El exguerrillero
Yezid Arteta publica ahora en Bogotá Rebelde dentro de los rebeldes, el primer
libro de una trilogía que narra su experiencia en la guerrilla y en la paz.
Incluimos aquí un fragmento que da cuenta de un pasado difícil y un presente
nada fácil.
¡Diles que no me maten!
El Viejo Topo
6 marzo, 2024
Desde el
batallón La Popa de Valledupar fui llevado en un black hawk hasta
la penitenciaría de Cómbita. Dos ametrallodoristas del ejército apuntaban
sus armas hacia los filos por donde sobrevolaba la nave. Iba tirado sobre el
compartimento de carga. Tenía las manos esposadas y sujetas a una cadena que
rodeaba mi cintura. Un grillete, fijado por encima de mis tobillos, enlazaba
mis piernas. Había pasado dieciséis meses en un calabozo de la penitenciaría
de Valledupar, la tristemente celebre “Tramacúa”. Me había enflaquecido de
tal modo que me veía como el abate Faria, el clérigo que en la prisión de If
convirtió al desgraciado Edmund Dantès en el ilustrado, elegante e implacable
Conde de Montecristo.
En la gélida
penitenciaría de Cómbita estaban recluidos más de un centenar de líderes
comunales y campesinos capturados en el departamento de Arauca. El gobierno los
sindicaba de pertenecer a las FARC y el ELN. Fue la época de los falsos
positivos judiciales. La mayoría de prisioneros recobraron su libertad porque
nada debían. Su único “delito” era el de organizarse en juntas comunales y
luchar por la paz, el pan y la tierra. Los paras y la Fiscalía, al servicio
del gobierno, eran los victimarios. Los campesinos las víctimas. No temían a
la guerrilla sino al gobierno.
El pasado fin
de semana estuve en Arauca capital, en compañía de dos miembros de la Delegación
de Paz que adelanta diálogos con el EMC Farc Ep. Queríamos escuchar las voces
de la gente de una bellísima región fronteriza que lleva pintada en la
frente, como la cruz de cenizas, el estigma guerrillero, amén de cargar sobre
sus hombros una pesada carga. El peso de una violencia ilimitada en el tiempo y
extendida en el espacio. La guerra, si puede llamarse así a una matanza
irracional entre las agrupaciones que operan en el territorio, es el enemigo público
número uno en el departamento del Arauca. Hablen, póngase de acuerdo, dejen de
matarse y matarnos, es la voz extendida de una comunidad que quiere cerrar el capítulo
de la violencia, armonizar sus vidas y sacar adelante una finca o un simple
ventorrillo.
No sólo en
Arauca la vida está devaluada, sino también en el Cauca, Nariño, Caquetá y
Putumayo, por mencionar cuatro lugares en los que hay más riesgo de morir de
un balazo que por una mordedura de serpiente o paludismo. El reclamo es el
mismo: déjenos trabajar en paz, aparquen sus diferencias e intereses, permitan
que nuestra existencia no esté sometida a unos enfrentamientos en los que no
tenemos parte.
Antes me
cuidaba de los paras, ahora me toca de la guerrilla, me comentó por el celular
un curtido dirigente que fue represaliado por el régimen. Son varios los
líderes territoriales que prefieren abandonar sus regiones o callarse la boca
para evitar las represalias provenientes de mandos locales de la guerrilla. Sin
líderes locales, no hay lucha organizada. Me cuesta entender que una
organización revolucionaria ajuste cuentas con una persona que se ha jugado la
vida luchando contra los gobiernos oligárquicos.
Antes de que me
tirotearan, capturaran, juzgaran y condenaran, contemporicé con una pléyade
de líderes agrarios en el Cauca, Nariño y Caquetá. Hombres y mujeres que
hablaban con la guerrilla sin complejo y temor. Nos hacían ver los aciertos y
errores. El secuestro, me decía un viejo anarquista en el altiplano de
Túquerres, es una práctica reaccionaria. No dejen que los colonos sigan
tumbando monte para sembrar coca, exclamaba una señora durante una asamblea
que realizamos en un remoto pueblo del Bajo Caguán. Los lazos entre las
agrupaciones guerrilleras se hacían en un marco de fraternidad. Marulanda Vélez,
Manuel Pérez, Francisco Caraballo y Carlos Pizarro se unían en un sólo
propósito: la paz con justicia social. En Nariño, por ejemplo, llevábamos
unas relaciones sinceras y fluidas con los mandos y guerrilleros pertenecientes
al frente «Comuneros del Sur” del ELN. Cabíamos todos en un vasto territorio
por explorar y organizar.
¿En qué
momento se jodió todo esto? ¿Cómo se explica que organizaciones provenientes
de un mismo útero se líen a tiros y castiguen a los lugareños que se alineen
o no con ellos? Un enfrentamiento sanguinario que pareciera recortado de Ricardo
III, la tragedia de Shakespeare, o de un capítulo de la serie Juego
de Tronos. Los hijos y nietos de Manuel Marulanda Vélez y Jacobo Arenas,
enfrascados en un disputa letal, acompañada de señalamientos y
recriminaciones. A esto se suma el drama de cientos de firmantes de paz que
sobrevivieron a la guerra, pero que hoy deambulan por el territorio colombiano,
desamparados, a merced del odio y la venganza. A esto hay que ponerle
racionalidad y un toque de piedad. Una lucha desprovista de humanidad está
condenada al fracaso.
El departamento
del Cauca pareciera un agujero negro que absorbe los esfuerzos de paz que se
realizan en otros lugares del país. Los indígenas que han resistido y
doblegado políticas coloniales y neocoloniales, están perdiendo autonomía en
un territorio que han conquistado con “sangre, sudor y lágrimas”, como dijera
el hombre que lucía un sombrero Homburg en la Segunda Guerra Mundial. La
globalización neoliberal y la desculturización no se enfrenta con retórica y
ensayos antropológicos, sino mediante la afirmación de las costumbres, el uso
sano de la tierra, el reforzamiento de las autoridades ancestrales, la
organización comunitaria y sembrando entre los jóvenes un listón de valores
que los enorgullezca y reproduzca sus orígenes.
Cuando una
organización armada ataca a los líderes, costumbres y organizaciones
indígenas, abre una puerta por la que se cuela la alienación capitalista de
la que hacía alusión Marx en los Cuadernos de París de 1844. No
es paja. El Alto, la ciudad más joven y populosa de Bolivia, fue el bastión
de Evo Morales y el Movimiento al Socialismo (MAS), empero hoy día cientos de
jóvenes sometidos a la alineación globalista votan por la extrema derecha y
prefieren hablar en castellano en detrimento del quechua y aymara.
El gobierno que
preside Gustavo Petro ha volcado la mirada hacia las regiones más deprimidas
del país. Ningún gobernante anterior lo ha hecho. Ha invitado a los grupos
alzados en armas para que se involucren en la transformación territorial, con
el propósito de atacar los males estructurales que originan la violencia.
Oponerse a este plan de gobierno es un disparate. Impedir que los funcionarios
de gobierno realicen, junto con las comunidades, tareas encaminadas al progreso
es un despropósito. Gravar con impuestos de guerra a quienes están levantando
un colegio, un hospital o una carretera, es negarles a los pueblos la
oportunidad de estudiar, sanarse y mover sus cosechas. Me cuesta entender una
guerra cuyo propósito es impedir que el gobierno del cambio, pueda redimir a
millares de personas que creyeron y siguen creyendo en el cambio.
El gobierno
cree firmemente en que hay que llegar a un acuerdo con los grupos alzados y las
comunidades para erradicar de una vez por todas la maldita violencia. Las mesas
de diálogo con el ELN, EMC FARC Ep y Segunda Marquetalia, deben traer
resultados inmediatos y favorables a las poblaciones que residen en las áreas
en las que mayormente se sufre el conflicto. Hacerle el feo al gobierno o
ponerle un listón extremadamente alto para llegar a un acuerdo, puede traer
beneficios tácticos y transitorios a los alzados, pero conducir a las fuerzas
del cambio hacia el abismo estratégico del que será muy difícil salir. Personajes
latinoamericanos como Bolsonaro, Milei o Bukele no surgen por generación
espontánea. Son el resultado de un estado de ánimo que se cuece a fuego lento
en una nación harta de algo. La mayoría de Colombia está harta de una guerra
que lleva a ninguna parte.
¡Diles que no
me maten! es un relato escrito por Juan Rulfo. El
protagonista es Juvencio Navas, quien implora a su hijo Justiniano para que
interponga sus buenos oficios ante unos hombres que quieren cobrar una venganza
por un crimen que cometió cuarenta años atrás: asesinó a machetazos a su
compadre Don Guadalupe Terrenos, por unos animales que traspasaron un cerco.
Sería bueno para Colombia que los tres grupos armados que dialogan con el
gobierno, aparquen sus diferencias, renuncien a la venganza y encarrilen un
proceso de paz realista, sin maximalismos y entelequias.
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