domingo, 21 de noviembre de 2021

Comunismo y PCE más allá del centenario

 

El Partido Comunista de España cumple cien años. El comunismo y el partido comunista tendrán futuro en la medida que sean capaces de trascender las expresiones por las que se les conoció en el pasado inmediato y formatearse en el presente concreto.


Comunismo y PCE más allá del centenario

 

Pedro del Parque

El Viejo Topo

21 noviembre, 2021 



Vivimos tiempos confusos, indefinidos, paradójicos. Contradictorios. El Partido Comunista más grande del planeta es el más firme defensor mundial del libre comercio. La reacción autoritaria desatada por rancias oligarquías se presenta como una opción joven, popular y rebelde. El desarrollo científico y tecnológico que nos ha llevado a estándares desconocidos de calidad de vida provoca irracionalismo y superchería. El comunismo no existe como alternativa política pero el anticomunismo es el más feroz en varias décadas.

Esto último tal vez sea porque de fondo se percibe otra contradicción aún más sorprendente: pese a la escasa influencia de los comunistas, el comunismo está más presente que nunca.

Es una presencia contradictoria, como no podía ser de otra manera, pues es una presencia ausente. Un vacío que sin embargo sentimos la creciente necesidad de llenar.

Treinta años de dominio neoliberal irrestricto e indiscutido en todos los órdenes y tenemos crisis climática, carrera armamentística, estancamiento económico, polarización política y cinismo moral.

Treinta años de apogeo del atlantismo y un Occidente aterrado se moviliza para impedir por todos los medios que un país oriental que se dice socialista les gane su propio juego con sus propias reglas.

Treinta años de “no hay alternativa” y lo que emerge es un nacionalismo reaccionario y autoritario mezclado con un libertarianismo de nuevo cuño que predica armas para todos y que cada uno se las apañe.

Los viejos consensos se han roto: no sólo el socialdemócrata de los años cuarenta, también el neoliberal de los años ochenta. Las viejas promesas no se han cumplido: ni paz a través del imperio ni prosperidad a través del mercado.

Poco a poco volvemos a las andadas: debates y posicionamientos que parecían superados resurgen: se reivindica el autoritarismo, se celebra el colonialismo, se buscan enemigos dentro y fuera, se culpabiliza al vulnerable, se criminaliza al que protesta. No son fenómenos nuevos: ya estaban aquí, pero ahora se están intensificando, normalizando, tratando de definir la época que empieza.

Volvemos a dinámicas de poder crudo. La política ya no se esfuerza en desarrollar metalenguajes que neutralicen los disensos y embellezcan los consensos, sino en polarizar enemigos reales o supuestos, controlar los recursos y modificar las correlaciones de fuerza. La momia de Lenin no debe caber de gozo en su sarcófago.

No regresemos al pasado, no volvemos al siglo XIX. Todo pasa, nada vuelve. Entramos, en cambio, en una época nueva, de pugna infinita, de bronca perpetua, de incertidumbre angustiosa, donde se conjuga la creencia fanática en unas pocas verdades incuestionables con la desconfianza y el miedo hacia todo hecho o evidencia que caiga fuera del ámbito de nuestra pequeña parcelita de verdad reconfortante.

La victoria sobre el comunismo es lo que está acabando por matar al capitalismo: una vez desaparecido cualquier freno o contrapeso, se ha precipitado a una espiral autodestructiva. En eso está. Y el peligro es que nos puede arrastrar a todos.

Seguimos viviendo, en fin, tiempos postcomunistas. Porque mientras el signo de nuestra época siga siendo el fracaso del comunismo, no tendremos que asumir la creciente evidencia de que estamos bordeando los límites del capitalismo, que estamos entrando en el postcapitalismo.

La rotunda, visceral y colérica negativa a reconocer la legitimidad, la mera posibilidad de cualquier tipo de alternativa al binomio democracia liberal-economía de mercado, el cerco sistemático a cualquier desafío a ese orden, sea de un partido o un país, no nos permite vislumbrar un futuro de esperanza ante el creciente desasosiego del presente.

El binomio democracia liberal-economía de mercado hace aguas en cada parte y en su conjunto. Todos sus elementos están siendo degradados: desde la democracia hasta el liberalismo, desde la economía hasta el mercado. Aun así, llevan treinta años diciéndonos que más allá de esto no hay nada: el vacío provocado por la ausencia de alternativa.

No podremos recuperar la confianza en el futuro hasta que no seamos capaces de desafiar el dogma de “no hay alternativa” y llenar ese vacío.

Por eso el comunismo es más necesario que nunca. No como la reivindicación improbable de tal o cual sistema político histórico, ni siquiera como la reafirmación de una ideología específica, sino como la necesidad, la urgencia de pensar y construir otra cosa.

Una otra cosa que trasciende el nombre de la cosa.

En este contexto, el Partido Comunista de España cumple cien años.

Unas pocas líneas no pueden hacer justicia a toda una historia de sacrificio, entrega y esperanza. Ha habido también otras cosas, claro, pero de los errores y las derrotas ya hablan otros. Hay cola.

Un partido comunista no puede ser un partido normal, y el español no ha sido menos. Tras su primer siglo ha contabilizado miles de represaliados, casi cincuenta años de clandestinidad, tres ilegalizaciones y dos experiencias de gobierno: una en medio de una guerra civil y otra en medio de una pandemia mundial. Todo ello sin superar nunca el 10% de apoyo electoral. Algo tendrá. Anguita dijo una vez que “para bien o para mal, siempre hemos sido excepcionales”.

Un partido comunista no puede ser un partido como los demás. Para unos eso es la prueba de su maldad intrínseca, para otros es la garantía de su fiabilidad. Cuando el PCE ha intentado ser como los demás no sólo ha fracasado, sino que no se lo han perdonado ni los propios ni los ajenos. Los propios, por verse defraudados y los ajenos porque nunca han estado dispuestos a tratar al PCE como al resto de partidos. Carrillo nunca lo entendió.

Un partido comunista puede adoptar muchas formas y denominaciones. Aun así, sus adversarios no dejarán de calificarle de partido comunista. Cualquier partido que desafíe determinados intereses o represente determinados anhelos, será calificado de partido comunista. Ya lo hemos visto.

Lo que define a un partido comunista, su identidad, no es una ideología ni un modelo de organización y funcionamiento. Eso se corresponde con las formas históricas que ha adoptado a lo largo de la Historia.

En la medida en que la forma concreta propia del siglo XX, el Partido, aunó y movilizó las capacidades y las esperanzas de millones de personas, en la medida en que fue depositaria y receptora de inmensas energías e ilusiones por todo el planeta, en suma, desde el momento en el que tanta gente se identificó con tanta intensidad con esa forma, resulta difícil separarla del fondo. Pero sin esa separación, el futuro queda constreñido al mantenimiento de la forma en detrimento de la realización de los objetivos. Celebrar lo que somos para compensar el no hacer lo que nos propusimos.

Un partido puede tener futuro si su identidad es capaz de generar fuertes lazos de pertenencia, o si tiene habilidad para situarse en los vaivenes políticos, pero nada de eso basta si su objetivo es abrir toda una época histórica de la mano de las mayorías ignoradas y exprimidas por el poder.

Un partido que aspire a eso tiene que ser capaz de dar nombre a los dolores de los explotados y los excluidos y saber expresar sus esperanzas y deseos.

Tiene que plantear un horizonte nuevo, posible y alcanzable, que no se relega a un porvenir lejano, sino que empieza aquí y ahora.

Tiene que recoger el hilo de la tradición emancipatoria. Un hilo que nace de las luchas del demos en la Antigua Atenas, sigue por las guerras serviles en Roma, pasa por los levantamientos campesinos y las revueltas antiseñoriales de la Europa Medieval, salta a las resistencias indígenas de América, África y Asia, llega a los sans-culottes franceses, atraviesa el movimiento obrero y prosigue, trenzándose y anudándose, con el movimiento de las mujeres, con tantas y tantas otras luchas con las que camparte un elemento común: la democracia como emancipación frente a la oligarquía.

La voracidad productiva del capitalismo está secando el planeta. El extremo individualismo neoliberal está disolviendo los lazos más básicos de la sociabilidad y con ello, erosionando la misma condición humana. Las tensiones geopolíticas se intensifican poniendo en riesgo ocho décadas de paz mundial. La nueva e inminente revolución tecnológica puede consumar la escisión de la Humanidad o bien servir de apoyo a su definitiva reconciliación.

Para modificar estos procesos, para confrontarlos, para construir otro camino, necesitamos algo más que juicios morales, necesitamos la comprensión del mundo en el que vivimos y la convicción de que no sólo se puede vivir de otra manera, que no sólo somos capaces de asegurar una vida buena y digna para todo el mundo, sino que el cambio necesario para ello puede ser racionalmente deducido, conscientemente asumido y colectivamente realizado.

El comunismo y el partido comunista tendrán futuro en la medida que sean capaces de trascender las expresiones por las que se les conoció en el pasado inmediato y formatearse en el presente concreto.

No es novedad, varias refundaciones lo intentaron en los años noventa, e incluso algunos intelectuales lo plantearon ya en los años setenta. Su fracaso no debe conducir al desánimo. En política, como en la vida, siempre hay más fracasos que éxito.

La suprema ironía de estos tiempos sería que el fracaso del comunismo salvara al capitalismo de su propio fracaso.

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