El Partido Comunista de España cumple cien años. El comunismo y el partido comunista tendrán futuro en la medida que sean capaces de trascender las expresiones por las que se les conoció en el pasado inmediato y formatearse en el presente concreto.
Comunismo y PCE más allá del centenario
El Viejo Topo
21 noviembre, 2021
Vivimos tiempos
confusos, indefinidos, paradójicos. Contradictorios. El Partido Comunista más
grande del planeta es el más firme defensor mundial del libre comercio. La
reacción autoritaria desatada por rancias oligarquías se presenta como una opción
joven, popular y rebelde. El desarrollo científico y tecnológico que nos ha
llevado a estándares desconocidos de calidad de vida provoca irracionalismo y
superchería. El comunismo no existe como alternativa política pero el
anticomunismo es el más feroz en varias décadas.
Esto último tal
vez sea porque de fondo se percibe otra contradicción aún más sorprendente:
pese a la escasa influencia de los comunistas, el comunismo está más presente
que nunca.
Es una
presencia contradictoria, como no podía ser de otra manera, pues es una
presencia ausente. Un vacío que sin embargo sentimos la creciente necesidad de
llenar.
Treinta años de
dominio neoliberal irrestricto e indiscutido en todos los órdenes y tenemos
crisis climática, carrera armamentística, estancamiento económico, polarización
política y cinismo moral.
Treinta años de
apogeo del atlantismo y un Occidente aterrado se moviliza para impedir por
todos los medios que un país oriental que se dice socialista les gane su propio
juego con sus propias reglas.
Treinta años de
“no hay alternativa” y lo que emerge es un nacionalismo reaccionario y
autoritario mezclado con un libertarianismo de nuevo cuño que
predica armas para todos y que cada uno se las apañe.
Los viejos
consensos se han roto: no sólo el socialdemócrata de los años cuarenta, también
el neoliberal de los años ochenta. Las viejas promesas no se han cumplido: ni
paz a través del imperio ni prosperidad a través del mercado.
Poco a poco
volvemos a las andadas: debates y posicionamientos que parecían superados
resurgen: se reivindica el autoritarismo, se celebra el colonialismo, se buscan
enemigos dentro y fuera, se culpabiliza al vulnerable, se criminaliza al que
protesta. No son fenómenos nuevos: ya estaban aquí, pero ahora se están
intensificando, normalizando, tratando de definir la época que empieza.
Volvemos a
dinámicas de poder crudo. La política ya no se esfuerza en desarrollar
metalenguajes que neutralicen los disensos y embellezcan los consensos, sino en
polarizar enemigos reales o supuestos, controlar los recursos y modificar las
correlaciones de fuerza. La momia de Lenin no debe caber de gozo en su
sarcófago.
No regresemos
al pasado, no volvemos al siglo XIX. Todo pasa, nada vuelve. Entramos, en
cambio, en una época nueva, de pugna infinita, de bronca perpetua, de
incertidumbre angustiosa, donde se conjuga la creencia fanática en unas pocas
verdades incuestionables con la desconfianza y el miedo hacia todo hecho o
evidencia que caiga fuera del ámbito de nuestra pequeña parcelita de verdad reconfortante.
La victoria
sobre el comunismo es lo que está acabando por matar al capitalismo: una vez
desaparecido cualquier freno o contrapeso, se ha precipitado a una espiral
autodestructiva. En eso está. Y el peligro es que nos puede arrastrar a todos.
Seguimos
viviendo, en fin, tiempos postcomunistas. Porque mientras el signo de nuestra
época siga siendo el fracaso del comunismo, no tendremos que asumir la
creciente evidencia de que estamos bordeando los límites del capitalismo, que
estamos entrando en el postcapitalismo.
La rotunda,
visceral y colérica negativa a reconocer la legitimidad, la mera posibilidad de
cualquier tipo de alternativa al binomio democracia liberal-economía de
mercado, el cerco sistemático a cualquier desafío a ese orden, sea de un partido
o un país, no nos permite vislumbrar un futuro de esperanza ante el creciente
desasosiego del presente.
El binomio
democracia liberal-economía de mercado hace aguas en cada parte y en su
conjunto. Todos sus elementos están siendo degradados: desde la democracia
hasta el liberalismo, desde la economía hasta el mercado. Aun así, llevan
treinta años diciéndonos que más allá de esto no hay nada: el vacío provocado
por la ausencia de alternativa.
No podremos
recuperar la confianza en el futuro hasta que no seamos capaces de desafiar el
dogma de “no hay alternativa” y llenar ese vacío.
Por eso el
comunismo es más necesario que nunca. No como la reivindicación improbable de
tal o cual sistema político histórico, ni siquiera como la
reafirmación de una ideología específica, sino como la necesidad,
la urgencia de pensar y construir otra cosa.
Una otra
cosa que trasciende el nombre de la cosa.
En este
contexto, el Partido Comunista de España cumple cien años.
Unas pocas
líneas no pueden hacer justicia a toda una historia de sacrificio, entrega y
esperanza. Ha habido también otras cosas, claro, pero de los errores y las
derrotas ya hablan otros. Hay cola.
Un partido
comunista no puede ser un partido normal, y el español no ha sido menos. Tras
su primer siglo ha contabilizado miles de represaliados, casi cincuenta años de
clandestinidad, tres ilegalizaciones y dos experiencias de gobierno: una en
medio de una guerra civil y otra en medio de una pandemia mundial. Todo ello
sin superar nunca el 10% de apoyo electoral. Algo tendrá. Anguita dijo una vez
que “para bien o para mal, siempre hemos sido excepcionales”.
Un partido
comunista no puede ser un partido como los demás. Para unos eso es la prueba de
su maldad intrínseca, para otros es la garantía de su fiabilidad. Cuando el PCE
ha intentado ser como los demás no sólo ha fracasado, sino que no se lo han
perdonado ni los propios ni los ajenos. Los propios, por verse defraudados y
los ajenos porque nunca han estado dispuestos a tratar al PCE como al resto de
partidos. Carrillo nunca lo entendió.
Un partido
comunista puede adoptar muchas formas y denominaciones. Aun así, sus
adversarios no dejarán de calificarle de partido comunista. Cualquier partido
que desafíe determinados intereses o represente determinados anhelos, será
calificado de partido comunista. Ya lo hemos visto.
Lo que define a
un partido comunista, su identidad, no es una ideología ni un modelo de
organización y funcionamiento. Eso se corresponde con las formas
históricas que ha adoptado a lo largo de la Historia.
En la medida en
que la forma concreta propia del siglo XX, el Partido,
aunó y movilizó las capacidades y las esperanzas de millones de personas, en la
medida en que fue depositaria y receptora de inmensas energías e ilusiones por
todo el planeta, en suma, desde el momento en el que tanta gente se identificó
con tanta intensidad con esa forma, resulta difícil separarla del fondo. Pero
sin esa separación, el futuro queda constreñido al mantenimiento de la forma en
detrimento de la realización de los objetivos. Celebrar lo que somos para
compensar el no hacer lo que nos propusimos.
Un partido
puede tener futuro si su identidad es capaz de generar fuertes lazos de
pertenencia, o si tiene habilidad para situarse en los vaivenes políticos, pero
nada de eso basta si su objetivo es abrir toda una época histórica de la mano
de las mayorías ignoradas y exprimidas por el poder.
Un partido que
aspire a eso tiene que ser capaz de dar nombre a los dolores de los explotados
y los excluidos y saber expresar sus esperanzas y deseos.
Tiene que
plantear un horizonte nuevo, posible y alcanzable, que no se relega a un
porvenir lejano, sino que empieza aquí y ahora.
Tiene que
recoger el hilo de la tradición emancipatoria. Un hilo que nace de las luchas
del demos en la Antigua Atenas, sigue por las guerras serviles
en Roma, pasa por los levantamientos campesinos y las revueltas antiseñoriales
de la Europa Medieval, salta a las resistencias indígenas de América, África y
Asia, llega a los sans-culottes franceses, atraviesa el
movimiento obrero y prosigue, trenzándose y anudándose, con el movimiento de
las mujeres, con tantas y tantas otras luchas con las que camparte un elemento
común: la democracia como emancipación frente a la oligarquía.
La voracidad
productiva del capitalismo está secando el planeta. El extremo individualismo
neoliberal está disolviendo los lazos más básicos de la sociabilidad y con
ello, erosionando la misma condición humana. Las tensiones geopolíticas se
intensifican poniendo en riesgo ocho décadas de paz mundial. La nueva e
inminente revolución tecnológica puede consumar la escisión de la Humanidad o
bien servir de apoyo a su definitiva reconciliación.
Para modificar
estos procesos, para confrontarlos, para construir otro camino, necesitamos
algo más que juicios morales, necesitamos la comprensión del mundo en el que
vivimos y la convicción de que no sólo se puede vivir de otra manera, que no
sólo somos capaces de asegurar una vida buena y digna para todo el mundo, sino
que el cambio necesario para ello puede ser racionalmente deducido,
conscientemente asumido y colectivamente realizado.
El comunismo y
el partido comunista tendrán futuro en la medida que sean capaces de trascender
las expresiones por las que se les conoció en el pasado inmediato y formatearse
en el presente concreto.
No es novedad,
varias refundaciones lo intentaron en los años noventa, e incluso algunos
intelectuales lo plantearon ya en los años setenta. Su fracaso no debe conducir
al desánimo. En política, como en la vida, siempre hay más fracasos que éxito.
La suprema
ironía de estos tiempos sería que el fracaso del comunismo salvara al
capitalismo de su propio fracaso.
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