El caso Vicentín, una prueba
de fuerza para dar vuelta al modelo del neoliberalismo en Argentina
Por Andrés
Ruggeri / Argentina
Rebelión
Fuentes: La Tizza
El caso de
la anunciada estatización del grupo agroexportador Vicentín sacude a la
Argentina y trasciende sus fronteras, en un contexto de aguda crisis económica
mundial, que en la nación suramericana se suma al desastre dejado por el
gobierno de Mauricio Macri. Una prueba de fuerza en que la derecha intenta
llevar al gobierno recién asumido a la defensiva mientras intenta reparar un
enorme fraude contra el Estado y la economía argentina.
El lunes 8
de junio el presidente argentino, Alberto Fernández, anunció junto a Matías
Kulfas, su ministro de Desarrollo Productivo, una medida impensada: la
intervención estatal de una gran empresa privada y la intención del gobierno de
enviar al Congreso un proyecto de ley para su expropiación. Después de cuatro
años de ultraneoliberalismo del gobierno de Mauricio Macri, la noticia cayó
como una bomba en la política argentina. No solo por la estatización, sino
porque se trata de Vicentín, uno de los más grandes grupos económicos de
capitales nacionales que opera en el sector agroexportador, es decir, el sector
que históricamente proporciona el grueso de las divisas provenientes de las
exportaciones, eje central de los conflictos y disputas por la renta desde la
consolidación del Estado-Nación en la segunda mitad del siglo XIX.
Mientras el
anuncio generó entusiasmo en los seguidores del nuevo gobierno, que vieron
confirmada así la voluntad de avanzar en una vía no neoliberal y con amplia
participación estatal en la economía en tiempos de enorme zozobra provocada por
la pandemia mundial de la Covid-19, despertó en cambio airadas reacciones en la
derecha argentina. Se repite así la situación que se dio cuando la nacionalización
de Repsol-YPF en el gobierno de Cristina Kirchner, aunque en aquel caso se
trataba de una empresa asociada de manera simbólica a la independencia
económica, la compañía nacional de petróleo Yacimientos Petrolíferos Fiscales,
privatizada en los años noventa por Carlos Menem. El anterior gobierno
kirchnerista había avanzado en la reestatización de empresas públicas en su
forma original y privatizadas durante el anterior período neoliberal: además de
YPF, otras empresas como Aguas Argentinas —ex Obras Sanitarias de la Nación— o
Aerolíneas Argentinas, pero no en otras áreas privatizadas como las
telecomunicaciones o la electricidad. Es decir, en el período de Néstor y
Cristina Kirchner el Estado había recuperado centralidad y posiciones, pero
sobre empresas antes estatales, y ni siquiera sobre todas las privatizadas
durante los noventa, pues la mayor parte de las estatizaciones ocurrieron por
graves irregularidades de las concesionarias y frente a la ausencia de
capitales privados dispuestos a reemplazarlas o, como en el caso de Repsol-YPF
o las AFJP —Aseguradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones—, por la grave
pérdida que estaban ocasionando al patrimonio público y a la capacidad del
gobierno de avanzar en las líneas maestras de su política económica.
Tampoco
Macri, desde el polo opuesto, había avanzado para revertir estas
nacionalizaciones. Su política fue, en cambio, el boicot de las empresas
públicas desde el propio gobierno, desfinanciándolas y beneficiando a sus
competidoras para hacerles perder mercado y forzar, con posterioridad, su
reducción a meras empresas marginales o su nueva privatización. Si esos eran
los planes, la derrota electoral los frustró, pero el efecto fue que, tanto
Aerolíneas Argentinas como otras compañías públicas, llegaron en pésimas
condiciones al cambio de gobierno.
Sin embargo,
desde el primer periodo peronista de los años cuarenta y cincuenta del siglo
pasado no se veía a un gobierno proclamar la voluntad de estatizar una empresa
que no fuera una de las viejas y emblemáticas empresas públicas, operantes en
las comunicaciones — trenes, teléfonos, correos— o en la industria pesada —como
la siderúrgica SOMISA—. Tampoco se trata de una empresa en expansión o una
compañía monopólica a estatizar para buscar el dominio de ese resorte económico.
El grupo Vicentín no responde a las características clásicas que el Estado
keynesiano usualmente estatizaría para tomar control de un área decisiva de la
economía, ni una empresa próspera, pues iba camino a una quiebra casi segura,
si bien provocada de manera intencional por sus propios directivos. Es, en
cambio, solo uno de los diez grupos que dominan las exportaciones de granos,
uno de los cuatro de capitales argentinos. Entonces, ¿por qué el gobierno de
Alberto Fernández se arriesgó a un conflicto con uno de los sectores más
poderosos de la clase dominante y que evoca al célebre «conflicto del campo»
que en el año 2008 casi hacer caer el primer gobierno de Cristina Fernández?
¿Cuál es la conveniencia y la verdadera razón de expropiar Vicentín y
convertirse en el blanco de las acusaciones destempladas de una derecha que, a
nivel mundial, está más radicalizada y violenta de lo habitual en las últimas
décadas, recuperando en su lenguaje y actitudes la hostilidad y agresividad
contra el «populismo» y el «comunismo»? ¿Por qué hacerlo en medio de una
pandemia, con una actividad económica paralizada en un 50 o 60 por ciento? Y,
finalmente, cuál será el resultado de esta prueba de fuerzas: ¿avanza hacia una
estatización, se queda a medio camino o fracasa en el intento?
Estas
preguntas no son ociosas. A partir del anuncio del presidente se inició una
confrontación política que el gobierno intenta reducir, mientras lo más
radicalizado de la oposición quiere escalar hasta llegar a una batalla por todo
o nada. En tiempos en que el mundo ve a una izquierda o centroizquierda apenas
moderada, tímida, y una derecha cada vez más ultra y lanzada a posiciones que
semejan un fascismo invertebrado, que a lo sumo articula prejuicios y defensa
clara de intereses inconfesables, el todo o nada para el proyecto político del
gobierno es casi decisivo en caso de derrota, mientras que para la derecha
representaría solo un «nada» hasta la próxima oportunidad. El mérito de la
oposición es haber convertido las dudas e improvisaciones del plan
gubernamental en la posibilidad de dar esa pelea a fondo, surgida de una de las
tantas consecuencias de su accionar en el gobierno hace apenas unos meses.
Ascenso y debacle del grupo Vicentín
Vicentín es
un grupo de empresas que actúa en el rubro de la exportación de granos, de
manera preferencial soja y otros cereales, y sus derivados, integrando una
cadena que agrupa a productores agrícolas de las zonas más ricas de la Pampa
húmeda de las provincias de Santa Fe y Córdoba. El grupo además está
diversificado y posee fábricas de hilado de algodón, frigoríficos faenadores[1]
de carne vacuna, destinados en su mayoría a la exportación, algunos complejos
agroindustriales y participación en sociedades conjuntas con grupos
internacionales, como la productora de biodiésel Renova, en asociación con la
compañía suiza Glencore. Además, Vicentín tiene varias filiales y posesiones en
otros países, entre las que se destacan Vicentín Uruguay y Vicentín Paraguay.
El grupo nació a fines de los años veinte en la localidad de Avellaneda, que no
es la famosa ciudad del Gran Buenos Aires cuna de dos de las grandes
instituciones del fútbol argentino, sino una pequeña ciudad en el norte de la
provincia de Santa Fe, zona agropecuaria en la llamada «pampa gringa», caracterizada
por las colonias de agricultores migrantes europeos que llegaron al país en
oleadas entre la segunda mitad del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial.
De esos
humildes comienzos, las familias fundadoras (Vicentín, Padoan y Nardelli,
nombres que todavía se encuentran entre los propietarios de la empresa) fueron
desarrollando una compañía pujante que recién encontró su despegue haciendo
negocios con la última dictadura militar. No por casualidad, los actores clave
de la clase dominante argentina en la actualidad son, en gran medida, los
empresarios que multiplicaron sus patrimonios y negocios en los años del
terrorismo de Estado, entre ellos la familia Macri (SOCMA), la familia Rocca
(Techint), el grupo multimedios Clarín y, también, el caso que nos ocupa. A
partir de esos contactos con los militares, tomando préstamos al exterior no
devueltos y luego convertidos en deuda pública al final de la dictadura
(también Vicentín tomó dos millones de dólares, una cantidad «insignificante»
en el conjunto de 30.000 millones que dejó de deuda externa el «proceso»
militar, pero una inyección decisiva para su desarrollo) y logrando diversas
ventajas para el crecimiento de la empresa, la vieja Vicentín se fue
convirtiendo en un poderoso grupo económico que, con el boom de la exportación
de soja y el desarrollo del agronegocio, se elevó a los primeros planos de la
economía argentina. Nótese el detalle: de la estatización de deuda privada por
el Estado argentino jamás se quejaron los que hoy braman contra la supuesta implantación
del comunismo.
Al asumir
Mauricio Macri la presidencia, Vicentín ocupaba el lugar decimonoveno entre las
grandes empresas del país y la cuarta posición entre los exportadores de
granos, con un volumen de 3.000 millones de dólares anuales de facturación. En
2018, ya con el mandato de Macri avanzado, y antes de empezar a tomar créditos
en forma desaforada en distintas instituciones bancarias, pasó a ocupar el
sexto lugar entre las primeras 200 empresas y el primero entre los exportadores
de cereales, junto con los grandes del agronegocio a nivel mundial, como
Cargill o Dreyfuss. Sus ventas, que eran en el 90 por ciento al mercado
exterior, ya estaban en el orden de los 5.900 millones de dólares anuales.[2]
Los hermanos Sergio y Gustavo Nardelli, sus más notables directivos, se
convirtieron en hombres muy cercanos al presidente, que premió al sector
agroexportador con la quita de las retenciones a la exportación de la mayor
parte de los productos y una rebaja sustancial en las que gravaban la soja. Además,
Macri quitó toda regulación a los exportadores para liquidar las divisas en el
país, lo que permitió a los grandes jugadores del sector vender su producción y
dejar todo o casi todo el producto en divisas fuera de la plaza cambiaria
local, generalmente en paraísos fiscales.
Todas estas
medidas acentuaron la incapacidad del Estado de tener un mínimo control sobre
las exportaciones agropecuarias, las más rentables de su economía, pues además
de todos esos beneficios la subfacturación era —es— una práctica habitual. En
el caso de Vicentín, una de las cuestiones que la crisis de la compañía sacó a
la luz es la utilización de las empresas gemelas en Paraguay —en lo principal—
y Uruguay para evadir impuestos, haciendo pasar exportaciones de granos
argentinos como si fueran de esos países a través de operaciones ficticias
entre sus filiales. En el caso de la sucursal de Paraguay la estafa era
flagrante: la empresa paraguaya exportaba por 200 millones de dólares que no
tributaban impuestos ni en Paraguay ni mucho menos en Argentina, con una
estructura de seis empleados en una oficina en Asunción. El secreto a voces era
que los barcos salían vacíos del Paraguay, bajaban el río Paraná hasta los
puertos privados de la empresa y se cargaban con granos sin declarar en Argentina,
que salían como exportaciones paraguayas. De esta manera, se contrabandeaba
parte de la producción para la exportación sin rendir cuentas a nadie, ni
siquiera en las ampliamente favorables condiciones del macrismo.
Por último,
el grupo Vicentín comenzó a pedir abultados créditos a instituciones
financieras nacionales e internacionales y acumuló una deuda inexplicable para
una empresa exitosa y en crecimiento. En especial a partir de la derrota de
Macri en las elecciones primarias de agosto de 2019, el grupo comenzó a recibir
dinero del Banco de la Nación Argentina —BNA—, la banca pública más importante,
presidido en ese tiempo por un conspicuo e histórico funcionario al servicio
del capital financiero, Javier González Fraga. Estos préstamos se aceleraron
luego de la definitiva victoria de Alberto Fernández en octubre del año pasado.
Ya sabiendo que se iban del gobierno y de la presidencia del Banco Nación,
González Fraga hizo aprobar a escondidas de su propio directorio créditos por
unos 400 millones de dólares que Vicentín recibía y giraba al exterior. Se
consumó así una gigantesca estafa, una maniobra desembozada de fuga de
capitales a costa del Estado argentino como pocas veces antes se había visto,
pero que no desentonó con lo que parece haber sido la tarea principal del
gobierno macrista: un informe del Banco Central de la República Argentina
estimó hace pocos días que, de los 100.000 millones de dólares de deuda externa
que generó la presidencia de Macri, nada menos que 86.000 millones fueron a parar
a cuentas y paraísos fiscales en el exterior.[3]
El 5 de
diciembre de 2019, a solo cinco días del cambio de gobierno, el grupo Vicentín
anunció de manera repentina que entraba en «estrés financiero», un llamativo
eufemismo para la cesación de pagos. La deuda acumulada, entre bancos
extranjeros —un 40 por ciento—, bancos nacionales, principalmente los bancos
del Estado —30 por ciento— y productores y proveedores, ascendió a unos 1.800
millones de dólares. Una nueva maniobra de acumular, endeudarse y pasar el
costo al Estado se había consumado.
¿Justicia financiera o batalla por la supervivencia?
Al asumir el
nuevo gobierno, en medio de una crisis económica monumental signada por la
cuantiosa deuda dejada por el gobierno saliente — incluyendo uno de los mayores
préstamos otorgados por el Fondo Monetario Internacional en toda su historia—,
se encontró con la sorpresa del enorme financiamiento que el Banco Nación había
dado a una empresa que se declaró en convocatoria de acreedores apenas dejó de
recibirlos. El crédito dado por el banco estatal equivalía al 20 por ciento de
sus activos, lo que lo dejaba en una situación complicada para el papel de
dinamizador económico que el nuevo gobierno tenía pensado para el BNA. Al mismo
tiempo, Vicentín había dejado en la estacada a sus principales proveedores, a
los cuales obligaron a entregar materia prima hasta casi el mismo día de
declararse en «estrés financiero», sabiendo perfectamente que no iban a
pagarles. Esto dejó un tendal de víctimas entre los productores agropecuarios
de la zona que les proporcionan los granos al grupo, muchos de ellos
pertenecientes a las cooperativas agrarias.
El Estado
nacional, como uno de los principales acreedores de la empresa, comenzó a
manejar la idea de la intervención o expropiación, pero no solo para recuperar
sus pérdidas, sino para evitar la destrucción de un entramado productivo que, a
pesar de su historia de fraudes y extorsiones, representa un grupo de capitales
nacionales en medio de un rubro de la economía cada vez más extranjerizado.
Además, un sector decisivo en el mercado exportador y en la provisión de las
divisas que el país necesita y que el gobierno de Macri, al igual que en todos
los períodos neoliberales anteriores, se especializó en brindar las
herramientas legales para que salieran del país sin trabas. La lógica de la
intervención estatal aparece clara y, asumiendo uno de los lugares comunes de
los neoliberales, le permite «convertir la crisis en una oportunidad». La
Vicentín estatal tiene muchas virtudes: recupera activos, evita la quiebra de
productores pequeños y medianos y, por lo tanto, la mayor concentración del
agronegocio, pone un pie en la producción de alimentos (a lo que llamó
«soberanía alimentaria», provocando el airado enojo de los puristas), entra como
actor en la exportación de granos y subproductos como empresa testigo que
pondrá en evidencia, por contraste, las infinitas maniobras de evasión,
subfacturación y contrabando de los exportadores y, por último, interviene en
el mercado de cambios aportando una fuente genuina de divisas a las reservas
del país.
Todo esto
estuvo en la cabeza del gobierno al anunciar la intervención y la intención de
expropiar a través de una ley del Congreso, que es como la Constitución
Nacional lo establece. Aunque la derecha habla de confiscación, comunismo,
etcétera, es la carta magna liberal de 1853 la que proporciona el instrumento,
como en casi todas las constituciones liberales del mundo, por causas de
«utilidad pública», y mediante el pago de una indemnización. Por supuesto, es
el Estado el que definirá para qué usa la herramienta, y así como en otras
ocasiones se utilizó para una enorme variedad de cosas –desde la construcción
de obras de infraestructura hasta para recuperar fábricas y dárselas a
cooperativas de trabajadores–, si se logra justificar la utilidad pública —que
en este caso parece más que clara—, es cuestión de tener los votos en el
parlamento para hacerla válida.
Pero, así
como en el pensamiento del gobierno las razones son claras, también lo fueron
para la derecha. Aunque argumenten cualquier otra cosa, ven clara la jugada y
salen a convertirla en su propia oportunidad, una batalla política contra el
«populismo» y el «comunismo» que quieren hacer ver en el gobierno de Alberto
Fernández que, de ganarla, debilitaría el proyecto político-económico del
Frente de Todos y dejaría al país al borde de la ingobernabilidad. Todo, en
medio de una situación nunca vista como la pandemia del coronavirus que está
llevando a una economía castigada al borde del nocaut.
Medios para
dar la batalla no le faltan a una derecha poderosa, que acaba de dejar el
gobierno con una derrota amplia pero que lograron presentar casi como una
victoria. Desde la hegemonía en la comunicación hasta su excelso manejo de las
redes sociales, que hacen pasar por masiva una manifestación marginal de
algunos miles de burgueses airados y delirantes de las conspiraciones que salen
a protestar, tanto por la defensa de la propiedad privada, como contra el
dominio de un imaginario Nuevo Orden Mundial provocado por la tecnología china
del 5G y el aislamiento social por lo que juzgan como una pandemia imaginaria y
que coarta la libertad. Pero, en lo fundamental, por la capacidad de lobby que
demuestran, incluso llevando a parte de los acreedores a estar en contra de la
única posibilidad que tienen de recuperar su dinero, y elevando la expropiación
al nivel de la amenaza del comienzo de un Estado que viene a llevarse puesto al
capital. Esta presión apuntó no solo a su propio sector social, sino a quebrar
la base de sustentación del gobierno, una coalición peronista que incluye
sectores moderados o, incluso, de derecha, que por ideología y temor dudan de
apoyar una medida que lograron hacer aparecer como de gran radicalidad.
En esa
estrategia, cacerolazos, manifestaciones de locos anticuarentena, airadas
editoriales mediáticas y presiones —más serias— de los poderes financieros
internacionales que amenazan con llevar el caso a los tribunales
internacionales que castigaron ya repetidamente a la Argentina por decisiones
soberanas llevadas a cabo en anteriores gobiernos, forman parte de ese empuje
destinado a romper el frente interno gubernamental. Agitan, entonces, el
fantasma de «la 125», la fallida resolución que aumentaba los derechos a la
exportación de granos —las retenciones— que llevaron a una rebelión de las
patronales agrarias que casi hace caer al gobierno de Cristina Kirchner en
2008, justamente al haber logrado cooptar a parte de la alianza de gobierno,
empezando por el mismísimo vicepresidente.
Esta situación
es la que está llevando al caso Vicentín a una coyuntura de riesgo para el
gobierno. Si la anunciada intervención fracasa —por ejemplo, al no reunir los
votos decisivos en el Congreso por falta de aliados o pérdida de votos
parlamentarios propios— o porque el mismo gobierno da marcha atrás ante este
riesgo, la derecha va a ir por más. Si logra imponerse, la oposición solo
deberá esperar la próxima oportunidad. Es una dinámica permanente a la que todo
proyecto político que no responda al bloque de poder dominante en el país, la
región y en el mundo, deberá acostumbrarse.
Entendiendo
esta situación, el gobierno hizo jugar la carta de una intervención de la mano
del moderado gobernador de la provincia de Santa Fe, Omar Perotti, que
permitiría evadir la batalla por la expropiación sin renunciar al objetivo del
control estatal de la empresa. Justo antes de presentar esta nueva propuesta,
el juez del concurso —un oscuro juez de una ciudad de mediana importancia del
interior de esa provincia— desconoció la intervención decretada por el Gobierno
nacional y restituyó a los directivos de la empresa en sus cargos. La batalla
judicial, terreno propicio donde el poder de clase se mueve a sus anchas,
también empezó a mostrar sus rispideces, como lo viene haciendo en toda América
Latina. La propuesta de Perotti gira en torno a sumar al Estado provincial a la
intervención y a conseguir el aval de los principales acreedores argentinos,
públicos, cooperativos y privados, para una gestión estatal que logre preservar
los activos del grupo y devolver las acreencias asociando a los productores al
destino de la nueva empresa. Una manera de estatizar, con propiedad mixta pero
garantizada por los poderes públicos, y quitarle a la oposición radicalizada la
bandera de la lucha contra la expropiación, usando sus propios argumentos —uno
de ellos es que hay un concurso y se debe resolver por la vía ordinaria y no
por la expropiación—.
El gobierno
de Alberto Fernández asumió sabiendo que tomaba las riendas de un país difícil
de controlar, con una economía destruida por cuatro años de neoliberalismo
salvaje y una deuda externa condicionante. Sin contar con la extraordinaria
situación de la pandemia de la Covid-19, imaginó un primer año difícil,
haciendo equilibrio entre las acuciantes necesidades de un pueblo que sufrió el
macrismo y esperaba —y lo continúa haciendo— un gobierno que alivie su pesar y
restituya derechos perdidos, y una difícil negociación por una deuda externa
impagable. Se encontró con algo aún peor, con sorpresas como esta de Vicentín.
Como algún funcionario ejemplificó, «en cualquier cajón que abras en una
oficina de un Ministerio aparece una deuda». El neoliberalismo o
ultraneoliberalismo, no solo es un programa económico y político, sino un arma
de destrucción masiva de la capacidad del Estado para intentar dar marcha atrás
con ese proyecto o para hacer cualquier cosa que se desvíe de las líneas
maestras dictadas por el capital concentrado.
El desafío del gobierno es no solo tomar las riendas
de la economía desde el Estado y a favor de los intereses nacionales y el
bienestar popular, que es para lo que fue votado y lo que se espera de él, sino
que debe hacerlo con un instrumento inutilizado, el llamado «Estado bobo»
neoliberal y al que debe transformar. Nada que no se haya puesto en blanco y
negro desde hace más de un siglo y medio, pero sin haber hecho ninguna
revolución, sino formando parte del mismo sistema político, lo que es un signo
de los tiempos que corren. El caso Vicentín es un claro ejemplo.
Notas:
[1] Faenar:
Matar reses y descuartizarlas o prepararlas para el consumo (Nota de La Tizza).
[2] Datos
provenientes del informe del director del BNA, Claudio Lozano, sobre el caso
Vicentín (Nota del Autor).
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