VIEJA Y NUEVA
POLÍTICA. CONFERENCIA DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET, MAYO DE 1914, TEATRO DE LA
COMEDIA (MADRID)
7/8
Sociología
Crítica
30.05.2015
Ortega, aquel 24 de mayo de 1914 en el Teatro de la
Comedia
La organización
nacional (10)
Junto con aquel
impulso genérico del liberalismo, es el ansia por la organización de España lo
que lleva nuestros esfuerzos a agruparse. No se debe olvidar que formamos parte
de una generación iniciada en la vida a la hora del desastre postrero, cuando
los últimos valores morales se quebraron en el aire, hiriéndonos con su caída.
Nuestra mocedad se ha deslizado en un ambiente ruinoso y sórdido. No hemos
tenido maestros ni se nos ha enseñado la disciplina de la esperanza. Hemos
visto en torno, año tras año, la miseria cruel del campesino, la tribulación
del urbano, el fracaso sucesivo de todas las instituciones, sin que llegara
hasta nosotros rumor alguno de reviviscencia. Sólo viniendo a tiempos más
próximos parecen notarse ciertos impulsos de resurgimiento en algunos parajes
de la raza, en algunos grupos, en algunos medrosos ensayos. Sin embargo, los
Poderes públicos permanecen tan ajenos a aquel dolor y mengua como a estos
comienzos de vida. Diríase que la España oficial, en todas sus manifestaciones,
es un personaje aparecido, de otra edad y condición, que no entiende el
vocabulario ni los gestos del presente. Cuanto hace o dice tiene el dejo de lo
inactual y la ineficacia de los exangües fantasmas.
No creemos que
sea una vanidad la resolución de dedicar buena porción de nuestras energías —
cuyos estrechos límites nos son harto conocidos — a impedir que los españoles
futuros se encuentren, como nosotros, con una nación volatilizada. Por otra
parte, no nos sentimos de temperamento fatalista: al contrario, pensamos que
los pueblos renacen y se constituyen cuando tienen de ello la indómita
voluntad. Todavía más: cuando una parte de ese pueblo se niega reciamente a
fenecer. El brillo histórico, la supremacía, acaso dependan de factores extraños
al querer. Pero ahora no se trata de semejantes ornamentos. Nuestra
preocupación nacional es incompatible con cualquier nacionalismo. Nos
avergonzaría desear una España imperante, tanto como no querer imperiosamente
una España en buena salud, nada más que una España vertebrada y en pie.
Para este acto
de incorporarse, necesita la España vivaz una ideología política muy clara y
plenamente actual. Tenemos que adquirir un pensamiento firme de lo que es el
Estado, de qué puede pedírsele y qué no debe esperarse de él. Pero no basta con
un principio político evidente. La organización nacional es una labor
concretísima; no consiste en un problema genérico, sino en cien cuestiones de
detalle: en esta institución y aquella comarca, este pueblo y aquella persona,
esta ley y aquel artículo. La organización nacional nos parece justo lo
contrario de la retórica. No puede fundarse más que en la competencia.
Maura (11)
Hay un hombre
en la política española que se diferencia de estos partidos, y frente al cual
no hay otro remedio sino reconocer que lleva tras él una realidad. Es el señor
Maura. Pero esta realidad que está tras él es, señores, la más terrible de
España, es el peso inerte que lleva España desde hace siglos; es lo que ha ido
quedando sobre el organismo de la raza de resultas de sus fracasos y de sus
dolores; es toda esa parte inculta, apegada a las palabras más viejas, a las
emociones más extremas; es todo ese trozo de la raza que yo llamaría el trozo
histérico de España. Pero es una realidad; eso está ahí y con el señor Maura, y
es lástima que no podamos decir que estando detrás de él una realidad es él una
realidad.
Yo,
sinceramente, señores, pensando en las fórmulas que podrían darse de la
política del señor Maura, me he encontrado siempre con que tendría que
presentarle como una figura típica de esa política restauradora.
El señor Maura
(y dejemos las páginas oscuras de 1909) es el que ha afirmado siempre que
España es una cuestión de orden público, que el gran problema de España es el
Ministerio de la Gobernación, precisamente en lo que tiene de Ministerio de
represión. Además, el señor Maura, cuando el señor Cambó en las Cortes últimas
pedía que se rompiera para siempre el turno de los partidos, fue el defensor
del turno de los partidos, síntoma típico de la Restauración; el señor Maura no
ha defendido la competencia; el señor Maura cree en los jesuítas. Y hoy, aun en
un momento de renovación por los dolores, deja que, más o menos en su nombre,
se hable de «Dios, Patria y Rey», el lema de los carlistas. ¿Es que vamos a
poder ir con la Divinidad como jefe de nuestros muñidores electorales?
La afirmación
que hoy se hace de la política de 1909 consiste curiosamente en una operación
de hacer entrar en lo que era muy poco muchas cosas que allí no estaban; la
política de 1909 nos suena a los españoles normales, corrientes, vulgares,
simplemente a un movimiento guerrero en África, a una revolución, ¿qué digo
revolución?, a un conato de motín en Barcelona y a una represión. No nos suena
a más.
Para la
cuestión marroquí pedimos un poco de seriedad (12)
Con esto
llegamos a un problema del cual no puedo menos de decir algo, por la enorme
significación que tiene dentro de la atención española, y que, sin embargo, no
puedo tocar de una manera suficiente por la absoluta escasez de tiempo: el
problema de Marruecos.
Orientando como
hemos orientado todos los temas de esta conferencia en la oposición de una
época restauradora y una época que parece como que quiere venir, yo os diría
que el problema de Marruecos se presenta, ante todo, como un síntoma ejemplar
de cosas que ocurrieron en la Restauración: generales que van y vienen;
victorias que lo son, pero que a algunos les parecen derrotas; una lluvia áurea
de recompensas que el cordón de cierta real orden trae y lleva de lo más alto
al último sargento.
El caso es que
también la gente, como entonces, como en tiempos de Cuba, no sabe lo que pasa,
no se forma esa noción modesta que hay que preparar, aun para las mínimas
fortunas intelectuales del pueblo, de qué es lo que allí se hace.
Me es enojoso
el empleo de palabras duras y excesivas; pero yo diría que es un poco
escandalosa la ignorancia en que estamos de todo lo que se ha hecho, se puede
hacer y conviene hacer en el problema de Marruecos. Por lo pronto, fuimos sin
saber por qué fuimos. Esto puede tener dos sentidos: sin saberlo nosotros, los
subditos españoles, o sin saberlo los que nos llevaron; y no es saber por qué
fuimos que se nos cite un texto o que se nos aluda a un posible texto de un
Tratado internacional. Pero, además — ante un público reflexivo —, puedo
advertir cómo esta frase de que fuimos sin saber por qué íbamos tiene otro
tercer sentido. Se pone el problema y parece muy claro, en estos términos:
¿debimos ir o no a Marruecos, es decir, España a Marruecos? Todas las
cavilaciones gravitan sobre el problema del deber ir o no deber ir, y se
olvidan de que antes de resolver esta cuestión parcial es menester que sepamos
bien si sabemos qué es España y qué es Marruecos, señores, porque la ignorancia
de la realidad nacional, de sus posibilidades actuales, de los medios para
poder organizar una mayor potencialidad histórica, y, de otro lado, el grado de
ignorancia de lo que constituye nuestro problema marroquí, más aún, de lo que
es Marruecos, hasta como problema científico, hasta en su conocimiento más
abstracto, es verdaderamente increíble. Yo leí, y me produjo un gran pesar, en
un rapport de un famoso geógrafo, publicado hace unos cuantos años, que sólo
dos manchas hay desconocidas en el globo: una, Tebesti — un rinconcito del
centro de Africa —, y la otra — ¿creéis que era allá por Groenlandia?; no —, la
otra era eso que está a la vera de España desde que el mundo es mundo, el Rif.
De suerte que después de conocido todo el mundo, después que las otras razas
han cumplido con su misión enviando a veces al otro extremo de la tierra sus
exploradores, no hemos tenido la curiosidad de conquistar para Europa el
conocimiento geográfico de esto que está junto a España, a dos dedos de España.
De manera que, aparte de la ignorancia política y guerrera que podamos tener,
es decir, la ignorancia de si nos conviene o no la guerra, etcétera, tenemos
esta ignorancia mucho más básica, la ignorancia de lo que es Marruecos.
¿Y vamos a
colonizarlo? Yo no digo que sí ni que no. Lo único que advierto es que, antes
de resolver nada, es preciso conocer seriamente la situación, es preciso que
nos propongamos estudiarla de un modo profundo y serio. Es muy fácil, para
halagar a la muchedumbre exaltada, decir que se reembarquen las tropas, que
vengan las tropas. Esta es una idea que anda por el aire, y hay una porción de
políticos que van a la carrera a ver si la atrapan y la pueden poner en su
solapa para hacer de ella su programa político. Claro es; cualquiera puede
recogerla; ¡es tan simple, supone tan pocos quebraderos de cabeza, está ahí!
¿Veis en qué
dirección va mi odio a eso que llaman problemas políticos? Y o sostengo que en
el mejor caso se trata de inicuas explotaciones en beneficio particular de
pasiones inconscientes de las pobres ciegas muchedumbres hermanas.
Yo siento
profunda aversión hacia toda guerra, simplemente por lo que tiene de guerra.
Pero no voy a repetir en este asunto la postura ineficaz, soi-disant teórica,
que censuraba en los republicanos cuanto a la forma de gobierno. Aspiraciones
escatológicas, proyectos para un futuro ideal humano son las normas que han de
orientar nuestras afirmaciones de política; pero no pueden nunca confundirse
con éstas. Un ideal étnico no es un ideal político. Mientras esto no se vea
claro y no se reconozca su evidencia, la política será una hipocresía
vergonzosa y un perpetuo engaño del prójimo y de nosotros mismos. Hay que
deslindar ambos campos.
Que no haya
guerras de ninguna clase es un tema santo de propaganda social, de humana
religión, de cultura, pero no una posición política con sentido. En política
sólo cabe oponerse a esta guerra, a aquella guerra, y, consecuentemente,
oponerse por las razones concretas que en cada caso se den, no por la razón
abstracta que existe y que yo íntegramente reconozco y defiendo, contra toda
guerra. Creo que es innecesario repetir por milésima vez, en esta coyuntura,
las palabras célebres de Bebel en el Congreso Socialista de Essen.
Concluyase,
pues, la guerra ésta; pero dígasenos por qué. Tal vez declarar los motivos que
llevamos dentro contra esta guerra sea más útil para España que la conquista de
medio continente. Pero no se concluya la guerra por la misma razón que se
comenzó: porque sí. Y a que no sabíamos por qué fuimos, sepamos por qué
volvemos.
Acaso muchas de
las razones corrientes contra esta guerra no sean tales razones contra esta
guerra, sino manifestaciones de un cierto estado de espíritu, innegablemente
muy generalizado, en relación con nuestro ejército. No tenemos fe en la buena
organización de nuestro ejército; y de que no salgamos de estas dudas tienen, a
no dudarlo, parte de la culpa los que por un torpe, insincero radicalismo han
impedido que los españoles civiles entren en mayor intimidad con los españoles
militares, produciéndose una mutua y penosísima suspicacia.
No son ellos,
sin embargo, los únicos culpables.
En todos los
demás organismos nacionales ha habido individuos de los que rinden en ellos
funciones de servicio, y entierran en ellos sus esfuerzos, pertenecientes en su
mayoría a las nuevas generaciones, que han tenido el valor, que han cumplido el
deber de declarar los defectos fundamentales de esos organismos. En cambio,
hasta hoy no conocemos críticas amplias y severas de la organización del
ejército, y esto es un deber que se haga, éste es un asunto en que nosotros
debemos estar decididos a conseguir esclarecimiento.
Tanto como me
sería repugnante cualquiera adulación al ejército, me parecería sin sentido no
entrar con los militares en el mismo pie de fraternidad que con los demás
españoles.
Por eso, no
creo herir ningún mandamiento ni ninguna prescripción, si solicito a los
militares jóvenes, a los que son en el ejército también una nueva generación,
para un cierto género de colaboración ideal y teórica, para una como comunión
personal con los demás españoles de su tiempo que se preocupan de los grandes
problemas de la patria.
De todas
suertes, hay que recordar, frente a los simplismos de los gritadores, que el
problema de la guerra supone la solución previa al problema de Marruecos. Y
esta es la hora, señores, ¡vergüenza da decirlo!, en que no se ha oído ninguna
voz clara, articulada, que muestre reflexión, conocimiento ni astucia sobre
este asunto. ¡Ved cómo el programa, este programa, digno de una nueva política,
no puede inventarse en la soledad de un gabinete! Sin una múltiple
colaboración, sin medios abundantes, ¿quién puede pretender ideas claras sobre
esto que España en cinco siglos no ha conseguido fabricar?
En fin,
señores, habíamos de decidir el punto de la guerra y el abandono absoluto de
Marruecos, incluso de esos viejos peñones calvos donde está agarrada
secularmente España, como un águila herida, y todavía continuábamos forzados a
tener pensada una política africana. Pero de esto no podemos hoy hablar con
oportunidad.
Estos días toma
un cariz nuevo este problema de Marruecos, un cariz de política interior, un
cariz nuevo del que va a ser difícil tratar con discreción. Alguien,
presentándose noblemente como guerrilla avanzada de quien no aparece todavía,
ha disparado un venablo…, no sé cómo decir esto, ha disparado un venablo en
dirección cenital. Y ha habido en muchos periódicos esta exclamación: «Eso es
quebrantar secretos». Señores, vayamos claros: nos pasamos la vida diciendo que
no sabemos nada de Marruecos, y cuando se nos presenta alguien que nos declara
un secreto, ¿vamos a negarle la audición? No; eso tenemos que recibirlo con
simpatía, con honda simpatía. Ahora, una cosa es eso y otra es que nos parezcan
tan simpáticos los que pueden ser móviles de esa declaración de secretos. Porque
son cosas que pasaron en 1909 y ha corrido el tiempo hasta 1914. ¿Qué ha pasado
entre medias de nuevo que justifique la nueva actitud de un hombre? Nada
nacional: sólo un asunto particular. Y, además, de esos secretos ahora
presentados, resulta que hubo un momento en que los gobernantes de 1909 estaban
plenamente convencidos de que no se debía realizar una cierta campaña en una
cierta manera, y eso trajo consigo el que una porción de españoles pensaran
próximamente lo mismo que el Gobierno, y eso produjo un movimiento de inquietud
en Barcelona, que tuvo como consecuencia una represión por el mismo Gobierno
que pensaba lo mismo que aquéllos que protestaban.
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