¿Qué queda de la democracia? Un conjunto de procedimientos formales para elegir a la clase política, el sometimiento a una constitución cada vez más nominal y el predomino de poderes económico-financieros que imponen sus reglas a la soberanía popular.
¿Cuanto capitalismo pueden soportar nuestras
democracias?
El Viejo Topo
5 noviembre, 2022
“Sin homogeneidad social, la más radical igualdad formal se torna la más radical desigualdad y la democracia formal, dictadura de la clase dominante”
Hermann Heller, 1928
Es una de las
paradojas de la época: cuanto más se habla de democracia, más alejada está esta
de su ejercicio cotidiano y de sus fundamentos jurídico-constitucionales. Es
más, se está usando como arma de guerra para justificar y legitimar el
conflicto con Rusia y, sobre todo, el que se prepara meticulosamente contra
China. La palabra democracia sirve para todo menos para lo que sería
fundamental: garantizar el autogobierno de las poblaciones.
El término
democracia liberal se emplea mucho en este último periodo. Es el caso típico
–analizado sabiamente por Charles Taylor– de colonización del imaginario social
derivado de la literatura académica y promovido por los medios
comunicación masivos. Las definiciones nunca son neutras. Definir las
democracias realmente existentes en Europa como liberales significa, cuando
menos, una ruptura que supone, de un lado, borrar una experiencia histórica
genuinamente europea y, de otro, introducir un concepto que normaliza una
deriva política, una transición que se intenta presentar como una simple
continuidad. Dicho de otra forma, la democracia liberal, aquí y ahora, no sería
solo un concepto académico sino un programa, una estrategia discursiva que le
pone nombre a algo que se está ya haciendo en la práctica.
Intento
explicarme. Desde el punto de vista histórico, las democracias europeas
surgidas después de la derrota del fascismo en la II Guerra Mundial se basaban
en un tipo de Estado y en un sistema político diferenciado y alternativo a las
democracias liberales. No se trata de un juego de palabras, se consideraba que
estas últimas habían sido culpables de los grandes conflictos sociales, de las
guerras civiles y de las emergencias de los Estados autoritarios. ¿Qué
significaba en este contexto las democracias liberales? Un tipo de régimen
político basado en el predominio de una sólida y maciza oligarquía financiera,
empresarial y terrateniente que no reconocía la autonomía política y
organizativa de las clases trabajadoras y que rechazaba el conflicto de clases.
La República de Weimar fue el intento, fallido, para superar un viejo sistema
de poder, una determinada configuración de unas clases dominantes que siempre
vieron a la democracia de masas como un peligro, una amenaza sus privilegios y
creencias.
El
“constitucionalismo social” fue la gran propuesta de una Europa que había
cambiado las relaciones de fuerzas existentes y, sobre todo, que tenía miedo a
la revolución. Hoy se tiende a olvidar que, en muchos países europeos, la II
Guerra Mundial fue una guerra civil que unió estrechamente a las derechas con
los ocupantes y que la resistencia fue protagonizada esencialmente por la
izquierda socialista y comunista. La presencia de los tanques soviéticos en
Berlín y el protagonismo popular en la resistencia crearon las condiciones para
superar los viejos regímenes liberales y autoritarios. El pacto keynesiano fue
el intento de crear un tipo de capitalismo organizado que superara las crisis
recurrentes, promoviera el pleno empleo y una más justa redistribución de la
renta. De aquí surge el concepto Estado social, cuyo centro fue hacer
compatible capitalismo y democracia.
Sin embridar al
capitalismo, sin regular los mercados y sin reconocer la autonomía de las
clases trabajadoras, el Estado social no sería posible. Se partía –es bueno
subrayarlo aquí y ahora– de que existía una contradicción sustancial entre el
capitalismo y su lógica de poder, y la sociedad democráticamente organizada.
Los “treinta años gloriosos” tienen mucho que ver con este específico modo de
relacionarse la economía con la sociedad y el Estado con la ciudadanía.
La
contrarrevolución neoliberal se puede explicar como una estrategia bien
planificada para romper todos los controles que el Estado y la sociedad
impusieron al capitalismo histórico. El objetivo político fue desde el
principio demoler sistemáticamente lo que fue el Estado social y democrático de
derecho. No es casualidad que el modelo se pusiera en práctica contra el Chile
de Allende, a través y por medio del golpe de Estado de Augusto Pinochet.
Conviene no perder el hilo. En los países europeos la contrarrevolución tendría
que ser más lenta, con otros ritmos y aprovechando la coyuntura histórica que
empezaba a ser favorable. La derrota del movimiento obrero organizado en los
años 70 y 80 y la caída de la URSS abrieron una ventana de oportunidad que fue
aprovechada a fondo.
El proyecto
europeo de Maastricht fue la gran iniciativa. Una izquierda sin programa y una
socialdemocracia sin identidad convirtieron la integración europea en una nueva
frontera para adaptarse a la hegemonía indiscutida e indiscutible de EEUU y lo
que era su gran proyecto: la globalización neoliberal. Integración europea y
globalización siempre han ido de la mano. El objetivo, ser parte del nuevo
mundo post socialista en construcción. Von Hayek dedicó su libro Camino
de servidumbre a los socialistas de todos los partidos. Hoy habría que
decir, desde la victoria ideológica, a los neoliberales de todos los partidos.
El papel de la socialdemocracia y de una buena parte del movimiento obrero
organizado fue hacer del vicio virtud: aceptar el neoliberalismo como el único
horizonte de lo posible, convertir el europeísmo en la nueva ideología que
permitía diferenciarse, justificar ajustes salariales permanentes e ir
desmontado poco a poco, pieza a pieza, el Estado social.
La idea central
del modelo Maastricht de integración europea era clara y distinta: despolitizar
la economía, constitucionalizar las reglas neoliberales básicas e imponer un
tipo de democracia limitada y subalterna. La clave es la conformación del
sistema jurídico-político de la Unión Europea como un ordenamiento superior a
las constituciones de cada uno de los países individualmente considerados en
todo aquello que se oponga a las reglas comunitarias o a las sentencias del
Tribunal de Justicia. Para que la operación pudiese funcionar hacía falta
cuartear la soberanía popular, fragmentarla para poderla ceder a organismos no
democráticos y sin responsabilidad. Lo que se buscaba era evidente: impedir el
reformismo keynesiano, debilitar el poder contractual de las clases
trabajadoras, erosionar la fuerza de los sindicatos. ¿Qué queda de la
democracia? Un conjunto de procedimientos formales para elegir a la clase
política, el sometimiento a una constitución cada vez más nominal y el
predomino de unos poderes económico-financieros que imponen sus reglas a la
soberanía popular.
La
norteamericanización de la vida pública europea como realidad y la democracia
liberal como programa: menos Europa y más Estados Unidos. Ahora la parábola se
cierra: el constructo Unión Europea ha sido el medio para poner fin a la
soberanía popular, erosionar el papel de las clases trabajadoras e impedir el
reformismo en cualquiera de sus acepciones. La crisis de nuestras democracias,
los fenómenos de involución social y de autoritarismo político tienen su origen
en la victoria de un capitalismo monopolista-financiero que usa al Estado para
imponer su modelo social, que no admite controles y que quiere hacerse
irreversible; insisto, irreversible. Margaret Thatcher ganó cuando Tony Blair
respetó su legado y lo siguió en lo fundamental.
Hay que coger
con decisión los cuernos de la contradicción y hacerla productiva: capitalismo
contra la democracia constitucional; capitalismo contra el Estado social;
capitalismo contra soberanía popular; capitalismo contra el autogobierno
democrático de las poblaciones. Esta democracia ya no es nuestra democracia, es
una democracia oligárquica, una democracia dirigida y sometida a los
poderes económicos-financieros y mediáticos. Hay que distinguir: una cosa es la
defensa intransigente de las libertades públicas, de los derechos sociales, del
uso alternativo del derecho y otra muy diferente es defender esta democracia
plutocrática como nuestra democracia.
De esta crisis
de las democracias realmente existentes aparecen dos salidas: una, autoritaria,
liberal-conservadora que es la que se está imponiendo con fuerza en este
periodo; otra, democrático-socialista que propone ir más allá del Estado
Social, que defiende la soberanía popular y una economía al servicio de las
necesidades básicas de las personas; es decir, una democracia económica que
limite, contenga y supere las reglas de hierro del mercado
monopolista-financiero dominante. Lo dicho, hacer productiva la contradicción
impulsando la democracia social, desmercantilizando las relaciones sociales,
ampliando y garantizando los derechos sociales fundamentales.
Las poblaciones
exigen seguridad, orden, justicia y una democracia real y efectiva. Este es
el territorio de la verdadera confrontación política; para ello se
requieren ideas claras, programa y fuerza social organizada. Dicho al modo
de Karl Polanyi, las clases trabajadoras y asalariadas necesitan protegerse de
la economía de mercado capitalista, limitar el poder omnímodo de
los empresarios para sentirse protagonistas del futuro, sujetos activos de
una política entendida como proyecto de liberación.
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