privada de los medios de producción e
intercambio. Ese sistema fue erradicado progresivamente en la China popular en
el período maoísta (1950-1980) y efectivamente se reintrodujo en el marco de
las reformas económicas de Deng Xiaoping a partir de 1979. De esta forma se
inyectó una dosis masiva de capitalismo en la economía, pero -la precisión es
importante- esa inyección tuvo lugar bajo la impulsión del Estado. La
liberalización parcial de la economía y la apertura al comercio internacional
muestran una decisión política deliberada.
Para los
dirigentes chinos se trataba de incrementar los capitales extranjeros para
acrecentar la producción interna. Asumir la economía de mercado era un medio,
no un fin. En realidad el significado de las reformas se entiende sobre todo
desde un punto de vista político «China es un Estado unitario central en la
continuidad del imperio. Para preservar su control absoluto sobre el sistema
político, el partido debe alinear los intereses de los burócratas con el bien político
común, a saber la estabilidad, y proporcionar a la población una renta real
aumentando la calidad de vida. La autoridad política debe dirigir la economía
de manera que produzca más riqueza de forma más eficaz. De donde se derivan dos
consecuencias: la economía de mercado es un instrumento, no una finalidad; la
apertura es una condición de eficacia y conduce a esta directiva económica
operativa: alcanzar y superar a Occidente» (2)
Es por lo que
la apertura de China a los flujos internacionales fue masiva pero rigurosamente
controlada. El mejor ejemplo lo proporcionan las Zonas de Exportación
Especiales (ZES). «Los reformadores chinos quieren que el comercio refuerce el
crecimiento de la economía nacional, no que la destruya», señalan Michel
Aglietta y Guo Bai. En los ZES un sistema contractual vincula a las empresas
chinas y las empresas extranjeras. China importa los componentes de la
fabricación de bienes de consumo industriales (electrónica, textil, química).
La mano de obra china hace el ensamblaje, después las mercancías se venden a
los mercados occidentales. Este reparto de las tareas está en el origen de un
doble fenómeno que no ha dejado de acentuarse desde hace 30 años: el
crecimiento económico de China y la desindustrialización de Occidente. Medio
siglo después de las «guerras del opio» (1840-1860) que emprendieron las
potencias occidentales para despedazar China, el Imperio del Medio tomó su
revancha.
Porque los
chinos aprendieron la lección de una historia dolorosa, «esta vez la
liberalización del comercio y las inversiones es competencia de la soberanía de
China y están controladas por el Estado. Lejos de ser los enclaves que solo
benefician a un puñado de «compradores», la nueva liberalización del comercio
fue uno de los principales mecanismos que han permitido liberar el enorme
potencial de la población» [3]. Otra característica de esta apertura, a menudo
desconocida, es que beneficia esencialmente a la diáspora china, que entre 1985
y 2005 poseía el 60 % de las inversiones acumuladas, frente al 25 % por los
países occidentales y el 15 % por Singapur y Corea del Sur. La apertura al
capital «extranjero» fue en primer lugar un asunto chino. Movilizando los
capitales disponibles, la apertura económica creó las condiciones de una
integración económica asiática de la que la China popular es la locomotora
industrial.
Decir que China
se convirtió en «capitalista» después de haber sido «comunista» indica, pues,
una visión ingenua del proceso histórico. Que haya capitalistas en China no
convierte el país en «capitalista», si se entiende con esta expresión un país
donde los dueños de capitales privados controlan la economía y la política
nacionales. En China es un partido comunista con 90 millones de afiliados, que
irriga al conjunto de la sociedad, el que tiene el poder político. ¿Hay que
hablar de sistema mixto, de capitalismo de Estado? Es más conforme a la
realidad, pero todavía insuficiente. Cuando se trata de clasificar el sistema
chino, el apuro de los observadores occidentales es evidente. Los liberales se
dividen en dos categorías: los que reprochan a China que siga siendo comunista
y los que se alegran de que se haya hecho capitalista. Unos solo ven «un
régimen comunista y leninista» disfrazado, aunque ha hecho concesiones al
capitalismo ambiental [4]. Para otros China se ha vuelto «capitalista» por la
fuerza de las cosas y esa transformación es irreversible.
Sin embargo
algunos observadores occidentales intentan captar la realidad con más sutileza.
Así Jean-Louis Beffa, en una publicación económica mensual, afirma directamente
que China representa «la única alternativa creíble al capitalismo occidental».
«Después de más de 30 años de un desarrollo inédito, escribe, ¿no es hora de
concluir que China ha encontrado la receta de un contramodelo eficaz al
capitalismo occidental? Hasta ahora no había surgido ninguna solución
alternativa y el hundimiento del sistema comunista en torno a Rusia en 1989
consagró el éxito del modelo capitalista. Pero la China actual no lo suscribe.
Su modelo económico híbrido combina dos dimensiones que saca de fuentes
opuestas. La primera procede del marxismo leninismo, está marcada por un poder
controlado del partido y un sistema de planificación vigorosamente aplicado. La
segunda se refiera más a las prácticas occidentales, que se centra en la
iniciativa individual y en el espíritu emprendedor. Cohabitan así el control
del PCC sobre los negocios y un sector privado abundante» [5].
Este análisis
es interesante pero vuelve a las dos dimensiones -pública y privada- del
régimen chino, puesto que es la esfera pública, obviamente, la que está al
mando. Dirigido por un poderoso partido comunista, el Estado chino es un Estado
fuerte. Controla la moneda nacional, incluso la deja caer para estimular las
exportaciones, lo que Washington le reprocha de forma recurrente. Controla casi
la totalidad del sistema bancario. Vigilados de cerca por el Estado, los
mercados financieros no desempeñan el papel desmesurado que se arrogan en
Occidente. Su apertura a los capitales, por otra parte, está sometida a
condiciones draconianas impuestas por el Gobierno. En resumen, la conducción de
la economía china está en la férrea mano de un Estado soberano y no en la «mano
invisible del mercado» querida por los liberales. Algunos se lamentan. Un
liberal autorizado, un banquero internacional que enseña en París revela que
«la economía china no es una economía de mercado ni una economía capitalista.
Tampoco un capitalismo de Estado, porque en China es el propio mercado el que
está controlado por el Estado» [6]. Pero si el régimen chino tampoco es un
capitalismo de Estado, ¿entonces es «socialista», ya que es el propietario de
los medios de producción o al menos ejerce el control de la economía? La
respuesta a esta pregunta es claramente positiva.
La dificultad
del pensamiento dominante para nombrar el régimen chino, como vemos, viene de
una ilusión contemplada desde hace mucho tiempo: al abandonar el dogma
comunista China entraría por fin en el maravilloso mundo del capitalismo ¡Sería
estupendo poder decir que China ya no es comunista! Convertida al liberalismo,
esta nación entraría en el derecho común. Con la vuelta al orden de las cosas,
la capitulación validaría la teología del homo occidentalis. Pero
sin duda se ha malinterpretado la célebre fórmula del reformador Deng Xiaoping:
«poco importa que el gato sea blanco o negro si caza ratones».
Eso no
significa que de igual el capitalismo o el socialismo, sino que se juzgará a
cada uno por sus resultados. Se ha inyectado una fuerte dosis de capitalismo en
la economía China, controlada por el Estado, porque era necesario estimular el
desarrollo de las fuerzas productivas. Pero China permanece en un Estado fuerte
que dicta su ley a los mercados financieros y no al revés. Su élite dirigente
es patriota. Incluso aunque conceda una parte del poder económico a los
capitalistas «nacionales», no pertenece a la oligarquía financiera globalizada.
Adepta a la ética de Confucio, dirige un Estado que solo es legítimo porque
garantiza el bienestar de 1.400 millones de chinos.
Además no hay
que olvidar que la orientación económica adoptada en 1979 ha sido posible por
los esfuerzos realizados en el período anterior. Al contrario que los
occidentales, los comunistas chinos subrayan la continuidad -a pesar de los
cambios efectuados- entre el maoísmo y el posmaoísmo. «Muchos tuvieron que
sufrir por el ejercicio del poder comunista. Pero la mayoría se adhiere a la
apreciación emitida por Deng Xiaoping, el cual tenía alguna razón para querer a
Mao Zedong: 70 % positivo y 30 % negativo. Hoy existe una frase muy extendida
entre los chinos que revela su opinión sobre Mao Zedong: Mao nos puso de pie,
Deng nos hizo ricos. Y esos chinos consideran perfectamente normal que el
retrato de Mao figure en los billetes de banco. Todo el apego que todavía hoy
tienen los chinos a Mao Zedong se debe a que lo identifican con la dignidad
nacional recuperada» [7].
Es cierto que
el maoísmo acabó con 150 años de decadencia, de caos y de miseria. China estaba
fragmentada, devastada por la invasión japonesa y la guerra civil. Mao la
unificó. En 1949 era el país más pobre del mundo. Su PIB per cápita era
alrededor de la mitad del de África y menos de tres cuartas partes del de la
India. Pero de 1950 a 1980, durante el período maoísta, el PIB creció de forma
regular (2,8 % de media anual), el país se industrializó y la población pasó de
552 a 1.017 millones de habitantes. Los progresos en materia de salud fueron
espectaculares y se erradicaron las principales epidemias. El indicador que
resume todo, la esperanza de vida pasó de 44 años en 1950 a 68 años en 1980. Es
un hecho indiscutible. A pesar del fracaso del «Gran salto adelante» y a pesar
del embargo occidental -que siempre se olvida mencionar- la población china
ganó 24 años de esperanza de vida con Mao. Los progresos en materia de
educación fueron masivos, especialmente en la primaria: el porcentaje de
población analfabeta pasó del 80 % en 1950 al 16 % en 1980. Finalmente las
mujeres chinas -que «sostienen la mitad del cielo», decía Mao- fueron educadas
y liberadas de un patriarcado ancestral. En 1950 China estaba en ruinas.
Treinta años después todavía era un país pobre desde el punto de vista del PIB
por habitante. Pero era un Estado soberano unificado, equipado y dotado de una
industria naciente. El ambiente era frugal, pero la población estaba nutrida,
cuidada y educada como no había estado en el siglo XX.
Esta revisión
del período maoísta es necesaria para comprender la China actual. Fue entre
1950 y 1980 cuando el socialismo puso las bases del desarrollo futuro. En los
años 70, por ejemplo, China recogía el fruto de sus esfuerzos en materia de
desarrollo agrícola. Una silenciosa revolución verde había hecho su camino
aprovechando los trabajos de una Academia China de Ciencias Agrícolas creada
por el régimen comunista. A partir de 1964 los científicos chinos obtienen sus
primeros éxitos en la reproducción de variedades de arroz de alto rendimiento.
La restauración progresiva del sistema de riego, los progresos realizados en la
reproducción de semillas y la producción de abonos nitrogenados transformaron
la agricultura. Como los progresos sanitarios y educativos, esos avances
agrícolas hicieron posibles las reformas de Deng que han constituido la base
del desarrollo posterior. Y ese esfuerzo de desarrollo colosal solo podía ser
posible bajo el impulso de un Estado planificador. La reproducción de las
semillas, por ejemplo, necesitaba inversiones imposibles en el marco de las
explotaciones individuales [8].
En realidad la
China actual es hija de Mao y Deng, de la economía dirigida que la unificó y de
la economía mixta que la ha enriquecido. Pero el capitalismo liberal al estilo
occidental no aparece en China. La prensa burguesa cuenta con lucidez la
indiferencia de los chinos hacia nuestros caprichos. Se puede leer en Les
Echos, por ejemplo, que los occidentales «han cometido el error de pensar
que en China el capitalismo de Estado podría ceder el paso al capitalismo de
mercado». ¿Qué se reprocha en definitiva a los chinos?
La respuesta no
deja de sorprender en las columnas de un semanario liberal: «China no tiene la
misma noción del tiempo que los europeos y los americanos. ¿Un ejemplo? Nunca
una empresa occidental financiaría un proyecto que no fuera rentable. No es el
caso de China, que piensa a largo plazo. Con su poder financiero público
acumulado desde hace dos decenios, China no se preocupa prioritariamente de una
rentabilidad a corto plazo si sus intereses estratégicos lo exigen». Después el
analista de Les E chos concluye: «Así es mucho más fácil
que el Estado mantenga el control de la economía. Lo que es impensable en el
sistema capitalista tal y como lo practica Occidente no lo es en China». ¡No se
puede decir mejor! (9).
Obviamente este
destello de lucidez es poco habitual. Cambia la letanía acostumbrada según la
cual la dictadura comunista es abominable, Xi Jinping es dios, China se
desmorona bajo la corrupción, su economía se tambalea, su deuda es abismal y su
tasa de crecimiento se halla a media asta. Un escaparate de tópicos y falsas
evidencias en apoyo de la visión que dan de China los medios dominantes que
pretenden entender a China según categorías preestablecidas muy apreciadas en
el pequeño mundo mediático. ¿Comunista, capitalista, un poco de ambos u otra
cosa? En las esferas mediáticas pierden los chinos. Es difícil admitir, sin
duda, que un país dirigido por un partido comunista haya conseguido en 30 años
multiplicar por 17 su PIB por habitante. Ningún país capitalista lo ha
conseguido nunca.
Como de
costumbre los hechos son testarudos. El Partido Comunista de China no renuncia
a su papel dirigente en la sociedad y proporciona su armazón a un Estado
fuerte. Heredero del maoísmo, este Estado conserva el control de la política
monetaria y del sistema bancario. Reestructurado en los años 90, el sector
público sigue siendo la columna vertebral de la economía china, representa el
40 % de los activos y el 50 % de los beneficios generados por la industria,
predomina en el 80-90 % en los sectores estratégicos: siderurgia, petróleo,
gas, electricidad, energía nuclear, infraestructuras, transportes, armamento.
En China todo lo que es importante para el desarrollo del país y para su
proyección internacional está estrechamente controlado por el Estado soberano.
Un presidente de la República china nunca malvendería al capitalismo
estadounidense una joya industrial comparable a Alstom, ofrecida por Macron
envuelta en papel de regalo.
Si se lee la
resolución final del Decimonoveno Congreso del Partido Comunista Chino (octubre
de 2017), se comprueba la amplitud de los desafíos. Cuando dicha resolución
afirma que «el Partido debe unirse para alcanzar la victoria decisiva de la
edificación integral de la sociedad de clase media, hacer que triunfe el
socialismo chino de la nueva era y luchar sin descanso para lograr el sueño
chino de la gran renovación del país», hay que tomar esas declaraciones en
serio. En Occidente la visión de China está oscurecida por las ideas recibidas.
Se imagina que la apertura a los mercados internacionales y la privatización de
numerosas empresas hacen doblar las campanas por el «socialismo chino». Nada
más lejos de la realidad. Para los chinos esa apertura es la condición del
desarrollo de las fuerzas productivas, no el preludio de un cambio sistémico.
Las reformas económicas han permitido salir de la pobreza a 700 millones de
personas, es decir, el 10 % de la población mundial. Pero se inscriben en una
planificación a largo plazo en la que el Estado chino conserva el control. Hoy
nuevos desafíos esperan al país: la consolidación del mercado interior, la
reducción de las desigualdades, el desarrollo de las energías verdes y la
conquista de las altas tecnologías.
Al convertirse
en la primera potencia económica del mundo, la China popular elimina el
pretendido «fin de la historia». Envía al segundo puesto a un Estados Unidos
moribundo minado por la desindustrialización, el sobreendeudamiento, el
desmoronamiento social y el fracaso de sus aventuras militares. Al contrario
que Estados Unidos China es un imperio sin imperialismo. Ubicado en el centro
del mundo, el Imperio del Medio no necesita expandir sus fronteras. Respetuosa
del derecho internacional, China se conforma con defender su esfera de
influencia natural. No practica el «cambio de régimen» en el extranjero. ¿No
quieren vivir como los chinos? No importa, ellos no pretenden convertirlos.
Centrada en sí misma, China no es conquistadora ni proselitista. Los
occidentales libran una batalla contra su propio declive mientras los chinos
hacen negocios para desarrollar su país. En los últimos treinta años China no
ha hecho ninguna guerra y ha multiplicado su PIB por 17. En el mismo período
Estados Unidos ha emprendido una decena de guerras y ha precipitado su
decadencia. Los chinos han erradicado la pobreza mientras Estados Unidos
desestabiliza la economía mundial y vive a crédito. En China retrocede la
miseria mientras en Estados Unidos avanza. Nos guste o no el «socialismo chino»
humilla al capitalismo occidental. Decididamente el «fin de la historia» puede
ocultar otro.
Notas :
[1] Francis
Fukuyama, La fin de l’Histoire et le dernier homme, 1993,
Flammarion.
[2] Michel
Aglietta et Guo Bai, La Voie chinoise, capitalisme et empire, Odile
Jacob, 2012, p.17.
[3) Ibidem, p.
186.
[4] Valérie
Niquet, «La Chine reste un régime communiste et léniniste», France TV
Info, 18 octobre 2017.
[5] Jean-Louis
Beffa, «La Chine, première alternative crédible au capitalisme», Challenges,
23 juin 2018.
[6] Dominique
de Rambures, La Chine, une transition à haut risque, Editions de
l’Aube, 2016, p. 33.
[7] Philippe
Barret, N’ayez pas peur de la Chine !, Robert Laffont, 2018, p.
230.
[8] Michel
Aglietta et Guo Bai, op. cit., p.117.
[9] Richard
Hiaut, «Comment la Chine a dupé Américains et Européens à l’OMC», Les
Echos, 6 juillet 2018.
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Fuente: https://www.legrandsoir.info/le-socialisme-chinois-et-le-mythe-de-la-fin-de-l-histoire.html
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