En los
últimos diez años China ha realizado importantísimas inversiones en lo
tecnológico y ambiental. Pero lo social sigue siendo una asignatura pendiente,
tanto que puede llegar a convertirse en un lastre para su estabilidad
sociopolítica.
Justicia social en China: Una asimetría irritante
El Viejo Topo
18 diciembre, 2021
La persistencia
de déficits sociales en China es harto conocida y constituye uno de los más
significados aspectos que ensombrecen el despegue económico de las últimas
décadas. La China maoísta, que a pesar de todos sus sinsabores, logró
catapultar a un país que en 1949 tenía el PIB equivalente al de 1890 a la
condición de 32ª potencia económica del mundo, elevó a los altares el
igualitarismo. En 1978, el índice de Gini ascendía a 0,16. En el denguismo
tardío, con Hu Jintao en la presidencia del país, este ascendía a su máximo
histórico, el 0,49 (2008). No es de extrañar por tanto que Hu convirtiera el
anhelo de una “sociedad armoniosa” en una guía de su mandato.
La clave de esa
brusca transformación fue la reforma y apertura promovidas por Deng Xiaoping a
finales de los 70. El llamamiento al enriquecimiento orquestado por Deng
incluía el reconocimiento de que no todos podrían lograrlo al mismo tiempo y
ello agravó tanto las desigualdades sociales como también los desequilibrios
territoriales. Xi Jinping, al frente del país desde 2012, apela ahora a la
“prosperidad común”. Le endilgan por ello la etiqueta de maoísta recalcitrante.
En verdad, el concepto procede de la época de Mao, en los años 50. Sin embargo,
el contexto es bien diferente. En aquella China todo era escasez y penuria. En
la de hoy, hablamos de la segunda potencia económica del mundo (primera desde
2011 en términos de paridad de poder de compra) aunque ubicada en la posición
85 en el Índice de Desarrollo Humano. La asimetría es irritante.
El acento en la
prosperidad común, dicen, está agravando las tensiones en el liderazgo chino
por cuanto implica obligar a los grandes empresarios privados que en los
últimos lustros de reforma y apertura han acumulado, con el aval del Partido,
ingentes fortunas, a compartir su riqueza con las capas menos privilegiadas de
la población. Gigantes como Tencent han invertido ya 50.000 millones de yuanes
(aproximadamente USD 7.700 millones), mientras que Alibaba, el gigante del
comercio electrónico, ha desembolsado el doble de ese monto. Uniendo esta
campaña con la incentivación del propósito regulador de los grandes monopolios,
la imposición de límites en los videojuegos, las limitaciones a las pasantías,
etc., concluyen que la época de liberalización ha concluido. Lo que hace Xi va
en contra de las leyes del mercado y puede derivar en una “pobreza común”, ha
dicho Zhang Weiying, profesor de economía en la Universidad de Beijing.
Lo social por
detrás de lo ambiental o tecnológico
El milagro
económico chino es indiscutible. El milagro social, no tanto. Tras la crisis de
Tiananmen, durante los 90, la primacía de la eficacia económica sobre la
justicia social (o ambiental) derivó en un crecimiento de pésima calidad. No
supuso el estallido de una gran crisis porque quien más quien menos veía
mejorar su nivel de vida, pero la persistencia de esa evolución nos conduce a
una China insostenible.
En el denguismo
tardío, al pasar página de la “fábrica del mundo” y apostar por el cambio del
modelo de desarrollo se privilegió un nuevo tridente: los factores ambientales,
tecnológicos y sociales serían los nuevos pilares del desarrollo chino en
detrimento de la inversión extranjera, la mano de obra barata o la orientación
de la producción hacia el exterior. El cambio de paradigma abrió algunas
expectativas, pero pronto menguaron. Con la llegada del xiísmo, el índice de
Gini pasó del 0,45 en 2013 al 0,467 en 2017 (la media en los países OCDE es
0,3).
El Gobierno y
el Partido han realizado en los dos últimos lustros importantísimas inversiones
en lo tecnológico y ambiental pero lo social sigue siendo una asignatura
pendiente, tanto que puede llegar a convertirse en un lastre condicionante de
la estabilidad social y política.
China es el
único país del mundo en desarrollo que logró pasar de un IDH bajo a alto.
También erradicó la pobreza extrema en 2020, ha mejorado los ingresos per
cápita de la población, multiplicó las inversiones en salud, educación,
vivienda, etc., pero según Credit Suisse, si el 1% de la población poseía en
2000 el 20,9 por ciento de la riqueza nacional, en 2020, ese porcentaje
ascendía al 30,6%. El rumbo no se ha torcido.
En marzo de
2021, el primer ministro Li Keqiang comentaba en las sesiones anuales de la
Asamblea Popular Nacional que unos 600 millones de personas en China (dos veces
la población de EEUU) sobreviven con unos 1.000 yuanes al mes, la inmensa
mayoría (76,5%) en las zonas rurales. La renta per cápita de China apenas
supera los 10.000 dólares (frente a los más de 63.000 de EEUU) y el objetivo,
muy ambicioso, es que en 2035 ascienda a 30.000 dólares. Cuando nos hablan de
la “amenaza china”, estos datos son ignorados sistemáticamente. A China le
falta aun un largo trecho. Lo saben y por ello los planes para lograr objetivos
significativos en este campo nos remiten a otros treinta años más de
desarrollo.
Publicado en el Observatorio de la Política
China.
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