miércoles, 10 de junio de 2015

ORTEGA Y GASEET. LO NUEVO SE HACE VIEJO


VIEJA Y NUEVA POLÍTICA. CONFERENCIA DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET, MAYO DE 1914, TEATRO DE LA COMEDIA (MADRID)

7/8

Sociología Crítica
30.05.2015


 Ortega, aquel 24 de mayo de 1914 en el Teatro de la Comedia


La organización nacional (10)

Junto con aquel impulso genérico del liberalismo, es el ansia por la organización de España lo que lleva nuestros esfuerzos a agruparse. No se debe olvidar que formamos parte de una generación iniciada en la vida a la hora del desastre postrero, cuando los últimos valores morales se quebraron en el aire, hiriéndonos con su caída. Nuestra mocedad se ha deslizado en un ambiente ruinoso y sórdido. No hemos tenido maestros ni se nos ha enseñado la disciplina de la esperanza. Hemos visto en torno, año tras año, la miseria cruel del campesino, la tribulación del urbano, el fracaso sucesivo de todas las instituciones, sin que llegara hasta nosotros rumor alguno de reviviscencia. Sólo viniendo a tiempos más próximos parecen notarse ciertos impulsos de resurgimiento en algunos parajes de la raza, en algunos grupos, en algunos medrosos ensayos. Sin embargo, los Poderes públicos permanecen tan ajenos a aquel dolor y mengua como a estos comienzos de vida. Diríase que la España oficial, en todas sus manifestaciones, es un personaje aparecido, de otra edad y condición, que no entiende el vocabulario ni los gestos del presente. Cuanto hace o dice tiene el dejo de lo inactual y la ineficacia de los exangües fantasmas.
No creemos que sea una vanidad la resolución de dedicar buena porción de nuestras energías — cuyos estrechos límites nos son harto conocidos — a impedir que los españoles futuros se encuentren, como nosotros, con una nación volatilizada. Por otra parte, no nos sentimos de temperamento fatalista: al contrario, pensamos que los pueblos renacen y se constituyen cuando tienen de ello la indómita voluntad. Todavía más: cuando una parte de ese pueblo se niega reciamente a fenecer. El brillo histórico, la supremacía, acaso dependan de factores extraños al querer. Pero ahora no se trata de semejantes ornamentos. Nuestra preocupación nacional es incompatible con cualquier nacionalismo. Nos avergonzaría desear una España imperante, tanto como no querer imperiosamente una España en buena salud, nada más que una España vertebrada y en pie.

Para este acto de incorporarse, necesita la España vivaz una ideología política muy clara y plenamente actual. Tenemos que adquirir un pensamiento firme de lo que es el Estado, de qué puede pedírsele y qué no debe esperarse de él. Pero no basta con un principio político evidente. La organización nacional es una labor concretísima; no consiste en un problema genérico, sino en cien cuestiones de detalle: en esta institución y aquella comarca, este pueblo y aquella persona, esta ley y aquel artículo. La organización nacional nos parece justo lo contrario de la retórica. No puede fundarse más que en la competencia.

Maura (11)

Hay un hombre en la política española que se diferencia de estos partidos, y frente al cual no hay otro remedio sino reconocer que lleva tras él una realidad. Es el señor Maura. Pero esta realidad que está tras él es, señores, la más terrible de España, es el peso inerte que lleva España desde hace siglos; es lo que ha ido quedando sobre el organismo de la raza de resultas de sus fracasos y de sus dolores; es toda esa parte inculta, apegada a las palabras más viejas, a las emociones más extremas; es todo ese trozo de la raza que yo llamaría el trozo histérico de España. Pero es una realidad; eso está ahí y con el señor Maura, y es lástima que no podamos decir que estando detrás de él una realidad es él una realidad.

Yo, sinceramente, señores, pensando en las fórmulas que podrían darse de la política del señor Maura, me he encontrado siempre con que tendría que presentarle como una figura típica de esa política restauradora.

El señor Maura (y dejemos las páginas oscuras de 1909) es el que ha afirmado siempre que España es una cuestión de orden público, que el gran problema de España es el Ministerio de la Gobernación, precisamente en lo que tiene de Ministerio de represión. Además, el señor Maura, cuando el señor Cambó en las Cortes últimas pedía que se rompiera para siempre el turno de los partidos, fue el defensor del turno de los partidos, síntoma típico de la Restauración; el señor Maura no ha defendido la competencia; el señor Maura cree en los jesuítas. Y hoy, aun en un momento de renovación por los dolores, deja que, más o menos en su nombre, se hable de «Dios, Patria y Rey», el lema de los carlistas. ¿Es que vamos a poder ir con la Divinidad como jefe de nuestros muñidores electorales?
La afirmación que hoy se hace de la política de 1909 consiste curiosamente en una operación de hacer entrar en lo que era muy poco muchas cosas que allí no estaban; la política de 1909 nos suena a los españoles normales, corrientes, vulgares, simplemente a un movimiento guerrero en África, a una revolución, ¿qué digo revolución?, a un conato de motín en Barcelona y a una represión. No nos suena a más.

Para la cuestión marroquí pedimos un poco de seriedad (12)

Con esto llegamos a un problema del cual no puedo menos de decir algo, por la enorme significación que tiene dentro de la atención española, y que, sin embargo, no puedo tocar de una manera suficiente por la absoluta escasez de tiempo: el problema de Marruecos.

Orientando como hemos orientado todos los temas de esta conferencia en la oposición de una época restauradora y una época que parece como que quiere venir, yo os diría que el problema de Marruecos se presenta, ante todo, como un síntoma ejemplar de cosas que ocurrieron en la Restauración: generales que van y vienen; victorias que lo son, pero que a algunos les parecen derrotas; una lluvia áurea de recompensas que el cordón de cierta real orden trae y lleva de lo más alto al último sargento.

El caso es que también la gente, como entonces, como en tiempos de Cuba, no sabe lo que pasa, no se forma esa noción modesta que hay que preparar, aun para las mínimas fortunas intelectuales del pueblo, de qué es lo que allí se hace.
Me es enojoso el empleo de palabras duras y excesivas; pero yo diría que es un poco escandalosa la ignorancia en que estamos de todo lo que se ha hecho, se puede hacer y conviene hacer en el problema de Marruecos. Por lo pronto, fuimos sin saber por qué fuimos. Esto puede tener dos sentidos: sin saberlo nosotros, los subditos españoles, o sin saberlo los que nos llevaron; y no es saber por qué fuimos que se nos cite un texto o que se nos aluda a un posible texto de un Tratado internacional. Pero, además — ante un público reflexivo —, puedo advertir cómo esta frase de que fuimos sin saber por qué íbamos tiene otro tercer sentido. Se pone el problema y parece muy claro, en estos términos: ¿debimos ir o no a Marruecos, es decir, España a Marruecos? Todas las cavilaciones gravitan sobre el problema del deber ir o no deber ir, y se olvidan de que antes de resolver esta cuestión parcial es menester que sepamos bien si sabemos qué es España y qué es Marruecos, señores, porque la ignorancia de la realidad nacional, de sus posibilidades actuales, de los medios para poder organizar una mayor potencialidad histórica, y, de otro lado, el grado de ignorancia de lo que constituye nuestro problema marroquí, más aún, de lo que es Marruecos, hasta como problema científico, hasta en su conocimiento más abstracto, es verdaderamente increíble. Yo leí, y me produjo un gran pesar, en un rapport de un famoso geógrafo, publicado hace unos cuantos años, que sólo dos manchas hay desconocidas en el globo: una, Tebesti — un rinconcito del centro de Africa —, y la otra — ¿creéis que era allá por Groenlandia?; no —, la otra era eso que está a la vera de España desde que el mundo es mundo, el Rif. De suerte que después de conocido todo el mundo, después que las otras razas han cumplido con su misión enviando a veces al otro extremo de la tierra sus exploradores, no hemos tenido la curiosidad de conquistar para Europa el conocimiento geográfico de esto que está junto a España, a dos dedos de España. De manera que, aparte de la ignorancia política y guerrera que podamos tener, es decir, la ignorancia de si nos conviene o no la guerra, etcétera, tenemos esta ignorancia mucho más básica, la ignorancia de lo que es Marruecos.

¿Y vamos a colonizarlo? Yo no digo que sí ni que no. Lo único que advierto es que, antes de resolver nada, es preciso conocer seriamente la situación, es preciso que nos propongamos estudiarla de un modo profundo y serio. Es muy fácil, para halagar a la muchedumbre exaltada, decir que se reembarquen las tropas, que vengan las tropas. Esta es una idea que anda por el aire, y hay una porción de políticos que van a la carrera a ver si la atrapan y la pueden poner en su solapa para hacer de ella su programa político. Claro es; cualquiera puede recogerla; ¡es tan simple, supone tan pocos quebraderos de cabeza, está ahí!

¿Veis en qué dirección va mi odio a eso que llaman problemas políticos? Y o sostengo que en el mejor caso se trata de inicuas explotaciones en beneficio particular de pasiones inconscientes de las pobres ciegas muchedumbres hermanas.

Yo siento profunda aversión hacia toda guerra, simplemente por lo que tiene de guerra. Pero no voy a repetir en este asunto la postura ineficaz, soi-disant teórica, que censuraba en los republicanos cuanto a la forma de gobierno. Aspiraciones escatológicas, proyectos para un futuro ideal humano son las normas que han de orientar nuestras afirmaciones de política; pero no pueden nunca confundirse con éstas. Un ideal étnico no es un ideal político. Mientras esto no se vea claro y no se reconozca su evidencia, la política será una hipocresía vergonzosa y un perpetuo engaño del prójimo y de nosotros mismos. Hay que deslindar ambos campos.

Que no haya guerras de ninguna clase es un tema santo de propaganda social, de humana religión, de cultura, pero no una posición política con sentido. En política sólo cabe oponerse a esta guerra, a aquella guerra, y, consecuentemente, oponerse por las razones concretas que en cada caso se den, no por la razón abstracta que existe y que yo íntegramente reconozco y defiendo, contra toda guerra. Creo que es innecesario repetir por milésima vez, en esta coyuntura, las palabras célebres de Bebel en el Congreso Socialista de Essen.

Concluyase, pues, la guerra ésta; pero dígasenos por qué. Tal vez declarar los motivos que llevamos dentro contra esta guerra sea más útil para España que la conquista de medio continente. Pero no se concluya la guerra por la misma razón que se comenzó: porque sí. Y a que no sabíamos por qué fuimos, sepamos por qué volvemos.

Acaso muchas de las razones corrientes contra esta guerra no sean tales razones contra esta guerra, sino manifestaciones de un cierto estado de espíritu, innegablemente muy generalizado, en relación con nuestro ejército. No tenemos fe en la buena organización de nuestro ejército; y de que no salgamos de estas dudas tienen, a no dudarlo, parte de la culpa los que por un torpe, insincero radicalismo han impedido que los españoles civiles entren en mayor intimidad con los españoles militares, produciéndose una mutua y penosísima suspicacia.
No son ellos, sin embargo, los únicos culpables.

En todos los demás organismos nacionales ha habido individuos de los que rinden en ellos funciones de servicio, y entierran en ellos sus esfuerzos, pertenecientes en su mayoría a las nuevas generaciones, que han tenido el valor, que han cumplido el deber de declarar los defectos fundamentales de esos organismos. En cambio, hasta hoy no conocemos críticas amplias y severas de la organización del ejército, y esto es un deber que se haga, éste es un asunto en que nosotros debemos estar decididos a conseguir esclarecimiento.
Tanto como me sería repugnante cualquiera adulación al ejército, me parecería sin sentido no entrar con los militares en el mismo pie de fraternidad que con los demás españoles.

Por eso, no creo herir ningún mandamiento ni ninguna prescripción, si solicito a los militares jóvenes, a los que son en el ejército también una nueva generación, para un cierto género de colaboración ideal y teórica, para una como comunión personal con los demás españoles de su tiempo que se preocupan de los grandes problemas de la patria.

De todas suertes, hay que recordar, frente a los simplismos de los gritadores, que el problema de la guerra supone la solución previa al problema de Marruecos. Y esta es la hora, señores, ¡vergüenza da decirlo!, en que no se ha oído ninguna voz clara, articulada, que muestre reflexión, conocimiento ni astucia sobre este asunto. ¡Ved cómo el programa, este programa, digno de una nueva política, no puede inventarse en la soledad de un gabinete! Sin una múltiple colaboración, sin medios abundantes, ¿quién puede pretender ideas claras sobre esto que España en cinco siglos no ha conseguido fabricar?

En fin, señores, habíamos de decidir el punto de la guerra y el abandono absoluto de Marruecos, incluso de esos viejos peñones calvos donde está agarrada secularmente España, como un águila herida, y todavía continuábamos forzados a tener pensada una política africana. Pero de esto no podemos hoy hablar con oportunidad.

Estos días toma un cariz nuevo este problema de Marruecos, un cariz de política interior, un cariz nuevo del que va a ser difícil tratar con discreción. Alguien, presentándose noblemente como guerrilla avanzada de quien no aparece todavía, ha disparado un venablo…, no sé cómo decir esto, ha disparado un venablo en dirección cenital. Y ha habido en muchos periódicos esta exclamación: «Eso es quebrantar secretos». Señores, vayamos claros: nos pasamos la vida diciendo que no sabemos nada de Marruecos, y cuando se nos presenta alguien que nos declara un secreto, ¿vamos a negarle la audición? No; eso tenemos que recibirlo con simpatía, con honda simpatía. Ahora, una cosa es eso y otra es que nos parezcan tan simpáticos los que pueden ser móviles de esa declaración de secretos. Porque son cosas que pasaron en 1909 y ha corrido el tiempo hasta 1914. ¿Qué ha pasado entre medias de nuevo que justifique la nueva actitud de un hombre? Nada nacional: sólo un asunto particular. Y, además, de esos secretos ahora presentados, resulta que hubo un momento en que los gobernantes de 1909 estaban plenamente convencidos de que no se debía realizar una cierta campaña en una cierta manera, y eso trajo consigo el que una porción de españoles pensaran próximamente lo mismo que el Gobierno, y eso produjo un movimiento de inquietud en Barcelona, que tuvo como consecuencia una represión por el mismo Gobierno que pensaba lo mismo que aquéllos que protestaban.


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