miércoles, 6 de marzo de 2024

¡Diles que no me maten!

 

El exguerrillero Yezid Arteta publica ahora en Bogotá Rebelde dentro de los rebeldes, el primer libro de una trilogía que narra su experiencia en la guerrilla y en la paz. Incluimos aquí un fragmento que da cuenta de un pasado difícil y un presente nada fácil.


¡Diles que no me maten!


Yezid Arteta Dávila

El Viejo Topo

6 marzo, 2024 



Desde el batallón La Popa de Valledupar fui llevado en un black hawk hasta la penitenciaría de Cómbita. Dos ametrallodoristas del ejército apuntaban sus armas hacia los filos por donde sobrevolaba la nave. Iba tirado sobre el compartimento de carga. Tenía las manos esposadas y sujetas a una cadena que rodeaba mi cintura. Un grillete, fijado por encima de mis tobillos, enlazaba mis piernas. Había pasado dieciséis meses en un calabozo de la penitenciaría de Valledupar, la tristemente celebre “Tramacúa”. Me había enflaquecido de tal modo que me veía como el abate Faria, el clérigo que en la prisión de If convirtió al desgraciado Edmund Dantès en el ilustrado, elegante e implacable Conde de Montecristo.

En la gélida penitenciaría de Cómbita estaban recluidos más de un centenar de líderes comunales y campesinos capturados en el departamento de Arauca. El gobierno los sindicaba de pertenecer a las FARC y el ELN. Fue la época de los falsos positivos judiciales. La mayoría de prisioneros recobraron su libertad porque nada debían. Su único “delito” era el de organizarse en juntas comunales y luchar por la paz, el pan y la tierra. Los paras y la Fiscalía, al servicio del gobierno, eran los victimarios. Los campesinos las víctimas. No temían a la guerrilla sino al gobierno.

El pasado fin de semana estuve en Arauca capital, en compañía de dos miembros de la Delegación de Paz que adelanta diálogos con el EMC Farc Ep. Queríamos escuchar las voces de la gente de una bellísima región fronteriza que lleva pintada en la frente, como la cruz de cenizas, el estigma guerrillero, amén de cargar sobre sus hombros una pesada carga. El peso de una violencia ilimitada en el tiempo y extendida en el espacio. La guerra, si puede llamarse así a una matanza irracional entre las agrupaciones que operan en el territorio, es el enemigo público número uno en el departamento del Arauca. Hablen, póngase de acuerdo, dejen de matarse y matarnos, es la voz extendida de una comunidad que quiere cerrar el capítulo de la violencia, armonizar sus vidas y sacar adelante una finca o un simple ventorrillo.

No sólo en Arauca la vida está devaluada, sino también en el Cauca, Nariño, Caquetá y Putumayo, por mencionar cuatro lugares en los que hay más riesgo de morir de un balazo que por una mordedura de serpiente o paludismo. El reclamo es el mismo: déjenos trabajar en paz, aparquen sus diferencias e intereses, permitan que nuestra existencia no esté sometida a unos enfrentamientos en los que no tenemos parte.

Antes me cuidaba de los paras, ahora me toca de la guerrilla, me comentó por el celular un curtido dirigente que fue represaliado por el régimen. Son varios los líderes territoriales que prefieren abandonar sus regiones o callarse la boca para evitar las represalias provenientes de mandos locales de la guerrilla. Sin líderes locales, no hay lucha organizada. Me cuesta entender que una organización revolucionaria ajuste cuentas con una persona que se ha jugado la vida luchando contra los gobiernos oligárquicos.

Antes de que me tirotearan, capturaran, juzgaran y condenaran, contemporicé con una pléyade de líderes agrarios en el Cauca, Nariño y Caquetá. Hombres y mujeres que hablaban con la guerrilla sin complejo y temor. Nos hacían ver los aciertos y errores. El secuestro, me decía un viejo anarquista en el altiplano de Túquerres, es una práctica reaccionaria. No dejen que los colonos sigan tumbando monte para sembrar coca, exclamaba una señora durante una asamblea que realizamos en un remoto pueblo del Bajo Caguán. Los lazos entre las agrupaciones guerrilleras se hacían en un marco de fraternidad. Marulanda Vélez, Manuel Pérez, Francisco Caraballo y Carlos Pizarro se unían en un sólo propósito: la paz con justicia social. En Nariño, por ejemplo, llevábamos unas relaciones sinceras y fluidas con los mandos y guerrilleros pertenecientes al frente «Comuneros del Sur” del ELN. Cabíamos todos en un vasto territorio por explorar y organizar.

¿En qué momento se jodió todo esto? ¿Cómo se explica que organizaciones provenientes de un mismo útero se líen a tiros y castiguen a los lugareños que se alineen o no con ellos? Un enfrentamiento sanguinario que pareciera recortado de Ricardo III, la tragedia de Shakespeare, o de un capítulo de la serie Juego de Tronos. Los hijos y nietos de Manuel Marulanda Vélez y Jacobo Arenas, enfrascados en un disputa letal, acompañada de señalamientos y recriminaciones. A esto se suma el drama de cientos de firmantes de paz que sobrevivieron a la guerra, pero que hoy deambulan por el territorio colombiano, desamparados, a merced del odio y la venganza. A esto hay que ponerle racionalidad y un toque de piedad. Una lucha desprovista de humanidad está condenada al fracaso.

El departamento del Cauca pareciera un agujero negro que absorbe los esfuerzos de paz que se realizan en otros lugares del país. Los indígenas que han resistido y doblegado políticas coloniales y neocoloniales, están perdiendo autonomía en un territorio que han conquistado con “sangre, sudor y lágrimas”, como dijera el hombre que lucía un sombrero Homburg en la Segunda Guerra Mundial. La globalización neoliberal y la desculturización no se enfrenta con retórica y ensayos antropológicos, sino mediante la afirmación de las costumbres, el uso sano de la tierra, el reforzamiento de las autoridades ancestrales, la organización comunitaria y sembrando entre los jóvenes un listón de valores que los enorgullezca y reproduzca sus orígenes.

Cuando una organización armada ataca a los líderes, costumbres y organizaciones indígenas, abre una puerta por la que se cuela la alienación capitalista de la que hacía alusión Marx en los Cuadernos de París de 1844. No es paja. El Alto, la ciudad más joven y populosa de Bolivia, fue el bastión de Evo Morales y el Movimiento al Socialismo (MAS), empero hoy día cientos de jóvenes sometidos a la alineación globalista votan por la extrema derecha y prefieren hablar en castellano en detrimento del quechua y aymara.

El gobierno que preside Gustavo Petro ha volcado la mirada hacia las regiones más deprimidas del país. Ningún gobernante anterior lo ha hecho. Ha invitado a los grupos alzados en armas para que se involucren en la transformación territorial, con el propósito de atacar los males estructurales que originan la violencia. Oponerse a este plan de gobierno es un disparate. Impedir que los funcionarios de gobierno realicen, junto con las comunidades, tareas encaminadas al progreso es un despropósito. Gravar con impuestos de guerra a quienes están levantando un colegio, un hospital o una carretera, es negarles a los pueblos la oportunidad de estudiar, sanarse y mover sus cosechas. Me cuesta entender una guerra cuyo propósito es impedir que el gobierno del cambio, pueda redimir a millares de personas que creyeron y siguen creyendo en el cambio.

El gobierno cree firmemente en que hay que llegar a un acuerdo con los grupos alzados y las comunidades para erradicar de una vez por todas la maldita violencia. Las mesas de diálogo con el ELN, EMC FARC Ep y Segunda Marquetalia, deben traer resultados inmediatos y favorables a las poblaciones que residen en las áreas en las que mayormente se sufre el conflicto. Hacerle el feo al gobierno o ponerle un listón extremadamente alto para llegar a un acuerdo, puede traer beneficios tácticos y transitorios a los alzados, pero conducir a las fuerzas del cambio hacia el abismo estratégico del que será muy difícil salir. Personajes latinoamericanos como Bolsonaro, Milei o Bukele no surgen por generación espontánea. Son el resultado de un estado de ánimo que se cuece a fuego lento en una nación harta de algo. La mayoría de Colombia está harta de una guerra que lleva a ninguna parte.

¡Diles que no me maten! es un relato escrito por Juan Rulfo. El protagonista es Juvencio Navas, quien implora a su hijo Justiniano para que interponga sus buenos oficios ante unos hombres que quieren cobrar una venganza por un crimen que cometió cuarenta años atrás: asesinó a machetazos a su compadre Don Guadalupe Terrenos, por unos animales que traspasaron un cerco. Sería bueno para Colombia que los tres grupos armados que dialogan con el gobierno, aparquen sus diferencias, renuncien a la venganza y encarrilen un proceso de paz realista, sin maximalismos y entelequias.

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